RADIOMENSAJE DEL SANTO PADRE PÍO XII
A LOS TRABAJADORES DE ESPAÑA*
Domingo 11 de marzo de 1951
Amadísimos hijos, empresarios, técnicos y trabajadores españoles, reunidos en Madrid y provincias para consagraros a Cristo Redentor y rendir vuestro ferviente homenaje de filial devoción a su Vicario en la tierra:
¡Qué hermoso espectáculo —dejadnos comenzar así— el de una masa imponente de obreros, como la vuestra, aclamando a Jesucristo como a su verdadero Redentor!
Porque al trabajador, al obrero, al hombre de una vida áspera y difícil, donde los problemas de hoy no alcanzan a hacer olvidar las preocupaciones del mañana, son muchos los que se le han presentado, y se le presentan, especialmente en estos últimos tiempos, enarbolando la bandera de la redención. Vosotros, sin embrago, seguís aferrados a la bandera de Cristo. Y confesáis abierta y solemnemente con el primer Papa San Pedro : «No hay que buscar la salvación en ningún otro. Pues no se ha dado a los hombres otro nombre debajo del cielo, por el cual debamos salvarnos» (Act. 4,12). A El, a su Iglesia, al sucesor de Pedro vosotros queréis permanecer fieles, cueste lo que cueste.
Pero lealtad con lealtad se paga. Y como seguramente vosotros esperáis de Nos, en estos momentos, una palabra sobre lo que la Iglesia puede ofreceros para la seguridad de vuestra existencia y la satisfacción de vuestras justas aspiraciones, esa palabra, con todo Nuestro afecto paternal, os la queremos decir. Héla aquí, pues, en tres puntos:
1. Nadie puede acusar a la Iglesia de haberse desinteresado de la cuestión obrera y de la cuestión social, o de no haberles concedido la importancia debida. Pocas cuestiones habrán preocupado tanto a la Iglesia como esas dos, desde que, hace sesenta años, Nuestro gran Predecesor León XIII, con su Encíclica Rerum Novarum, puso en las manos de los trabajadores la Carta Magna de sus derechos.
La Iglesia ha tenido y tiene conciencia plena de su responsabilidad. Sin la Iglesia la cuestión social es insoluble; pero tampoco ella sola la puede resolver. Le hace falta la colaboración de las fuerzas intelectuales, económicas y técnicas de los poderes públicos.
Ella, por su parte, ha ofrecido, para la fundamentación religioso-moral de todo orden social, programas amplios y bien pensados. Las legislaciones sociales de los diversos países no son más que aplicaciones, en gran parte, de los principios establecidos por la Iglesia. No olvidéis tampoco que todo lo bueno y justo que halláis en los demás sistemas, se encuentra ya en la doctrina social católica. Y cuando ellos asignan metas al movimiento obrero, que la Iglesia rechaza, se trata siempre de bienes ilusorios que sacrifican la verdad, la dignidad humana, la justicia social o el verdadero bienestar de todos los ciudadanos.
2. En su historia, dos veces milenaria, la Iglesia ha tenido que vivir en medio de las más diversas estructuras sociales, desde aquella antigua con su esclavitud, hasta el moderno sistema económico, caracterizado por las palabras capitalismo y proletariado. La Iglesia nunca ha predicado la revolución social; pero siempre y en todas partes, desde la Epístola de S. Pablo a Filemón hasta las enseñanzas sociales de los Papas en los siglos diez y nueve y veinte, se ha esforzado tenazmente por conseguir que se tenga más cuenta del hombre que de las ventajas económicas y técnicas, y para que cuantos hacen de su parte lo que pueden, vivan una vida cristiana y digna de un ser humano.
Por eso la Iglesia defiende el derecho a la propiedad privada, derecho que ella considera fundamentalmente intangible. Pero también insiste en la necesidad de una distribución más justa de la propiedad y denuncia lo que hay de contrario a la naturaleza en una situación social donde, frente a un pequeño grupo de privilegiados y riquísimos, hay una enorme masa popular empobrecida. Siempre habrá desigualdades económicas. Pero, todos los que de algún modo pueden influir en la marcha de la sociedad deben tender siempre a conseguir una situación tal, que permita a cuantos hacen lo que está en su mano, no sólo el vivir, sino aun el ahorrar.
