DISCURSO DE SU SANTIDAD PÍO XII
AL SEÑOR MANUEL V. MORÁN,
PRIMER EMBAJADOR DE LA REPÚBLICA DE FILIPINAS
ANTE LA SANTA SEDE *
Lunes 4 de junio de 1951
Señor Embajador:
El comienzo de la misión del primer Embajador que la República de Filipinas, próxima ya al primer lustro de su existencia, ha enviado a esta Santa Sede, para que represente, digna y eficazmente, en el centro del mundo católico, los intereses y las aspiraciones de aquella noble nación, es un fruto característico de la postrer evolución de los tiempos, igualmente claro tanta si se le considera como lógica conclusión de las agitaciones pasadas, cuanto si se le quiere ver cual inicio prometedor de un porvenir lleno de promesas para los más elevados fines de la cristiandad y de la humanidad.
Una mirada al mapa de las regiones sudasiáticas y oceánicas hace que salte enseguida a la vista el punto vital del globo terráqueo donde la Providencia ha colocado a su pueblo, católico en su mayoría, el campo de vida y de acción que le ha asignado en medio de la comunidad de los pueblos, salpicándolo todo con los mil encantos y mil riquezas que vienen a ser como la característica de esta nación, esparcida en millares de islas a cual más primorosa.
El nacimiento y el primer desarrollo de la joven independencia filipina se lleva, pues, a cabo en una zona y en una época llena de agitaciones y de peligros, capaces de perturbar hasta las instituciones estatales más viejas y mejor consolidadas.
Por eso los gobernantes de esta República, con prudente resolución, quieren reforzar los contactos con esta Sede de Pedro y, por el hecho mismo, con aquellas energías espirituales que continuamente se esfuerzan por hallar el camino que conduzca desde los choques destructores de las fuerzas exteriores hasta la colaboración fraternal en el sincero espíritu de mutua comprensión y de estricta justicia.
Hace tiempo que Nos seguimos con verdadero interés y con participación paternal el desarrollo interior de aquellas lejanas islas y los acontecimientos exteriores de aquellos territorios, cuyos efectos económicos, sociales y espirituales no pueden menos de dejarse sentir, positiva o negativamente, en el incremento y en la prosperidad del Estado.
Vuestro catolicismo, Señor Embajador, no es precisamente de ayer,. puesto que, sin contar la visita a alguna de vuestras islas del gran apóstol del Oriente, San Francisco Javier, bastaría recordar el 1521 como fecha de la primera Misa celebrada en vuestro territorio y el 1565 como data de la llegada de los primeros misioneros estables capitaneados por el gran Fray Andrés de Urdaneta. A sus esfuerzos apostólicos en un territorio donde el ímpetu misional de las dos naciones ibéricas parecía unirse de nuevo para abrazar la tierra, los hijos de vuestro suelo supieron corresponder de modo admirable y sois hoy en el Extremo Oriente una nación predominantemente católica. Por eso estamos bien seguros de que Nuestros amados hijos e hijas de Filipinas —especialmente los que han sido profundamente educados y formados en el espíritu de la fe católica y por eso mismo más obligados a la plena conciencia de sus deberes cívicos— harán cuanto en su mano esté para incluir en los fundamentos de un Estado, que se halla en fase tan importante de su desarrollo, las necesarias garantías que han de asegurar a la maternal actividad de la Iglesia la indispensable libertad de movimientos en el campo de la educación, de la cura de almas, del cultivo del progreso social y de la conservación del ideal de la familia cristiana en toda su esplendorosa pureza.
Las expresiones que Vuestra Excelencia, Señor Embajador, Nos acaba de dirigir confirman Nuestra confianza de tener a Nuestro lado, en Vuestra Excelencia, un representante de su nación bien penetrado de la grandeza de su cargo, realmente inspirado en elevados sentimientos, lleno de conocimientos y de amplitud de miras; un representante que, en todas las manifestaciones de su alto oficio, se dejará guiar por la convicción de que, entre los más preciados valores espirituales de su pueblo —por él y por Nos tan amado— ocupa el primer lugar la conservación y el aumento de su fe.
Si esta base cristiana, defendida de los peligros y libre de movimientos en su ilimitada potencialidad, se mantiene como se debe mantener, nunca le faltarán a su pueblo —rodeado, sí, de peligros, pero colocado también en una posición providencial— aquellas personas que sabrán resolver con energía, valor, decisión y espíritu de sacrificio todos los problemas humanos de su patria, relacionándolos, de modo cada vez más íntimo, con los más altos y más nobles intereses de la humanidad.
Largo y trabajoso es el camino desde la obtención formal de la independencia hasta su plena actuación y su desarrollo creativo en todos los campos de la vida de una comunidad libre —en el espíritu del Cristianismo— de todas las impurezas que traen consigo los egoísmos individual y colectivo.
Que el Señor dé a todos los que tienen en sus manos el poder y sobre cuyas espaldas pesa la responsabilidad, la claridad de miras, la aspiración sincera, la enérgica voluntad y el espíritu de iniciativa, valerosa y bien intencionada, que la seriedad de su cargo y la gravedad de la hora perentoriamente exigen.
Con este deseo en el corazón y esta plegaria en los labios enviamos al Excelentísimo Señor Presidente de la República —cuya visita a Roma tan gratamente recordamos— Nuestro cordial saludo. Y mientras invocamos sobre sus funciones y las de su Gobierno, y sobre todo el querido pueblo filipino, la protección del cielo, damos igualmente a Vuestra Excelencia la más afectuosa bienvenida.
Nos queremos terminar expresando Nuestra esperanza más ferviente de que esta misión suya, Señor Embajador, que ahora tan felizmente comienza, pueda contribuir a que su patria, tan probada entre los amargos sufrimientos de la guerra, vea pronto el día en que la «Cruz del Sur » resplandezca en el límpido cielo filipino, alegrando a un pueblo que, en la consciente serenidad de su propio valer y de sus propias fuerzas, confiando en la fraternal colaboración de todos los buenos —más acá y más allá de sus fronteras— camina confiando hacia una nueva felicidad, un progreso pacífico y una auténtica prosperidad, cada vez mayores.
* AAS 43 (1951) 440-442.
Discorsi e radiomessaggi XIII, p.151-153.
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