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DISCURSO DEL SANTO PADRE PÍO XII
SOBRE LAS IMPLICACIONES RELIGIOSAS Y MORALES
DE LA ANALGESIA
*

Domingo 24 de febrero de 1957

 

Tres cuestiones religiosas y morales relativas a la analgesia

El IX Congreso Nacional de la Sociedad Italiana de Anestesiología, que tuvo lugar en Roma del 15 al 17 de octubre de 1956, por intermedio del presidente del Comité organizador, profesor Piero Mazzoni, Nos ha formulado tres preguntas que se refieren a las implicaciones religiosas y morales de la analgesia en relación con la ley natural y sobre todo con la doctrina cristiana contenida en el Evangelio y propuesta por la Iglesia.

Estas preguntas, de interés innegable, no dejan de suscitar reacciones intelectuales y afectivas en los hombres de hoy; particularmente entre los cristianos se manifiestan tendencias muy divergentes a este respecto. Unos aprueban sin reserva la práctica de la analgesia; otros se inclinan a rechazarla sin distingos, porque contradice al ideal del heroísmo cristiano; otros, finalmente, sin sacrificar nada de este ideal, están dispuestos a adoptar una posición de compromiso. Por estas razones se Nos pide que expresemos Nuestro pensamiento en relación con los puntos siguientes:

1. ¿Hay obligación moral general de rechazar la analgesia y aceptar el dolor físico por espíritu de fe?

2. La privación de la conciencia y del uso de las facultades superiores, provocada por los narcóticos, ¿es compatible con el espíritu del Evangelio?

3. ¿Es lícito el empleo de narcóticos, si hay para ello una indicación clínica, en los moribundos o enfermos en peligro de muerte? ¿Pueden ser utilizados, aunque la atenuación del dolor lleve consigo un probable acortamiento de la vida?

Naturaleza, origen y desarrollo de la anestesia

El advenimiento de la cirugía moderna fue señalado, a mediados del siglo pasado, por dos hechos decisivos: la introducción de la antisepsia por Lister, una vez que Pasteur hubo probado el papel de los gérmenes en el desencadenamiento de las infecciones, y el descubrimiento de un método eficaz de anestesia. Antes que Horacio Wells hubiera pensado en utilizar el protóxido de nitrógeno para adormecer a los enfermos, los cirujanos se veían obligados a trabajar, rápida y someramente, sobre un hombre que se debatía presa de atroces sufrimientos. La práctica de la anestesia general iba a revolucionar tal estado de cosas y permitir intervenciones largas, delicadas y a veces de una audacia asombrosa; aseguraba, en efecto, tanto al operador como al paciente, condiciones primordiales de calma y tranquilidad y "el silencio muscular" indispensable para la precisión y la seguridad de toda intervención quirúrgica. Pero, al mismo tiempo, imponía una cuidados vigilancia de las actividades fisiológicas esenciales del organismo. La anestesia, en efecto, invade las células y reduce su metabolismo; suprime los reflejos de defensa y hace que sea más lenta la vida del paciente, ya comprometida más o menos gravemente por la enfermedad y por el traumatismo operatorio. Por otra parte, el cirujano, plenamente absorbido por su trabajo, había de tener en cuenta, a cada instante, las condiciones generales de su paciente; sería responsabilidad, sobre todo en caso de operaciones particularmente graves. De este modo, a la vuelta de algunos años, vino a haber una nueva especialización médica, la del anestesista, llamada a ejercer una función creciente en la organización hospitalaria moderna.

Papel del anestesista

Función frecuentemente desapercibida, casi desconocida del gran público, menos brillante que la del cirujano, pero igualmente esencial. Ya que, efectivamente, el enfermo le confía su vida para que le haga atravesar con la mayor seguridad posible el momento penoso de la intervención quirúrgica. El anestesista debe, ante todo, preparar al paciente en el aspecto médico y en el psicológico. Se informa con cuidado de las particularidades de cada caso, a fin de prever eventuales dificultades que la debilidad de uno u otro órgano podría originar; inspira confianza al enfermo, solicita su colaboración y le proporciona una medicación destinada a calmarlo y a preparar su organismo. El es quien, de acuerdo con la naturaleza y la duración de la operación, escoge el anestésico más adecuado y el medio de administrarlo. Pero, sobre todo, durante la intervención, es incumbencia suya velar cuidadosamente el estado del paciente; queda, por decirlo así, en acecho de los más ligeros síntomas, para saber exactamente el grado a que llega la anestesia y seguir las reacciones nerviosas, el ritmo de la respiración y la presión sanguínea, a fin de prevenir así toda posible complicación, espasmos laríngeos, convulsiones, perturbaciones cardíacas o respiratorias.

