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DISCURSO DE SU SANTIDAD PÍO XII
A LOS PROFESORES Y ALUMNOS
DEL «COLLÈGE D'EUROPE» DE BRUJAS*

 Domingo 15 de marzo de 1953

 

Bien sabéis, señores, con qué gusto Nos acogemos siempre a los representantes del saber y, en particular, a los que, justamente preocupados por intereses superiores de la humanidad, consagran sus esfuerzos a la construcción de un mundo mejor y de una paz duradera. Por esta razón, el homenaje que Nos tributan hoy los Profesores y Estudiantes del «Collège d'Europe» Nos causa un vivo placer y quisiéramos expresar todo el interés que tomamos en sus trabajos.

Cuando, después de la última guerra, los dirigentes de algunos países decidieron hacer surgir instituciones internacionales encargadas de organizar la paz, la dura experiencia de la primera mitad del siglo influía sobre sus discusiones y les recordaba constantemente que no basta una idea generosa para tener probabilidad de éxito. La realización práctica de la unidad europea, en particular, cuya urgencia todos comprendían y hacia la cual el mundo se orientaba casi instintivamente, chocaba contra dos obstáculos principales: uno, inherente a la estructura del Estado; otro, de orden psicológico y moral. El primero implica una serie de problemas económicos, sociales, militares y políticos. Los miembros que desean unirse se encuentran en niveles distintos, tanto en el plano de los recursos naturales y del progreso industrial, como en el de las realizaciones sociales: no podrán realizar una vida común sino después de haber asegurado los medios para mantener el equilibrio del conjunto. Sin embargo, más urgente aún es asegurar lo que se acostumbra llamar el espíritu europeo, la conciencia de la unidad interna, fundada, no en satisfacer necesidades económicas, sino en la percepción de valores espirituales comunes; percepción suficientemente clara para justificar y mantener viva la voluntad firme de vivir unidos.

El «Collège d'Europe» ha sido instituido precisamente para estudiar este doble problema y la sola consideración del fin que persigue basta para poner de manifiesto el real significado de vuestras actividades. Preparar hombres capaces de afrontar estas cuestiones, en el seno de los diversos organismos responsables; proponer soluciones viables a pesar de las divergencias, enormes a veces, de tendencias y de puntos de vista; hombres capaces, sobre todo, de remontarse a las fuentes del espíritu europeo; de hacerse sus protagonistas calificados; todo eso implica una tarea no fácil. Nos alegramos de que se hayan encontrado hombres para emprenderla y perseguirla con la paciente esperanza que asegura sus comienzos. Como no Nos es posible detallar los múltiples aspectos que el problema abarca, quisiéramos señalar por lo menos uno de ellos, porque coincide con nuestras más grandes preocupaciones y las inquietudes diarias que mueven Nuestra misión de Pastor de las almas. Nos acabamos de hablar hace un momento del espíritu europeo. Es evidente que debe constituir un objetivo capital, sin el que nada sólido podrá edificarse. Nos permitimos insistir sobre las condiciones de su advenimiento.

Se admite sin dificultad que concesiones importantes serán exigidas a todos los que quieran pertenecer a una Europa unida. Traslado de industrias, readaptación de la mano de obra, fluctuaciones locales en tal o cual sector de la producción; he aquí algunas de las eventualidades que los gobiernos y los pueblos deberán afrontar. Estos malestares pueden ser pasajeros; pero podrían ser también duraderos; no está dicho que serán necesariamente compensados a breve plazo por otras ventajas económicas, como, ya en la actualidad, ocurre en el interior mismo de un país, donde las regiones más pobres no gozan de un nivel de vida igual a las demás, sino mediante el aporte de regiones más afortunadas. Será por lo tanto necesario hacer aceptar por la opinión pública de cada nación renuncias, tal vez permanentes; explicar la razón que las exige; inspirarle el deseo de mantenerse, a pesar de eso, unida a las demás y de continuar ayudándolas.

Ya se entrevé la reacción natural de los egoísmos, el encierro en sí mismo casi instintivo, arma peligrosa en manos de los opositores y de todos los que tienen algún interés en las disputas de los demás. Es, por consiguiente, necesario tenerlo muy presente desde el comienzo: la perspectiva de ganancias materiales no garantiza la voluntad de sacrificios indispensables para el éxito. Tarde o temprano se mostrará ilusoria y engañosa. Se recurrirá entonces a los intereses de la defensa común: sin duda, el miedo suscita fácilmente una reacción violenta; pero, habitualmente, de poca duración y desprovista de fuerza constructiva, incapaz de analizar y coordinar energías diversas al servicio de un mismo fin.

