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DISCURSO DE SU SANTIDAD PÍO XII
A LOS PARTICIPANTES EN LA 127ª SESIÓN DEL CONSEJO DE ADMINISTRACIÓN DE LA ORGANIZACIÓN INTERNACIONAL DEL TRABAJO*

Viernes 19 de noviembre de 1954

 

Si a lo largo de este año hemos tenido a menudo ocasión de conversar con los representantes de las más diversas asociaciones profesionales y de decir a cada uno de ellos nuestro interés y nuestra solicitud, nos es particularmente grato, señores, recibir ahora a los delegados de esta Organización Internacional del Trabajo que representa en verdad a la inmensa multitud de los trabajadores, con sus preocupaciones, sus dificultades y, sobre todo, su deseo de un mundo mejor y más justo.

Desde hace más de treinta años, paciente e incansablemente, habéis edificado una obra de la que con buen derecho podéis consideraros orgullosos, no solamente porque habéis contribuido al progreso de la legislación social de los diversos Estados sino, sobre todo, porque habéis reunido en una colaboración valiente y fecunda a los gobiernos, a los empleados y a los obreros. Les habéis llevado a dominar toda pasión, todo sentimiento de dura reivindicación, toda obstinada oposición en relación con una evolución inevitable, para escucharos recíprocamente, para sopesar serenamente los datos de un problema sumamente complejo, para proponer de común acuerdo las necesarias mejoras. De esta forma habéis abierto una especie de forum internacional, un lugar de intercambios en donde todas las informaciones indispensables y las sugerencias útiles son recogidas, comprobadas y divulgadas. Tras una larga elaboración, un severo trabajo de crítica y de discusión, la conferencia general elabora las convenciones que, aun sin tener fuerza de ley, en los diversos Estados miembros, tienen, sin embargo, que ser discutidas por ellos y, después de la ratificación, pueden llegar a ser verdaderos tratados internacionales.

Baste comparar el estado actual de la legislación del trabajo con el que existía en el momento de la primera guerra mundial, para apreciar la amplitud de la labor realizada. Ya en el pasado siglo se presentía la necesidad de un organismo de coordinación, capaz de unificar los esfuerzos de los trabajadores en la lucha contra las situaciones inhumanas en las que se debatían. Se comprendía perfectamente, en efecto, que las medidas de defensa y de protección social impondrían cargas económicas y pondrían por ello en estado de inferioridad al país que se decidiera a aplicarlas.

Nuestro predecesor León XIII supo percibir exactamente la gran importancia de la colaboración internacional en la cuestión social. Ya en 1890, un año antes de la publicación de la Encíclica Rerum Novarum, escribía a propósito de la Conferencia Internacional que iba a reunirse en Berlín para buscar los medios apropiados para mejorar las condiciones de las clases trabajadoras, que respondía «a uno de sus votos más amados» y añadía (Nos traducimos este texto del italiano): «La conformidad de los puntos de vista y de las legislaciones, por lo que al menos lo permiten las diversas condiciones locales de los países, será de tal naturaleza que hará progresar grandemente la cuestión hacia una justa solución» (Carta al Emperador Guillermo II, 14 de marzo de 1890 – Leonis XIII P. M. Acta, vol. X, Roma 1891, págs. 95-96). Poco después, en 1893, aprobó el proyecto que se proponía reunir un congreso de delegados obreros sin distinción de nacionalidades y de opiniones políticas.

En 1900 fue creada la Asociación Internacional para la protección legal de los trabajadores, pero la guerra vino muy pronto a interrumpir sus tareas. De todas formas, no se trataba más que de una iniciativa privada. Más serias esperanzas podían ponerse en una institución oficialmente reconocida por los diversos Estados. El voto unánime se realizó por fin en 1919, y la Organización Internacional del Trabajo no ha dejado a partir de entonces de responder cada vez en forma más adecuada a las esperanzas de los trabajadores y de todos los hombres sinceramente consagrados a la justicia.