Cuando termina la operación, empieza la parte más delicada de su trabajo: ayudar al enfermo a recobrar el sentido, evitar los incidentes, tales como la obstrucción de las vías respiratorias y las manifestaciones de "shock", y administrar los líquidos fisiológicos. Debe, pues, el anestesista unir al conocimiento perfecto de la técnica de su arte grandes cualidades de simpatía, de comprensión, de abnegación, no sólo para favorecer todas las disposiciones psicológicas útiles al buen estado del enfermo, sino también por un sentimiento de verdadera y profunda caridad humana y cristiana.

Variedad y desarrollo de los anestésicos

Para desempeñar su oficio, dispone hoy el anestesista de una gama muy rica de productos, algunos de ellos conocidos desde hace largo tiempo, y que han resistido con éxito la prueba de la experiencia, mientras otros, fruto de investigaciones recientes, aportan su contribución particular a la solución del arduo problema de suprimir el dolor sin producir daño al organismo. El protóxido de nitrógeno, cuyo valor no logró hacer reconocer Horacio Wells cuando lo experimentó en el hospital de Boston en 1845, sigue conservando un puesto honorífico entre los agentes de uso corriente en la anestesia general. Juntamente con el éter, ya utilizado por Crawford Long en 1842, Tomás Morton hacía sus experimentos en 1846, en ese mismo hospital, pero con más feliz resultado que su colega Wells. Dos años más tarde, el cirujano escocés Jaime Simpson probaba la eficacia del cloroformo; pero sería el londinense Juan Snow quien más habría de contribuir a propagar su empleo. Una vez transcurrido el periodo inicial de entusiasmo, los fallos de esos tres primeros anestésicos se revelaron claramente; pero hubo que aguardar el fin del siglo para que apareciese un nuevo producto, el cloruro de etilo, también insuficiente cuando se desea una narcosis prolongada. En 1924, Luckhartd y Carter descubrían el etileno, el primer gas anestésico, resultante de una investigación sistemática de laboratorio; y cinco años más tarde entraba en uso el ciclopropano, debido a los trabajos de Henderson, Lucas y Brown: su acción rápida y profunda exige de quien lo utiliza un conocimiento perfecto del método de circuito cerrado.

Aunque la anestesia por inhalación posee una supremacía bien establecida, hace ya un cuarto de siglo tiene que hacer frente a la competencia creciente de la narcosis intravenosa. Muchos ensayos intentados antes con el hidrato de cloral, la morfina, el éter y el alcohol etílico dieron resultados poco alentadores y a veces aun desastrosos. Pero, a partir de 1925, los compuestos barbitúricos entran en la experiencia clínica y se afirman netamente una vez que el evipán hubo demostrado las ventajas indiscutibles de este tipo de anestésicos. Con éstos se evitan los inconvenientes del método por vía respiratoria, la impresión desagradable de ahogo, los peligros del periodo inicial de inducción, las náuseas al despertar y las lesiones orgánicas. El pentotal sódico, introducido en 1934 por Lundy, aseguró el éxito definitivo y la difusión más amplia de este método de anestesia. Desde entonces los barbitúricos se utilizan ya solos, para intervenciones de corta duración, ya en "anestesia combinada" con el éter y el ciclopropano, cuyo periodo de inducción acortan, y permitiendo reducir su dosis y sus inconvenientes; a veces se emplean como agente principal, y sus deficiencias farmacológicas se compensan usando protóxido de nitrógeno y de oxígeno.

La cirugía cardíaca

La cirugía cardíaca, en la que se registran ya desde hace algunos años progresos espectaculares, plantea al anestesista problemas particularmente difíciles, pues supone como condición general la posibilidad de interrumpir la circulación sanguínea durante un tiempo más o menos largo. Además, como ésta afecta a un órgano sumamente sensible y cuya integridad funcional con frecuencia está seriamente comprometida, el anestesista debe evitar todo lo que podría entorpecer el trabajo del corazón. En los casos de estenosis mitral, por ejemplo, deberá prevenir las reacciones psíquicas y neurovegetativas del enfermo mediante una previa medicación sedante. Habrá de evitar la taquicardia por medio de una preanestesia, junto con un ligero bloqueo parasimpático; en el momento de la comisurotomía, valiéndose de una oxigenación abundante, reducirá el peligro de anoxia y vigilará muy de cerca el pulso y las corrientes de acción cardíaca.

