RADIOMENSAJE DE SU SANTIDAD PÍO XII
A LOS FIELES DE ESPAÑA CON MOTIVO DE LA CLAUSURA
DEL IV CENTENARIO DE LA MUERTE DE SAN IGNACIO DE LOYOLA*
Martes 31 de julio de 1956
Como el concertarte final que, para remate de una gran composición, recoge y repite armonizándolos todos los motivos y temas fundamentales; como el último acorde de una sinfonía que resume todos los sentimientos y afectos contenidos en ella, exaltándolos todavía más; como la postrer estrofa de un himno que expresa en la forma más vibrante la idea mejor; así vosotros —hijos amadísimos, reunidos en ese valle de Loyola para cerrar las fiestas cuatro veces centenarias de la muerte del gran patriarca San Ignacio— clausuráis ahora tan solemnes conmemoraciones con un acto en el que hemos accedido a estar presentes, no solamente con el espíritu, sino también con la palabra, como lo estuvimos en la apertura del centenario y lo hemos estado todo a lo largo de él, cuantas veces la ocasión se ha presentado.
Sea, pues, Nuestra expresión primera un acto de reconocimiento y de gratitud hacia el Dador de todo bien. Cuando, hoy hace un año, Nos dirigíamos por escrito a Nuestro amadísimo hijo el Prepósito General de la Compañía de Jesús, podíamos ciertamente presumir que el centenario que abríamos sería digno del objeto que pretendía, y añadíamos Nuestro deseo de que todo él revistiese una tonalidad preferentemente espiritual, para bien de las almas. Hoy podemos constatar que efectivamente ha sido así, y que si en todos los rincones del mundo ha sido recordado con la prensa, la radio y la palabra viva; con congresos y manifestaciones públicas y privadas; con actos de sencilla piedad y con solemnes homenajes; sin embargo, en todo ello la nota dominante ha sido un verdadero espíritu de renovación interior. Y sois vosotros precisamente, amadísimos hijos de la católica España, los que podéis sernos testigos, puesto que en vuestro país, si no Nos equivocamos, el centenario ha tenido dos puntos culminantes, a saber: los Ejercicios Espirituales a toda la nación por medio de la radio, con tanto provecho seguidos, y el paso de la reliquia del Santo por todas las diócesis españolas, que alguien ha comparado a una gran misión nacional.
1. Y es que era justo que la gran patria española mostrase su estima y su afecto a uno de sus más preclaros hijos, en quien ve encarnado lo más escogido de su espíritu y en uno de sus tiempos mejores.
Aquel adolescente apuesto y generoso; aquel joven fuerte, prudente y valeroso, que hasta en sus desviaciones habría de conservar siempre sus aspiraciones hacia lo alto; aquel hombre maduro, animoso y sufrido, de gran corazón y de espíritu naturalmente inclinado a cosas grandes, y, sobre todo, aquel Santo, en cuyo pecho se diría que entraba el mundo entero, encarnaba sin saberlo lo mejor de los valores y de las virtudes de su estirpe y era, como muy bien se ha dicho, «la personificación más viva del espíritu español en su edad de oro», por su nobleza innata, por su magnanimidad, por su tendencia a lo fundamental y a lo esencial, hasta superar las barreras del tiempo y del espacio, sin perder nada de aquella riquísima humanidad, que le hacía vivir y sentir todos los problemas y todas las dificultades de su patria y de su siglo, en el gran cuadro general de la historia de la Iglesia y del mundo.
Lo que maravilla en los arrobos más sublimes de los místicos españoles de su mismo tiempo; lo que se puede admirar en los grandes teólogos que entonces brillaron; lo que encanta en las páginas inmortales de los escritores, que todavía hoy son modelo de una lengua y de un estilo; lo que tantos gobernantes, políticos y diplomáticos supieron poner al servicio de aquel imperio donde el sol no se ocultaba; de todo ello hay un reflejo en el alma de Ignacio, al servicio de un ideal muy superior, sin que por elle pierda lo que tiene de propio y de característico.
Era, pues, conveniente, que la España de hoy, hija legítima de la España de ayer, aclamara en este momento a uno de los hijos que más la han honrado.