Son muchos los factores que deben contribuir a una mayor difusión de la propiedad. Pero el principal será siempre el justo salario. Vosotros sabéis muy bien, queridos hijos, que el justo salario y una mejor distribución de los bienes naturales constituyen dos de las exigencias más apremiantes en el programa social de la Iglesia.
Ella ve con buenos ojos y aun fomenta todo aquello que, dentro de lo que permiten las circunstancias, tiende a introducir elementos del contrato de sociedad en el contrato de trabajo y mejora la condición general del trabajador. La Iglesia exhorta igualmente a todo que contribuye a que las relaciones entre patronos y obreros sean más humanas, más cristianas y estén animadas de mutua confianza. La lucha de clases nunca puede ser un fin social. Las discusiones entre patronos y obreros deben tener como fin principal la concordia y la colaboración.
3. Pero esta obra la pueden llevar a cabo solamente hombres que viven de la fe y cumplen su deber en el espíritu de Cristo. Nunca fue fácil la solución de la cuestión social. Pero las indecibles catástrofes de este siglo la han hecho angustiosamente difícil. La reconciliación de las clases, la disposición al sacrificio y al respeto mutuo, la sencillez de la vida, la renuncia al lujo exigida imperiosamente por la actual situación económica: todo eso, y tantas otras cosas, sólo se podrán obtener con la ayuda de la Providencia y de la gracia de Dios. Sed, pues, hombres de oración. Elevad vuestras manos a Dios, para que, por su misericordia, y a pesar de todas las dificultades, se realice esa gran labor.
Con esta ocasión no podemos menos de dirigir algunas palabras de elogio paternal a esas Instituciones que habéis creado y continuáis creando en gran número con el fin de educar a los jóvenes trabajadores, haciendo de ellos excelentes obreros especializados y al mismo tiempo cristianos convencidos. No podríais hacer cosa mejor. En el auge y florecimiento de esa obra vemos un signo prometedor para el porvenir.
Se suele acusar a la fe cristiana de consolar al mortal, que lucha por la vida, con la esperanza del más allá. La Iglesia, se dice, no sabe ayudar al hombre en su vida terrena. Nada más falso. Os basta mirar al gran pasado de vuestra querida España; ¿quién ha hecho más que la Iglesia para que la vida familiar y social fuera ahí feliz y tranquila? Por lo que hace a la solución de la actual cuestión social, nadie ha presentado un programa que supere la doctrina de la Iglesia en seguridad, consistencia y realismo.
Por eso es tanto mayor su derecho a exhortar y consolar a todos, recordándoles que el sentido de la vida terrena está en el más allá, en la vida eterna. Cuanto más vivamente os penetréis de esta verdad, tanto más os sentiréis impulsados a colaborar para una solución aceptable de la cuestión social. Siempre será verdad que lo más precioso que para ese fin puede dar la Iglesia es un hombre que, firmemente anclado en la fe de Cristo y de la vida eterna, cumpla, impulsado por ella, las tareas de esta. vida.
Esto era lo que os queríamos decir.
Una palabra todavía, amadísimos trabajadores españoles, para aceptar y agradecer el homenaje a Nuestra humilde persona. Y en cuanto a Nuestra correspondencia, ¿qué os hemos de decir? Durante todo el Gran Jubileo, que acaba de terminar, hemos visto con Nuestros propios ojos, hemos tocado con Nuestras propias manas el fervor entusiasta del pueblo español por el Papa. Pero los peregrinos españoles —entre los que os recordamos, queridos trabajadores, especialmente a los que estuvisteis en la clausura de la Puerta Santa— han podido ver, han podido también experimentar el amor que el Papa les reserva. «¡España por el Papa!» era su grito apasionado e incontenible ; al que Nos hemos contestado con paternal amor : «¡Y el Papa por España!».
Que Dios os bendiga, hijos queridísimos, y bendiga igualmente a vuestra patria y a vuestros dirigentes, como Nos, con plena efusión de afecto paternal, a todos os bendecimos.
* AAS 43 (1951) 213-216
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