Pero otras intervenciones requieren, para su feliz realización, que pueda el cirujano trabajar sobre un corazón exangüe, interrumpiendo la circulación por más de tres minutos, que normalmente se necesitan para que aparezcan las lesiones irreversibles del cerebro y de las fibras cardiacas. Para remediar uno de los defectos congénitos más frecuentes, la persistencia del orificio de Botal, se ha empleado desde 1948 la técnica quirúrgica llamada "de cielo cubierto", que presentaba los riesgos evidentes de toda maniobra hecha a ciegas. Dos métodos nuevos, la hipotermia y el empleo del corazón artificial, permiten ahora operar bajo visión directa, y abren así en este campo brillantes perspectivas. Se ha comprobado, efectivamente, que la hipotermia va acompañada de una disminución en el consumo de oxígeno y en la producción de anhídrido carbónico proporcional al descenso de la temperatura del cuerpo. En la práctica, tal descenso no ha de rebasar los 25 grados, para que no se altere la contractibilidad del músculo cardiaco y, sobre todo, para que no aumente la excitabilidad de las fibras miocárdicas y el peligro de que se produzca una fibrilación ventricular difícilmente reversible. El método hipotérmico permite provocar el paro de la circulación, que puede durar de ocho a diez minutos sin que se destruyan las células nerviosas cerebrales. Puede aún prolongarse esta duración utilizando máquinas cardiopulmonares que sacan la sangre venosa, la purifican, le suministran oxígeno y la devuelven al organismo. El funcionamiento de estos aparatos exige que haya operadores cuidadosamente adiestrados, y va acompañado de controles múltiples y minuciosos. El anestesista realiza, entonces, una tarea más grave, más compleja y tal que su ejecución perfecta es condición indispensable del éxito. Pero los resultados ya logrados permiten esperar, en lo futuro, una amplia extensión de estos nuevos métodos.

Ante los recursos tan variados, que la medicina moderna nos ofrece para evitar el dolor, y teniendo en cuenta el deseo tan natural de sacar de ellos todo el partido posible, es cosa normal que surjan cuestiones de conciencia. Habéis tenido a bien proponernos algunas que particularmente os interesan. Pero antes de daros Nuestra respuesta, queremos hacer observar brevemente que otros problemas morales reclaman asimismo la atención del anestesista; ante todo, el de su responsabilidad con respecto a la vida y a la salud del enfermo, pues ambas, a veces, no dependen menos de él que del cirujano. A este propósito, Nos hemos notado en varias ocasiones, y con particularidad en el discurso del 30 de septiembre de 1954, dirigido a la VIII Asamblea de la Asociación Médica Mundial, que el hombre no puede constituir para el médico un simple objeto de experimentación, en el que se ensayen los nuevos métodos y prácticas de la medicina[1]. Pasamos ahora a examinar las cuestiones propuestas.

I.
Sobre la obligación moral general de soportar el dolor físico

Preguntáis, ante todo, si hay una obligación moral general de soportar el dolor físico. Para responder con mayor precisión a esta pregunta, Nos distinguiremos varios aspectos. En primer lugar, es evidente que en ciertos casos la aceptación del sufrimiento físico lleva consigo una obligación grave. Así, siempre que un hombre se halla en la ineludible alternativa de soportar un sufrimiento o de transgredir un deber moral, sea por acción u omisión, hay obligación en conciencia de aceptar el dolor. Los «mártires» no pudieron evitar las torturas y la muerte misma sin renegar de su fe o sin librarse de la obligación grave de confesarla en un momento dado. Pero no es necesario acudir a los «mártires»; hoy día se dan magníficos ejemplos de cristianos que durante semanas, meses y años sufren el dolor y la violencia física, por permanecer fieles a Dios y a su conciencia.

Vuestra pregunta, con todo, no se refiere a esta situación; va más allá: a aceptar libremente y aun a procurarse el dolor, precisamente por su sentido y finalidad propia. Por citar un ejemplo concreto, recordad la alocución que Nos pronunciamos el 8 de enero de 1956 a propósito de los nuevos métodos de parto sin dolor[2]. Preguntábase entonces si en virtud del texto de la Escritura, «con dolor parirás tus hijos» (Gen 3,16), la madre estaba obligada a aceptar todos los sufrimientos y a rechazar la analgesia por medios naturales o artificiales. Nos respondimos que no existía obligación ninguna a este respecto. El hombre conserva, aun después de la caída, el derecho de dominar las fuerzas de la naturaleza y de utilizarlas para su servicio y, por lo tanto, de poner a contribución todos los recursos que ella le ofrece para evitar y aun suprimir el dolor físico.

