RADIOMENSAJE DE SU SANTIDAD PÍO XII
AL V CONGRESO INTERAMERICANO DE EDUCACIÓN CATÓLICA*
Martes 12 de enero de 1954
El especialísimo amor que Nuestro corazón de Padre común reserva a todas las cuestiones que más directamente se refieren a la juventud —porvenir de la Iglesia y de la sociedad—, y el interés singular que es justo conceder a todas las actividades de ese Mundo Nuevo —en cuyas reservas espirituales humanas y materiales tantas esperanzas coloca la Humanidad— Nos han movido, —amadísimos hijos, miembros del V Congreso Interamericano de Educación Católica— no sólo a seguir con la más viva atención vuestros trabajos, sino también a acceder a vuestros piadosos deseos de que fuese una palabra Nuestra la que clausurase vuestra Asamblea.
Un saludo, pues, paternal y afectuoso; y junto al saludo, inmediatamente una felicitación. La pequeña e insignificante semilla, la pequeña semilla del Evangelio (cf. Mt 13, 32) lanzada casi al acaso en Bogotá hace menos de diez años, demostró en seguida en Buenos Aires haber arraigado y en tierra buena, estudiando los problemas legislativos y organizativos de la escuela en el mundo vuestro; era planta joven, pero lozana y robusta, en La Paz, examinando las cuestiones referentes a «La educación y el ambiente»; apuntó ya frutos excelentes, hace dos años, en Río Janeiro, ocupándose de «La formación integral del adolescente» ; y es hoy árbol grande y frondoso, con casi tres mil ramas que mutuamente se prestan calor y vida, que proclaman muy alto los méritos y el valor de la enseñanza católica y que se funden en tronco poderoso, capaz de afirmarse sólidamente en la tierra y de hacerse respetar por su sola presencia..¡Gracias sean dadas por todo al Magister bonus (cf. Mc 10, 17) al Maestro bueno, ideal último y acabado de todos vuestros deseos, en la formación de los que mañana han de ser maestros de vuestras escuelas, profesores de vuestros colegios o catedráticos de vuestras Universidades!
Tema de importancia primordial ; porque, para repetir las palabras de Nuestro inolvidable Predecesor, «las buenas escuelas son fruto, no tanto de las buenas ordenaciones, cuanto principalmente de los buenos maestros que, egregiamente instruidos, cada uno en la disciplina que debe enseñar y adornados de las cualidades intelectuales y morales que su importantísimo oficio reclama, ardan en puro y divino amor de los jóvenes, a ellos confiados, precisamente porque aman a Jesucristo y a su Iglesia»[1].
Buenos maestros, pues, con perfecta formación humana —intelectual y moral—; porque el magisterio es una función altísima que pide tanta discreción al entendimiento, como bondad al corazón; tanta capacidad de intuición, como delicadeza de espíritu; tanta adaptabilidad y acomodación, como fondo humano capaz de soportarlo todo por amor del prójimo;
buenos maestros, con una competencia profesional por lo menos superior al nivel medio y, mejor aún, eminente en todos los grados de la enseñanza y en cada una de las especialidades, si no se quiere ser indigno de una misión, que no es solamente para servicio del pueblo y del Estado, sino también de Dios, de la Iglesia y de las almas;
buenos maestros, con una clara conciencia profesional católica, con un alma ardiente de celo apostólico, con una idea exacta de la doctrina, que debe penetrar toda su enseñanza, con una profunda convicción de servir a los más altos intereses espirituales y culturales y en un campo de privilegio y de responsabilidad especial;
buenos maestros, en fin, cuidadosos de educar antes que de enseñar; capaces, sobre todo, de formar y de plasmar almas principalmente al contacto con la suya propia, porque como dijo ya un gran pedagogo, no completamente extraño a vuestro mundo de lengua española, aunque iluminado solamente por la luz del paganismo «eum elige adiutorem, quem magis admireris, cum videris quam cum audieris », elige aquel maestro que más has de admirar cuando lo veas que cuando lo oigas [2]
En no pocas zonas del Mundo Nuevo, los movimientos sociales y políticos, que siguieron a su independencia, vieron penetrar en el campo de la enseñanza ideas y principios que, partiendo de un liberalismo y de un laicismo que audazmente pretendían dominarlo todo, desembocaban en un monopolio escolar, con daño evidente de la. integral formación cristiana y con evidente perjuicio de la minoría y, muchas veces, de la inmensa mayoría católica.
