RADIOMENSAJE DE SU SANTIDAD PÍO XII
A LOS FIELES DE ECUADOR CON MOTIVO DE LA CORONACIÓN
DE LA DOLOROSA DEL COLEGIO, EN QUITO*
Domingo 22 de abril de 1956
Amadísimos hijos, —católicos ecuatorianos y, más en especial, católicos quiteños— que con suma devoción y entusiasmo colocáis hoy una corona sobre las sienes de vuestra «Dolorosa del Colegio», al cumplirse los cincuenta años de las manifestaciones con que Ella os mostró su predilección :
¿Qué idea ha sido esta, hijos amadísimos, de celebrar con fiestas y con júbilo a Quien ante vosotros se muestra con los ojos llenos de lágrimas? ¿Quién os ha enseñado a coronar con una corona de oro a la que tiene en las manos una corona de espinas?
Lloró la Virgen y sus llantos y dolores fueron primero profetizados en las palabras del Santo anciano (Lc 2, 35), y luego vigorosamente descritos con sublime concisión en aquella Señora, que estaba de pié junto al patíbulo de su Divino Hijo (Jn 19, 25); y estas lágrimas nos obtuvieron salvación y gracia.
Según referencias de los testigos, mostró la Virgen, —aun en medio de su eterna felicidad y como señal de su materna solicitud por la salvación de sus hijos— angustia y tristeza, hasta el punto de parecer que estaba para romper a llorar, al ver vuestra catolicísima nación asolada por la persecución, manchada de sangre, arrastrada a tales extremos por el odio sectario que podría decirse en peligro aquella vieja y santa herencia de fe, especialmente si se conseguía llevar a cabo el propósito de descristianizar la educación de vuestros hijos. Y ¿quién podrá dudar de que fueron aquellas angustias y aquellas tristezas las que impetraron del cielo las fuerzas necesarias para poner un dique a las potencias del mal y preparar esta primavera de las almas, cuyos frutos ahora vosotros tenéis el gozo de contemplar?
Son lágrimas, pero lágrimas preciosas, que bien merecen, hijos amadísimos, vuestra gratitud más sincera; son dolores, pero dolores cuyos frutos vosotros estáis gozando y en los que justamente habéis de ver una singular manifestación de amor maternal. Bien están, pues, las fiestas y el júbilo, bien la corona de oro, aunque todo os recuerde una vez más aquel contraste sublime, que hace de las alegrías de la maternidad una fuente de lágrimas, y que convierte a toda madre, consciente de su misión, en una heroína del deber.
Pero todos vuestros agasajos y solemnidades podrían quedar en simple ruido, que el viento se lleva, si vuestra piadosa consideración no se detuviese un momento a pensar: lloró la Virgen, pero ¿no llorará acaso también hoy, y quién sabe si por culpa nuestra?
Porque, efectivamente, amadísimos hijos, ¿con qué ojos podría Ella ver, por ejemplo, una vida de fe reducida acaso a una serie de manifestaciones exteriores y privada de aquel espíritu interior, que todo lo valoriza y sin el cual lo exterior no significa ni vale nada? ¿Qué efecto le habrá de producir un corazón orgulloso y altanero, que al pobre y al humilde les mira de arriba abajo y parece que no sabe sino ser superior a quienquiera que se atreva a comparecer en su presencia? ¿Encontrará Ella el amor que se debe a su Divino Hijo, la obediencia a la Iglesia, la observancia de los mandamientos y de los preceptos? Lloró la Virgen, hijos amadísimos, y no obraríamos con la sinceridad con que queremos obrar, si no os dijésemos que mucho tememos que llore todavía; sin poder dudar, claro está, del consuelo y de la alegría que le procuráis con vuestra piedad filial, especialmente en estos momentos.
Y ha sido Quito, la legendaria e histórica Quito, que recostada en la ladera del orgulloso Pichincha y coronada de cumbres volcánicas, se diría que duerme un sueño de gloria en la paz templada de su alta meseta; ha sido Quito, la de la encantadora «Azucena», que Nos mismo tuvimos la singular satisfacción de elevar al máximo honor de los altares, la que hoy ha preparado a su Madre Dolorosa este triunfo, pagando una vieja deuda de gratitud en la que más que el oro y que las piedras preciosas lo que cuenta, como en todo don filial, es el corazón con que se ofrece. Ciudad feliz, porque, como dice el Espíritu Santo, honrar a la propia Madre es lo mismo que juntar un gran tesoro (cf. Ec 3,5); dichosa ciudad y dichoso país, si sabéis ser fieles a lo que en tan solemne ocasión habéis prometido, porque, como podríamos decir parafraseando las expresiones de un gran Doctor de la Iglesia[1], bien está que el primer pensamiento haya sido honrar a vuestra Madre, y luego haya venido el propósito de huir del pecado y vivir una vida mejor; pero si un día tales propósitos se olvidaran, ni se da gracias como se debe, ni valen nada las honras y alabanzas.
Recíbelas Tú benignamente, oh Dolorosa del Colegio, o, como más universalmente eres conocida, Dolorosa de Quito; recíbelas Tú, y que sean precisamente Tus dolores, que sean Tus lágrimas las que descendiendo sobre esa tierra fértil, hagan prosperar y madurar frutos de perfección cristiana y de santidad. Es un pueblo que te ama y que no quiere verte llorar más; es un pueblo dispuesto a llorar él sus pecados con tal de que Tú sonrías; es un pueblo de hijos tuyos, de devotísimos hijos tuyos que hoy te ofrece esa corona, como prenda tangible de reconciliación, como memoria perenne del amor que Te profesa, como señal de reconocimiento de Tu soberanía maternal. Es un pueblo predilecto que, aunque te haya costado lágrimas, puede asegurarte que no son lágrimas perdidas, sino que precisamente por ellas confía plenamente en Tu bondad y en Tu intercesión ante Tu preciosísimo Hijo, que con el Padre y el Espíritu Santo vive y reina por los siglos. Amen.
Para terminar, una Bendición especial a Nuestro amadísimo Hijo y Prelado vuestro, a cuyas manos hemos confiado la imposición de la corona, que bien hubiéramos querido imponer Nos mismo con las Nuestras ; una Bendición a esa ciudad y a toda la nación ecuatoriana; una Bendición a toda la América de lengua española y, más en particular, a todos aquellos que en estos momentos, de un modo o de otro, oigan Nuestra voz.
* AAS 48 (1956) 292-294.
[1] San Agustín, Enarr. in Psalm., 75, n. 14; Migne, PL, t. 36, col. 965.
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