Con todo, Nos añadíamos que para un cristiano el dolor no constituye un hecho puramente negativo, ya que, por lo contrario, va asociado a valores religiosos y morales elevados y puede ser querido o deseado, aunque no exista obligación alguna moral en tal o cual caso especial. Y Nos continuábamos así: «La vida y el sufrimiento del Señor, los dolores que tantos hombres grandes han soportado y hasta han buscado, gracias a los cuales se han madurado y han subido hasta las cumbres del heroísmo cristiano; los ejemplos cotidianos de aceptación resignada de la cruz, que se ofrecen a Nuestra vista, todo revela la significación del sufrimiento, de la aceptación paciente del dolor en la economía actual de la salvación, durante el tiempo de esta vida terrenal»(Ibíd).

Además, el cristiano tiene obligación de mortificar su carne y de trabajar por purificarse interiormente, porque es imposible a la larga evitar el pecado y cumplir fielmente los deberes todos si se rehúye este esfuerzo de purificación y mortificación. Si el dominio de sí y de las tendencias desordenadas no se puede adquirir sin la ayuda del dolor físico, éste se convierte en una necesidad que es menester aceptar; pero si no se requiere para este fin, no puede afirmarse que en este punto haya un deber estricto. El cristiano no tiene nunca obligación de aceptar el dolor por el dolor; debe considerarlo como un medio más o menos apto, según las circunstancias, para el fin que se pretende.

En vez de considerar el punto de vista de la obligación estricta, podemos contemplar el de las exigencias de la fe cristiana, la invitación a una perfección más elevada, que no se impone bajo pena de pecado. ¿Debe el cristiano aceptar el dolor físico para no contradecir al ideal que su fe le propone? Rechazar el dolor, ¿no arguye falta de espíritu de fe? Si está fuera de discusión que el cristiano experimenta el deseo de aceptar y aun de procurarse el dolor físico para mejor participar en la pasión de Cristo, para renunciar al mundo y a las satisfacciones sensibles y para mortificar su carne, es preciso, sin embargo, declarar correctamente el sentido de esta tendencia. Los que la manifiestan exteriormente no poseen necesariamente el heroísmo cristiano auténtico, como sería erróneo afirmar que los que no dan esas manifestaciones no lo poseen. Este heroísmo, en efecto, puede manifestarse de mil maneras. Cuando un cristiano, día tras día, desde la mañana a la noche, cumple todos los deberes que le imponen su estado, su profesión, los mandamientos de Dios y de los hombres; cuando ora con recogimiento, trabaja con todas sus fuerzas, resiste a las malas pasiones, muestra al prójimo la caridad y el afecto debido, sufre virilmente, sin murmurar, todo lo que Dios le envía, su vida está en consonancia con la cruz de Jesucristo, sea que se presente o no el dolor físico, que lo sufra o lo evite por medios lícitos. Aun considerando solamente las obligaciones que le incumben bajo pena de pecado, un hombre no puede vivir ni cumplir cristianamente su trabajo cotidiano sin estar constantemente dispuesto al sacrificio y, por decirlo así, sin sacrificarse de continuo. La aceptación del dolor físico no es sino una manera, entre otras muchas, de significar lo que constituye lo esencial: la voluntad de amar a Dios y de servirle en todo. En la perfección de esta disposición voluntaria consiste, ante todo, la calidad de la vida cristiana y su heroísmo.

¿Cuáles son los motivos que permiten en semejantes casos evitar el dolor físico sin oponerse a una obligación grave o al ideal de la vida cristiana? Se podrían enumerar muchos; pero, a pesar de su diversidad, al fin y al cabo se reducen al hecho de que a la larga el dolor impide obtener bienes e intereses superiores. Puede suceder que el dolor sea preferible para una persona en particular y en tales circunstancias concretas; pero, en general, los daños que provoca obligan a los hombres a defenderse contra él; ciertamente, jamás se logrará que llegue a desaparecer totalmente del mundo; pero pueden reducirse a más estrechos límites sus efectos nocivos. De esta manera, así como se domina una fuerza natural para sacar provecho de ella, así el cristiano utiliza el sufrimiento como un estimulante en su esfuerzo de ascensión espiritual y purificación, con el fin de cumplir mejor sus deberes y responder mejor al llamamiento a una perfección más alta; debe, pues, cada uno adoptar las soluciones convenientes a su caso personal, según las aptitudes o disposiciones antedichas, en la medida en que —sin impedir intereses y bienes superiores— son un medio de progreso en su vida interior, de más perfecta purificación, de cumplimiento más fiel de sus deberes, de seguir con mayor prontitud los impulsos divinos. Para asegurarse uno de que tal es su caso, deberá consultar las reglas de la prudencia cristiana y los consejos de un experimentado director de conciencia.

Conclusiones y respuestas a la primera cuestión

Vosotros fácilmente sacaréis de estas respuestas orientaciones útiles para vuestra conducta práctica.