2. Pero os miramos con los ojos del espíritu, hijos amadísimos, y vemos que con vosotros, católicos españoles, están unidos hoy en persona, y mucho más en espíritu, otros muchos hijos Nuestros de otra naciones, como para proclamar que si Ignacio es honor de su patria, es también y en un sentido mucho más real, honor de la humanidad y de la Iglesia.
Los Santos son siempre honor de su Madre, la Santa Madre Iglesia; pero en algunos, y precisamente en un tiempo en que esta Madre tenía acaso más necesidad de buenos hijos, se diría que esta nota se ha acentuado de modo peculiar, hasta darles una fisonomía propia. Entre ellos, ninguno delante de Ignacio, que supo edificar su santidad, primero, sobre el amor más puro hacia un Dios, del que «todos los dones y bienes descienden » (Ejerc. Esp., 237); luego, sobre este mismo amor hecho servicio incondicional hacia aquel «sumo capitán general de los buenos, (que) es Christo Nuestro Señor» (Ibíd., 138) y, finalmente, en este mismo servicio hecho obediencia y sumisión perfecta «a la vera sposa de Christo Nuestro Señor, que es la nuestra sancta madre Iglesia hierárchica»(Ibíd., 353). Se ha fanteseado mucho sobre la dama de los pensamientos del Ignacio caballero, y acaso nunca se llegará a una conclusión definitiva sobre esta cuestión en realidad secundaria. Pero si se quiere decir quién fue la dama a la que él incondicionalmente sirvió desde el momento de su conversión, quién fue aquella para la que soñó las más grandes empresas, quién la que ocupó el primer puesto en su corazón generoso, no hay duda ninguna en afirmar que ella fue la Santa Madre Iglesia, en cuanto Cristo viviente, en cuanto Esposa de Cristo, a la que no se contentó con servir personalmente toda su vida, sino que quiso dejarle su obra fundamental, su Compañía, para perpetuar en ella un espíritu de amor y de servicio, un espíritu de sacrificio en el servicio mismo, que hacen de esta milicia su razón de ser y su característica fundamental.
3. Pero hubo todavía otro atisbo genial en la santidad de Ignacio, que Nos, indigno Vicario del Cristo en la tierra, de ninguna manera podríamos callar. Porque la santidad de Ignacio pasaba de la gratitud al amor, del amor al servicio de Cristo, del servicio y amor a Cristo al amor y servicio a su Esposa la Iglesia:, y del servicio y amor a la Iglesia a la incondicional adhesión filial a Aquel que de la Iglesia es cabeza y fundamento, al Cristo vivo en la tierra, al Romano Pontífice, a cuya disposición ya pensaba ponerse el pequeño grupo de estudiantes de Montmartre, a quien ansiaban consagrar ya su vida los primeros Padres que Ignacio trajo a Roma, y a cuyo servicio debe saber que está consagrado quienquiera «que desee militar por Dios, bajo la bandera de la Cruz y servir solamente al Señor y a la Iglesia su esposa, bajo el Romano Pontífice, Vicario de Cristo en la tierra» (Carta apostólica Exposcit debitum, 21 de julio de 1550).
Por encima de todos los defectos y todas las sombras que en un tiempo determinado pudieran obscurecer cualquier institución, Ignacio, con los ojos en lo alto, se sintió y se proclamó soldado al servicio del Vicario de Cristo, se ligó a él del modo más estrecho y le consagró su vida toda, todas sus iniciativas, haciendo de esta estrecha unión y sumisión casi el alma misma de la vida de sus hijos que, al servicio del Pontificado Romano y de la Iglesia, han combatido y combaten bajo todos los cielos, sin parar mientes jamás en premios ni en sacrificios. Y bien lo sabéis vosotros, amadísimos hijos de España, cuando en días todavía no demasiado lejanos, pudisteis admirar el ejemplo de cientos y miles de hombres, expulsados de sus habitaciones y de sus casas, despojados de todo y, en buena parte, empujados al destierro; cuando habéis podido admirar no ya el silencio y la paz, sino la alegría con que lo sufrían todo, precisamente porque la razón principal de tamaña injusticia era su adhesión y su dependencia del Vicario de Cristo.
