DISCURSO DEL SANTO PADRE PÍO XII
A UN GRUPO DE LA FACULTAD DE ARQUITECTURA
DE LA UNIVERSIDAD IBEROAMERICANA DE MÉXICO*
Miércoles 16 de enero de 1957
Un grupo más bien reducido, amadísimos hijos, profesores y alumnos de la Universidad Iberoamericana de Méjico, es el que en estos momentos se presenta ante Nuestros ojos; pero un grupo cuyo significado es en cambio tan amplio, que no hemos querido dejar pasar la ocasión de dirigirle unas palabras, para decirle Nuestro afecto y Nuestro interés por aquello que representa.
Porque saludamos en vosotros a universitarios de Méjico, que es como decir, a los seguidores y continuadores de una gloriosa tradición de cultura superior. Tuvo la vieja Universidad mejicana la fortuna de contar entre sus creadores a hombres como el Virrey Don Antonio de Mendoza y Fray Juan de Zumárraga, introductores de los estudios superiores en la Nueva España. Todo se unió y concertó para hacer de la Universidad de Méjico lo que realmente fue: mina copiosa de recios varones como Fray Alonso de la Vera Cruz y Ruiz de Alarcón. Dentro de esa historia secular, entronca, cual vigoroso renuevo, vuestra joven Universidad, al lado de la Universidad Nacional, para mantener encendida la antorcha de la ciencia y de la fe, en la tierra de Sor Juana Inés de la Cruz y en todo el Continente Centro y Sud Americano.
Se trata efectivamente de una Universidad Católica, llamada a formar esos hijos de la Iglesia completos, cabales e ilustrados, que han de constituir la clase dirigente del mañana en unos países, donde la cultura va adquiriendo cada día un tono más elevado; sin hablar de la urgencia de ponerse a la cabeza de un movimiento, cuyas desviaciones podrían ser fatales para todos. Y es cosa cierta, como Nuestros fuertes y fidelísimos hijos mejicanos podrían especialmente recordar, que no hay violencia en este mundo capaz de doblegar y quebrantar la solidez de una fe, cuando ella es profundamente conocida, sinceramente sentida, valerosamente practicada y, como consecuencia natural, ardientemente amada.
Pero vuestra naciente Universidad, aun habiendo hallado acogida en el hospitalario suelo mejicano, no abre solamente sus puertas a los dignos hijos de aquella generosa nación, sino que se ofrece como madre a toda esa gran familia de pueblos, que se llaman iberoamericanos, todos, para honor suyo, miembros de la gran comunidad católica, y todos invitados especialmente a enviar sus representantes a vuestras aulas. En un momento, como el presente, en que el consorcio humano tanto padece por la división y la discordia, una actitud como la vuestra nos parece que asciende casi a la categoría de un símbolo humanamente cordial y cristianamente ejemplar, como para recordar a los hombres que todos son hermanos, hijos de un mismo Padre, con un origen, un fin y una naturaleza común y con una exigencia íntima de mutua caridad. Ojalá que la fraternidad. nacida en los bancos de la clase y en toda la simpática e inolvidable vida estudiantil, crezca luego y se consolide entre vosotros, formando esos vínculos que han de unir todavía más a vuestras naciones al amparo de la verdad y a la sombra de la Cruz, aportando así un elemento más a esa paz universal tan anhelada.
Finalmente, vuestra Universidad es algo incipiente donde por consiguiente, será casi imposible que ya desde el primer momento estén todas las cosas en su sitio y en su punto. Ni vosotros, ni vuestros dirigentes, os habéis de arredrar ante las dificultades; antes bien, con la plena conciencia del honor de haber formado parte de las generaciones primeras de una entidad llamada, sin duda, a tan altos destinos, soportad con paciencia los inconvenientes inevitables, colaborad en la edificación de lo que ya es algo vuestro, y, sobre todo, poned bien los cimientos, para qua el edificio vaya alzándose sólido, útil y hermoso, de tal manera que un día, en el mundo iberoamericano, sea un timbre de honor poder ostentar un título obtenido en vuestra Universidad, como garantía cierta de capacidad y de competencia humana y profesional.
Vivid tranquilos y sanos; estimad la verdadera ciencia, pero nunca la antepongáis a la gracia de Dios; sed disciplinados y dóciles, especialmente con vuestros maestros y superiores; daos al estudio con orden, con método y hasta con espíritu de sacrificio, pero sin que las exigencias escolares ahoguen nunca vuestros deberes cristianos. Y que la luz de la verdadera fe -una fe que no teme progresos ni adelantos, sino que se sirve de ellos para hacerse cada vez más firme, más fuerte y más hermosa- guíe continuamente vuestros pasos hasta aquella alta meta, donde todas las verdades se reducen a una, y esa única verdad se ofrece a vuestra contemplación y a vuestro gozo para haceros felices por toda una eternidad.
Una Bendición especialísima, hijos amadísimos, para vosotros; pero una Bendición que llevaréis, en nombre Nuestro, a vuestros colegas y profesores, a vuestros familiares y amigos y a toda vuestra querida Alma Mater, a la que ya desde ahora deseamos los mayores bienes y prosperidades; una Bendición, en particular, a Nuestros amados hijos, vuestros educadores y maestros, que, acometiendo la presente iniciativa, han dado una prueba más de su buen celo por el servicio de la Iglesia y por el bien de las almas en un campo, como el de la enseñanza, en el que ellos han derramado tantos sudores, pero han cosechado también tantos laureles.
* AAS 49 (1957) 65-67.
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