1. Los principales fundamentos de la anestesiología, como ciencia y arte, y el fin que persigue no ofrecen dificultad alguna. Ella combate fuerzas que, en muchos sentidos, producen efectos nocivos e impiden bienes mayores.

2. El médico, que acepta sus métodos, tampoco se pone en contradicción con el orden moral natural ni con el ideal específicamente cristiano. Trata, según el orden del Creador (cf. Gen 1, 28), de someter el dolor al poder del hombre y para ello utiliza los adelantos de la ciencia y de la técnica según los principios que Nos hemos enunciado y que guiarán sus decisiones en los casos particulares.

3. El paciente, deseoso de evitar o de calmar el dolor, puede, sin inquietud de conciencia, utilizar los medios inventados por la ciencia y que en sí mismos no son inmorales. Circunstancias particulares pueden obligar a otra línea de conducta; pero el deber de renuncia y de purificación interior, que incumbe a los cristianos, no es obstáculo para el empleo de la anestesia, porque ese deber se puede cumplir de otra manera. La misma regla se aplica también a las exigencias supererogatorias del ideal cristiano.

II.
Sobre la narcosis y la privación total o parcial de la conciencia de sí mismo

Vuestra segunda pregunta se refería a la narcosis y a la privación total o parcial de la conciencia de sí mismo, con relación a la moral cristiana. La enunciabais así: «La supresión completa de la sensibilidad bajo todas sus formas (anestesia general) o la disminución más o menos grande de la sensibilidad dolorosa (hipo y analgesia) van acompañadas siempre, respectivamente, de la desaparición o la disminución de la conciencia y de las facultades intelectuales más elevadas (memoria, proceso de asociación, facultades críticas, etc.); estos fenómenos, que entran en el cuadro habitual de la narcosis quirúrgica y de la analgesia pre y post-operatoria ¿son compatibles con el espíritu del Evangelio?».

El Evangelio cuenta que inmediatamente antes de la crucifixión ofrecieron al Señor vino mezclado con hiel, sin duda para atenuar sus dolores. Después de haberlo gustado, no lo quiso beber (cf. Mt 27, 34), porque quería sufrir con pleno conocimiento, cumpliendo así lo que había dicho a Pedro, cuando el prendimiento: «¿No voy a beber el cáliz que mi Padre me ha preparado?» (Jn 18, 11). Cáliz tan amargo, que a Jesús, en la angustia de su alma, le hizo suplicar: «¡Padre, aparta de mí este cáliz! ¡Pero hágase tu voluntad y no la mía!» (cf. Mt 26, 38. 39; Lc 22, 42-44). La actitud de Cristo respecto de su pasión, tal como la revelan este relato y otros pasajes del Evangelio (cf. Lc 12, 50), ¿permite al cristiano aceptar la narcosis total o parcial?

Supresión del dolor

Puesto que vosotros consideráis la cuestión bajo dos aspectos, Nos examinaremos sucesivamente la supresión del dolor y la disminución o supresión total de la conciencia y del uso de las facultades superiores.

La desaparición del dolor depende, como vosotros lo decís, ya de la supresión de la sensibilidad general (anestesia general), ya de la disminución más o menos notable de la capacidad de sufrir (hipo y analgesia). Nos hemos dicho ya lo esencial sobre el aspecto moral de la supresión del dolor; desde el punto de vista religioso y moral, importa poco que sea causada por narcosis o por otros medios; en los límites indicados no ofrece dificultad alguna y es compatible con el espíritu del Evangelio. Por otra parte, no se debe negar o desestimar el hecho de que la aceptación voluntaria (obligatoria o no) del dolor físico, aun con motivo de las intervenciones quirúrgicas, puede manifestar un heroísmo elevado y testimoniar a menudo realmente una imitación heroica de la pasión de Cristo. Sin embargo, esto no significa que ella sea un elemento indispensable; en las intervenciones importantes, sobre todo, no es raro que la anestesia se imponga por otros motivos, y que el cirujano o el paciente no puedan prescindir de ella sin faltar a la prudencia cristiana. Lo mismo puede decirse de la analgesia pre y post-operatoria.