Y eso en un mundo como el vuestro iberoamericano, en el que la Iglesia, plenamente consciente de la misión cultural que acompaña a su mensaje religioso, desplegó con Fray Juan de Zumárraga, Fray Alonso de la Vera Cruz y el gran obispo Vasco de Quiroga en México; con Fray Jerónimo de Loaísa, José de Acosta y el excelso metropolitano limeño Sto. Toribio de Mogrovejo en el Perú; y con los jesuitas Torres Bollo, Manuel de Nóbrega y S. Pedro Claver en el antiguo Paraguay, en el Brasil y en la Nueva Granada, un esfuerzo educativo y escolar que, dada la escasez de medios de aquella centuria y las dificultades que a él se oponían, Nos complacemos en llamar grandioso y profundamente duradero. Basta recordar el intento, en gran parte logrado, de aquellos grandes misioneros, secundados por el espíritu universal y católico de la legislación de sus monarcas, de fundir en un solo pueblo, mediante la catequesis, la escuela y los colegios de Letras Humanas, el elemento indígena con las clases cultas venidas de Europa o nacidas ya en tierra americana. Ni ese esfuerzo se limitó a la enseñanza elemental y humanística. Porque es gloria imperecedera de Hispanoamérica, que en el siglo XVIII florecieran en 19 de sus ciudades otros tantos o más centros universitarios, inspirados y dirigidos por la Iglesia, que fueron objeto de la admiración y los elogios de un Alejandro de Humboldt.
Y Nos no podemos dudar de que en el futuro, insistiendo cada vez más en las líneas tan sabiamente trazadas en vuestras anteriores reuniones y en las directivas, que con generosidad maternal constantemente os ha procurado la Iglesia; preocupándoos siempre más de la educación que de la instrucción, perfeccionando vuestros métodos, concediendo un margen cada vez más amplio a la enseñanza de la religión, afinando en la selección de los libros de texto, estimulando la colaboración de las familias de vuestros alumnos, no reparando en sacrificios para la formación de vuestros profesores, siguiendo a vuestros alumnos a la salida de vuestras aulas con oportunas obras de asistencia postescolar y dedicando toda la atención que se merece a las obras sociales de enseñanza —tan necesarias en nuestros días—, vuestras actividades pedagógicas merecerán por lo menos el respeto de todos, especialmente de los buenos, encontrando incluso el apoyo y la protección de aquellas públicas autoridades, que verán en ellas una eficaz y generosa colaboración para el bien común de la sociedad y el dique más seguro contra aquellas perniciosas doctrinas que, como negra inundación, amenazan por todas partes. Y para conseguirlo —os repetiremos— «sed padres de las almas más que propagadores de conocimientos estériles», formad a vuestros alumnos sobre todo «con el ejemplo de la vida» [3].
Esta. vez, vuestra reunión ha encontrado acogida señorial en esa espléndida ciudad de San Cristóbal de La Habana, donde habéis podido admirar una Universidad fundada por la Iglesia nada menos que en 1728 y tan pujantes instituciones docentes católicas, como la moderna Universidad de Sto. Tomás de Villanueva y ese grandioso Colegio de Belén, que es honor de la Iglesia y orgullo de Cuba católica. Levantad los ojos, hijos amadísimos, y contemplad esa bellísima ciudad, recostada en la boca de su bahía, mirándose en las aguas azules de ese tibio mar que baña sus pies, recreándose en las verdes colinas que limitan su horizonte, oreada con las brisas suaves que le manda el canal de la Florida. Todo se diría que invita al optimismo y a la paz, aunque allá lejos a lo mejor ruja la tormenta o se esté formando junto a cualquier isla remota el tifón desolador. Paz y optimismo han sido sin duda ninguna el espíritu de vuestra Asamblea, ungida con la caridad de Cristo, a la sombra protectora de su doctrina y de su Cruz, bajo el manto maternal de la Iglesia, que os mira como su porción predilecta; pero no os olvidéis de que más allá brama el oleaje de las pasiones desencadenadas y corren por el cielo en galopadas tenebrosas nubes negras ansiosas de descargar en vuestros campos el granizo mortal y de arrasar vuestros sembrados con todo el ímpetu iracundo del huracán. Pero está escrito: ¡no prevalecerán! Y pasarán, como pasan esos turbiones de vuestro cielo, que dejan el aire luego más limpio, el sol más luminoso y la tierra más fecunda, aunque dejen también un triste séquito de desolación.
Con esta seguridad, hijos amadísimos, volved a vuestros respectivos lares, portadores de Nuestra Bendición. Bendición, que queremos hacer extensiva no solamente a vuestra Confederación, con todos los organismos y personas asociadas; no solamente a todas vuestras patrias respectivas; sino también a todas vuestras naciones, y de modo muy especial a todos y a cada uno de vosotros, con todo aquello que en estos momentos tenéis en la mente y en el corazón.
* AAS 46 (1954) 59-62.
[1] Pío XI, Encicl.Divini Illius: AAS vol. XXII, 1930, págs.. 80-81.
[2] Senecae ad Lucilium lib. V. Epist. XI (52) n. 8.
[3] Disc. e Rad. vol. XI, págs.. 198-199.
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