Si se buscan garantías sólidas para la colaboración entre los pueblos, como es verdad por otra parte para toda colaboración humana, en el dominio privado como en el público, en pequeños círculos como en el plan internacional, solos los valores espirituales serán eficaces y permitirán triunfar contra las vicisitudes que circunstancias fortuitas o, más a menudo, la malignidad de los hombres hace nacer tarde o temprano. Entre naciones como entre hombres, nada es duradero sin una verdadera amistad.

El sentimiento de una cualidad tan alta, no es menester hacerlo notar, no se crea en pocos años y menos con medios artificiales. Pero, gracias a Dios, este sentimiento ya existe; algo debilitado en muchas partes; demasiado inconsciente aún; demasiado desconocedor de sus propios recursos y de su incomparable fuerza. Nos bastará citar, como prueba de ello, el espléndido testimonio de generosidad que, recientemente, ha suscitado la afluencia de socorros a las víctimas de las inundaciones. Se debe saludar con alegría este signo de un auténtico desinterés, de una verdadera comprensión mutua, de una voluntad eficaz de colaboración para la defensa, no de provechos mercantiles, sino de auténticos valores humanos. A ustedes les toca, como especialistas de las cuestiones europeas, estudiar los recursos psicológicos de estas actitudes. No debemos olvidar que, si el Imperio Romano echó los primeros cimientos jurídicos y culturales de Europa, difundiendo la civilización greco-latina, el cristianismo ha plasmado el alma profunda de los pueblos; ha liberado en ellos, a pesar de las diferencias más contradictorias, los rasgos distintivos de la persona libre, sujeto absoluto de derecho y responsable delante de Dios no sólo de su destino individual, sino también del destino de la sociedad en la que está comprometida.

En esta convicción se arraiga el respeto del prójimo, el sentido de su dignidad inalienable y de la ayuda recíproca que nos debemos los unos a los otros para salvaguardar estos bienes, que todas las riquezas del mundo no alcanzarían a pagar. Estos sentimientos, aún demasiado confusos, deben ser avivados, iluminados bajo todas sus incidencias, difundidos entre las masas, permitir que sean traducidos en gestos análogos a los que, un poco antes, admirábamos.

La voluntad de vivir unidos, que consolidará la Europa de mañana, se cuidará de dejarse descorazonar por los peligros externos que la amenazan; pero, en lugar de dejarse llevar hacia el fin, un poco a pesar suyo, ¿no parece preferible que cada uno sea movido a ello por un elemento positivo?

Elementos del género se encuentran ya en el campo económico y político. La Europa unida se propone garantizar la existencia de cada uno de sus miembros y la existencia del todo que ella constituye y favorecer la prosperidad económica, de tal modo que su poder político esté en condiciones de hacerse respetar, como conviene, en el concierto de las fuerzas mundiales. He aquí, por cierto, un fin positivo apreciable de los actuales esfuerzos hacia una Europa unida.

Lo que hemos señalado en otras circunstancias, creemos útil repetíroslo, ya que es una convicción que la experiencia confirma en Nos, no sólo cada año más, sino por decirlo así diariamente: más allá de este fin económico y político, la Europa unida debe tener como misión la afirmación y la defensa de valores espirituales que, antaño, constituían la base y el sostén de su propia existencia; valores que debía transmitir por vocación a los otros continentes y a los otros pueblos y que debe buscar nuevamente con gran esfuerzo hoy, para su propia salvación; Nos referimos a la fe cristiana auténtica como base de la civilización y de la cultura que le pertenece, pero también de la cultura de las demás civilizaciones. Lo decimos muy claramente, porque tememos que, sin eso, Europa no tenga la fuerza interna suficiente para conservar, frente a adversarios más poderosos, no sólo la integridad de sus ideales, sino su propia independencia terrestre y material.

No sin motivo el «Collège d'Europe» ha elegido para su sede una ciudad rica de pasado y, lo subrayamos con alegría, de pasado cristiano. Que la paz de sus pacíficas aguas sea el símbolo de aquélla que tratáis de lograr, devolviendo a los hombres de hoy la conciencia de sus afinidades, ayudándoles a aceptar las necesarias renuncias, gracias a la atracción que puede ejercer sobre ellos una vocación que les promete todavía inestimables conquistas.

Que el Señor se digne proteger vuestras personas, vuestras familias y vuestros esfuerzos, en el camino del bien.


*ORe (Buenos Aires) año 2, n°23 p.4-5.

 



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