Supresión o disminución de la conciencia y del uso de las facultades superiores

Luego habláis de la disminución o supresión de la conciencia y del uso de las facultades superiores, como de fenómenos que acompañan a la pérdida de la sensibilidad. De ordinario, lo que queréis obtener es precisamente esta pérdida de la sensibilidad; pero a menudo es imposible obtenerla sin producir al mismo tiempo la pérdida del conocimiento total o parcial. Fuera del domingo quirúrgico, esta relación suele estar invertida, no solamente en medicina, sino también en psicología y en las investigaciones criminales. Se pretende aquí conseguir una debilitación de la conciencia y, con ello, de las facultades superiores, de suerte que se paralicen los mecanismos psíquicos de control, que el hombre utiliza constantemente para dominarse y guiarse; entonces él se abandona sin resistencia al juego de las asociaciones de ideas, de los sentimientos e impulsos volitivos. Los peligros de tal situación son evidentes; hasta puede suceder que por esta vía se desencadenen tendencias instintivas inmorales. Estas manifestaciones del segundo estadio de las narcosis son bien conocidas, y actualmente se trata de impedirlas administrando previamente narcóticos. La supresión de los dispositivos de control resulta particularmente peligrosa cuando provoca la revelación de los secretos de la vida privada, personal o familiar y de la vida social. No basta que el cirujano y todos sus ayudantes estén obligados no sólo al secreto natural (secretum naturale), sino también al secreto profesional (secretum officiale, secretum commissum), respecto a todo lo que ocurre en la sala de operaciones. Hay ciertos secretos que no deben ser revelados a nadie, ni aun, como reza la fórmula técnica, «uni viro prudenti et silentii tenaci». Nos lo hemos ya subrayado en Nuestra alocución del 13 de abril de 1953 sobre la psicología clínica y el psicoanálisis [3]. Luego no puede menos de aprobarse la utilización de narcóticos en la medicación pre-operatoria con el fin de evitar estos inconvenientes.

Notemos, desde luego, que en el sueño la naturaleza misma interrumpe más o menos completamente la actividad intelectual. Si en un sueño no muy profundo, el uso de la razón (usus rationis) no está enteramente suprimido y el individuo puede todavía gozar de sus facultades superiores, lo que ya había notado Santo Tomás de Aquino[4], el sueño excluye, sin embargo, el dominium rationis, el poder en virtud del cual la razón manda libremente a la actividad humana. De aquí no se sigue que, si el hombre se abandona al sueño, obre contra el orden moral al privarse de la conciencia y del dominio de sí mismo en el uso de sus facultades superiores. Pero es cierto también que puede haber casos (y se presentan con frecuencia) en los que el hombre no se puede abandonar al sueño, sino que debe continuar en posesión de sus facultades superiores, para cumplir un deber moral que le incumbe. A veces, sin estar obligado por un deber estricto, el hombre renuncia al sueño para cumplir servicios no obligatorios o para imponerse una renuncia con la mira puesta en intereses morales superiores. La supresión de la conciencia por el sueño natural no ofrece, pues, en sí ninguna dificultad; sin embargo, es ilícito aceptarla cuando impide el cumplimiento de un deber moral. La renuncia al sueño natural puede ser, además, en el orden moral, expresión y realización de una tendencia no obligatoria hacia la perfección moral.

La hipnosis

Pero la conciencia de sí mismo puede ser también alterada por medios artificiales. Que esa alteración se obtenga por medio de narcóticos o por la hipnosis (que se puede llamar un analgésico psíquico) no implica diferencia esencial en cuanto a la moral. La hipnosis, sin embargo, aun considerándola únicamente en sí misma está sometida a ciertas reglas. Séanos permitido a este propósito recordar la breve alusión que Nos hicimos al principio de la alocución del 8 de enero de 1956 sobre el parto natural sin dolor[5].

En la cuestión que ahora Nos ocupa, se trata de una hipnosis practicada por el médico, al servicio de un fin clínico, observando las precauciones que la ciencia y la ética médicas requieren, tanto de parte del médico que la emplea, cuanto del paciente que se somete a ella. A este modo determinado de utilizar la hipnosis se aplica el juicio moral que Nos vamos a formular sobre la supresión de la conciencia.

Pero no queremos que se extienda pura y simplemente a la hipnosis en general lo que Nos decimos de la hipnosis al servicio del médico. Esta, en efecto, en cuanto es objeto de investigación científica, no puede ser estudiada por un cualquiera, sino solamente por un sabio serio, dentro de los límites admisibles en toda actividad científica. No es el caso de un círculo cualquiera de laicos o eclesiásticos que toman esto como un tema interesante, a título de mera experiencia o aun por simple pasatiempo.

Sobre la licitud de la supresión y de la disminución de la conciencia

Para apreciar la licitud de la supresión y de la disminución de la conciencia, es necesario considerar que la acción razonada y libremente ordenada a un fin constituye la característica del ser humano. El individuo no podrá, por ejemplo, realizar su trabajo cotidiano si permanece sumido constantemente en un estado crepuscular. Además, está obligado a conformar todas sus acciones con las exigencias del orden moral. Dado que las fuerzas naturales y los instintos ciegos son incapaces de asegurar por sí mismos una actividad ordenada, el uso de la razón y de las facultades superiores se hace indispensable así para percibir las normas precisas de la obligación, como para aplicarlas a los casos particulares. De aquí se deriva la obligación moral de no privarse de esta conciencia de sí mismo sin verdadera necesidad.