Ya sea mediante su estructura central: Conferencia general, Consejo de Administración, Oficina Internacional del Trabajo, o bien con el concurso de sus órganos más especializados: Conferencias Regionales y Comisiones de la Industria, la «Organización Internacional del Trabajo» ha apoyado eficazmente a los sindicatos obreros en su acción en pro de la mejora del estado de los trabajadores. Mientras que la Carta Internacional del Trabajo, que centrándose sobre todo a la supresión de los abusos, fijaba vuestros objetivos principales en la época de la fundación, la Declaración de Filadelfia, formulada en 1944, se preocupaba de adaptarlos a las nuevas circunstancias. La lucha emprendida durante las dos guerras había hecho que se sintiera más claramente la necesidad de una solución positiva y afianzaba sus primeros elementos. La limitación de la duración del trabajo, la reglamentación del trabajo de las mujeres y de los adolescentes, las medidas de protección contra la enfermedad, el paro y los accidentes, exigían un complejo orgánico de realizaciones que se piensa poder incorporar en las fórmulas de asistencia social y de pleno empleo de los trabajadores. Entre todos los sectores en los que se desarrolla hoy vuestra actividad, digno de especial relieve es el de las relaciones entre patronos y obreros, que constituye uno de los aspectos más delicados de la evolución de la sociedad moderna. Ya la Organización Internacional del Trabajo se ha ocupado de los contratos colectivos, de la conciliación y del arbitraje, de la colaboración entre patronos y obreros en el ámbito de la empresa. En la hora actual, el factor humano que fue muy descuidado – aunque, sin embargo, jamás por la doctrina social católica – llama la atención sobre todo de los sociólogos. Y nos consta que vosotros deseáis colocarlo en el primer plano de vuestras preocupaciones.

La eficacia de vuestra institución y su autoridad derivan en líneas generales del respeto que profesa al alto ideal que anima a los promotores de una civilización completamente abierta a las aspiraciones de los trabajadores. La Organización Internacional del Trabajo no ha querido representar solamente a una clase social, ni convertirse en el medio de expresión de una exclusiva tendencia. Acoge todo lo que es constructivo, todo lo que responde a las necesidades reales de una sociedad armoniosamente compuesta, y por ello nuestro predecesor Pío XI no vaciló en subrayar la notable coincidencia de los principios expuestos en la Carta del Trabajo con los contenidos en la Encíclica Rerum Novarum. Los movimientos cristianos, por su parte, han dado su plena adhesión a la Organización Internacional del Trabajo y se honran en tomar parte en sus deliberaciones. Esperan de esta forma alcanzar antes y más seguramente su objetivo social. Lo cual supone ante todo el establecimiento de condiciones de vida que tutelan los derechos imprescriptibles de la persona humana, contenidos en la ley natural o formulados en la ley positiva; pero la ley, como tal, no es más que una norma indiferente, una barrera que frena las desviaciones: lo esencial es en todo caso el espíritu que anima a sus defensores, el arrojo que supera las perspectivas actuales, indudablemente mejores que las del pasado, pero aún oscuras en muchos puntos, envueltas en la incertidumbre que hace pesar sobre ellas la debilidad humana. Para entregarse con ardor a la edificación de una sociedad temporal en la que pueda florecer sin temor alguno la iniciativa privada, en la que dentro del absoluto respeto de la personalidad humana se desarrollen las aptitudes y los recursos de cada individuo, en la que uno pueda con toda su alma adherir a los principios superiores morales y religiosos, es necesario creer en los valores espirituales y contar firmemente con su triunfo sobre todas las fuerzas de disgregación y de discordia.

Se hallan en juego no solamente los intereses de la clase trabajadora y su acceso al pleno ejercicio de sus propias responsabilidades, sino todo el porvenir de la sociedad humana. El movimiento obrero no puede contentarse con victorias materiales, con un sistema más perfecto de garantías y seguros, con una parte más vasta de influencia sobre el régimen económico: no puede concebir su futuro en función de una oposición a las demás clases sociales o al exagerado dominio del Estado sobre los individuos. El fin a que tiende debe ser considerado en el plano mismo en que lo ha puesto vuestra organización, es decir, el mundial – como lo ha entrevisto la Encíclica Quadragesimo Anno –, en un orden social en el que el bienestar material sea el resultado de una sincera colaboración de todos al bien general y sirva de sostén de valores más sublimes, los de la civilización y, sobre todo, de la indefectible unión de los espíritus y de los corazones.

Nos hacemos votos para que llevéis a buen puerto las tareas de la 127 Sesión de vuestro Consejo de Administración. Continuad estudiando sin descanso los problemas que se presentan en el mundo del trabajo para añadir, al material con que ya contáis nuevas piezas que completen y consoliden el conjunto. Que el Señor de todas las cosas, que se hizo divino obrero para anunciar a la tierra su mensaje de paz y de fraternidad, pueda continuar velando sobre vuestras actividades, concediéndoos la animosa constancia que supera los obstáculos. En prenda de su benevolencia y de nuestra alta consideración impartimos a vosotros y a todos los colaboradores de la Organización Internacional del Trabajo nuestra Bendición Apostólica.


*ORe (Buenos Aires), año 4, n°162, p.1, 2, 3

 



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