Figura humana de primera calidad, enriquecida con los carismas de la santidad; buen servidor de la Iglesia, a la que consagró su vida y su obra; soldado fiel del Pontificado, al que ha dejado como herencia preciosa una fidelísima milicia que vive de su espíritu. Luchador incansable y contemplativo altísimo; tenaz en sus propósitos y suave en el modo de tender hacia ellos; religioso en todos sus pensamientos, pero sin destacarse de las realidades que impone la vida; de criterios amplísimos, pero capaz de reducir a reglamento clarísimo el problema más complicado; rígido en los principios y comprensivo con los hombres, a los que se imponía más por sus cualidades morales que por sus dones intelectuales; razonador férreo, que sabía albergar en su corazón todas las delicadezas y todas las ternuras; prudente hasta el último detalle en todas sus cosas, pero al mismo tiempo de confianza sobrenatural en el conseguir lo que se proponía ; enamorado de Cristo hasta la locura, modesto, humilde, sacrificado, pobre en su persona y en sus cosas, sólido en sus máximas y en su dirección, unido indisolublemente con su Dios, que sabía ver en todas las cosas. Este fue Ignacio de Loyola, capitán de las milicias de Cristo, soldado del Pontificado y de la Iglesia.
Miradlo, hijos amadísimos ; Nos parece verle salir por el arco medio en penumbra de su vieja casa-solar, bajo el escudo rudo que le recuerda las glorias de sus abuelos. Va todavía vestido de caballero, pero con sencillez; lleva vendada una pierna y camina difícilmente hasta ponerse bajo el primer rayo del sol poniente, que le espera en el límite de las sombras ; vemos entonces mejor su rostro grave y una extraña luz que le brota de los ojos, como si en ellos se reflejara el cielo. ¿Irá a decir una « Salve », como todas las tardes, a la Virgen de Olaz? Empieza a caminar, cojea un poco, pero hoy no: hoy espacia un momento la mirada por todo el amplio valle, vuelve el rostro a la izquierda y empieza a subir la ladera del Izarraitz. Sube, sube, se aleja de la tierra, va dominando las lomas una tras otra y por fin se vuelve a miraros. Contempladle vosotros también, en ese monumento que le quiere dedicar vuestra piedad; sus vestidos de caballero se han convertido en armadura de guerrero, su cuerpo se ha hecho bronce para desafiar los siglos, sus pies descansan sobre una quilla como si quisiera hendir las olas del mundo, todo él ha aumentado, ha crecido hasta dominar la hondonada, hasta asomar a las ventanas del mundo por encima de su valle, por encima de su siglo. Es el destino de los santos, de las almas grandes que, al contacto con esa lima inexorable y sorda que se llama el tiempo, en vez de desgastarse y menguar hasta desaparecer, aumentan y crecen con la perspectiva de los siglos, como ese monumento vuestro, que visto de cerca, apenas se puede ni discernir lo que es, pero visto de lejos gana constantemente en grandiosidad e imponencia.
Que desde esas alturas, o mejor todavía, desde las alturas del cielo, bendiga él a su tierra natal, que tanto amó y a toda esa España que tan generosamente honró y sirvió; que siga siempre pidiendo por esta Iglesia, de la que tan profundamente supo sentirse hijo; que con su intercesión y con el servicio de sus celosos hijos, continúe en todos los momentos su labor a las órdenes de los Vicarios de Cristo, que tanto le han distinguido con su amor paternal.
Prenda de todos estos dones y gracias quiere ser la Bendición Nuestra: a Ti, amadísimo Hijo, Legado Nuestro, que tan dignamente Nos has representado, juntamente con Nuestros hermanos en el Episcopado, sacerdotes y religiosos presentes; al Jefe del Estado español, con todas las autoridades civiles y militares, que con tan edificante piedad han sabido contribuir al mayor esplendor de estas solemnidades; a todos Nuestros hijos ahí presentes; a toda la amadísima Compañía de Jesús; a toda esa región y a toda España, no menos que a cuantos escuchan Nuestra voz llevada por las ondas impalpables.
* AAS 48 (1956) 617-622.
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