Por consiguiente, no puede uno oscurecer la conciencia o suprimirla con el solo fin de procurarse sensaciones agradables, entregándose a la embriaguez o ingiriendo venenos destinados a procurar este estado, aunque se busque con ello únicamente cierta euforia. Pasando de una dosis determinada, estos venenos causan un enturbiamiento más o menos acusado de la conciencia y aun su completo oscurecimiento. Los hechos demuestran que el abuso de estupefacientes conduce al olvido total de las exigencias más fundamentales de la vida personal y familiar. Así que, no sin razón, los poderes públicos intervienen para regular la venta y el uso de estas drogas, a fin de evitar a la sociedad graves daños físicos y morales.

¿Se encuentra la cirugía en la necesidad práctica de provocar una disminución y hasta una supresión total de la conciencia por la narcosis? Desde el punto de vista técnico, la respuesta a esta pregunta corresponde a vuestra competencia. Desde el punto de vista moral, los principios formulados precedentemente, en respuesta a vuestra primera pregunta, se aplican en cuanto a lo esencial lo mismo a la narcosis que a la supresión del dolor. Lo que, ante todo, interesa al cirujano es la supresión de la sensación dolorosa, no la de la conciencia. Cuando ésta queda despierta, las sensaciones dolorosas violentas provocan fácilmente reacciones, con frecuencia involuntarias y reflejas, capaces de ocasionar complicaciones indeseables y aun de terminar en el colapso cardíaco mortal. Mantener el equilibrio psíquico y orgánico, evitar que sea violentamente alterado, constituye así para el cirujano como para el paciente un objetivo importante que sólo la narcosis permite obtener. Apenas es preciso hacer notar que la narcosis suscitaría dificultades graves, que se deberían evitar tomando medidas adecuadas, en el caso de que otros interviniesen de una manera inmoral mientras el enfermo se halla en estado de inconsciencia.

Las enseñanzas del Evangelio

¿Añade el Evangelio a estas reglas de moral natural aclaraciones y exigencias complementarias? Si Jesucristo en el Calvario rehusó el vino mezclado con hiel, porque quería, con plena conciencia, apurar hasta las heces el cáliz que el Padre le presentaba, síguese que el hombre debe aceptar y beber el cáliz del dolor cuantas veces Dios lo desee. Pero no se debe creer que Dios lo desea todas las veces que se ha de soportar algún sufrimiento, cualesquiera que sean las causas y circunstancias. Las palabras del Evangelio y la conducta de Jesús no indican que Dios quiera esto de todos los hombres en todo momento, y la Iglesia no les ha dado de ningún modo esta interpretación. Pero los hechos y las actitudes del Señor encierran una significación profunda para todos los hombres. Son innumerables en este mundo aquellos a quienes oprimen sufrimientos (enfermedades, accidentes, guerras, calamidades naturales), cuya amargura no pueden ellos endulzar. El ejemplo de Cristo en el Gólgota, su oposición a suavizar sus dolores, son para ellos una fuente de consuelo y de fuerza. Además, el Señor ha advertido a los suyos que les espera este cáliz a todos. Los Apóstoles, y después de ellos millares de mártires, han dado testimonio de esto y continúan dándolo gloriosamente hasta nuestros días. Frecuentemente, sin embargo, la aceptación de los sufrimientos sin mitigación no representa ninguna obligación y no responde a una norma de perfección. El caso se presenta ordinariamente cuando existen para ello motivos serios y si las circunstancias no imponen lo contrario. Se puede entonces evitar el dolor, sin ponerse absolutamente en contradicción con la doctrina del Evangelio.

Conclusión y respuesta a la segunda cuestión

La conclusión del desarrollo precedente se puede formular así: dentro de los límites indicados, y si se observan las condiciones requeridas, la narcosis, que lleva consigo una disminución o supresión de la conciencia, es permitida por la moral natural y compatible con el espíritu del Evangelio.

III
Uso de los analgésicos en los moribundos

Nos queda por examinar vuestra tercera pregunta: «El empleo de analgésicos, cuyo uso adormece la conciencia, ¿es en general lícito, y particularmente durante el periodo post-operatorio, aun con los moribundos y los pacientes en peligro de muerte, siempre que en cada caso exista una indicación clínica? ¿Es lícito, aun en ciertos casos (cánceres inoperables, enfermedades incurables) en que la mitigación del dolor se efectúa probablemente a costa de la duración de la vida, que con ello se abrevia?».

Esta tercera pregunta no es en el fondo sino una aplicación de las dos primeras al caso especial de los moribundos y al efecto particular de abreviar la duración de la vida.

Que los moribundos tengan más que otros la obligación moral, natural o cristiana, de aceptar el dolor o de rechazar su mitigación, esto no depende ni de la naturaleza de las cosas ni de las fuentes de la revelación. Mas como, según el espíritu del Evangelio, el sufrimiento contribuye a la expiación de los pecados personales y a la adquisición de mayores méritos, aquellos cuya vida está en peligro tienen ciertamente un motivo especial para aceptarlo, porque, con la muerte ya cercana, esta posibilidad de obtener nuevos méritos corre el riesgo de desaparecer bien pronto. Pero este motivo interesa directamente al enfermo, no al médico, que practica la analgesia, suponiendo que el enfermo consienta en ella o que aun la haya pedido expresamente. Sería evidentemente ilícito practicar la anestesia contra la voluntad expresa del moribundo (cuando él es sui iuris).

Parece oportuno precisar algo esta materia, pues no rara vez se presenta este motivo de un modo incorrecto. A veces se intenta probar que los enfermos y moribundos están obligados a soportar los dolores físicos para adquirir más méritos, basándose en la invitación a la perfección que el Señor dirige a todos: «Estote ergo vos perfecti, sicut et Pater vester caelestis perfectus est» (Mt 5, 48), o en las palabras del Apóstol: «Haec est voluntas Dei, sanctificatio vestra»(1 Ts 4, 3). A veces se aduce un principio de razón, según el cual no sería lícita ninguna indiferencia con respecto a la obtención (aun gradual o progresiva) del fin último hacia el que tiende el hombre; o el precepto del amor de sí mismo bien ordenado, que impondría el buscar los bienes eternos en la medida que las circunstancias de la vida cotidiana permitan conseguirlos; o incluso el primero y más grande de los mandamientos, el de amar a Dios sobre todas las cosas, que no dejaría lugar a alternativa alguna en el aprovechamiento de las ocasiones concretas ofrecidas por la Providencia. Ahora bien: el crecimiento en el amor de Dios y en el abandono en su voluntad no procede de los sufrimientos mismos que se aceptan, sino de la intención voluntaria, sostenida por la gracia; esta intención, en muchos moribundos, puede afianzarse y hacerse más viva si se atenúan sus sufrimientos, porque éstos agravan el estado de debilidad y agotamiento físico, estorban el impulso del alma y minan las fuerzas morales, en vez de sostenerlas. Por lo contrario, la supresión del dolor procura una distensión orgánica y psíquica, facilita la oración y hace posible una entrega de sí más generosa. Cuando algunos moribundos consienten en sufrir como medio de expiación y fuente de méritos para progresar en el amor de Dios y en el abandono a su voluntad, no se les imponga la anestesia; ayúdeseles más bien a que sigan su propio camino. En el caso contrario, no sería oportuno sugerir a los moribundos las consideraciones ascéticas enunciadas, y convendrá recordar que en lugar de contribuir a la expiación y al mérito, puede el dolor dar también ocasión a nuevas faltas.

Añadamos unas palabras sobre la supresión del conocimiento en los moribundos no motivada por el dolor. Puesto que el Señor quiso sufrir la muerte con plena conciencia, el cristiano desea imitarle también en esto. La Iglesia, por otra parte, da a los sacerdotes y a los fieles un «Ordo commendationis animae», una serie de oraciones para ayudar a los moribundos a salir de este mundo y entrar en la eternidad. Si esas oraciones conservan su valor y su sentido, aun cuando se digan a un enfermo inconsciente, en cambio normalmente suministran luz, consolación y fuerza a quien puede tomar parte en ellas. Por ello la Iglesia da a entender que, sin razones graves, no hay que privar de conocimiento al moribundo. Cuando la naturaleza lo hace, los hombres lo deben aceptar; pero no lo han de hacer de propia iniciativa, a no ser que para ello haya serios motivos. Tal es, por otra parte, el deseo de los mismos interesados, cuando tienen fe: anhelan la presencia de los suyos, de un amigo, de un sacerdote, para que les ayude a bien morir. Quieren conservar la posibilidad de adoptar sus últimas disposiciones, de decir una oración postrera, una última palabra a los asistentes. Impedírselo repugna al sentimiento cristiano y aun simplemente humano. La anestesia empleada al acercarse la muerte, con el único fin de evitar al enfermo un final consciente, sería no ya una conquista notable de la terapéutica moderna, sino una práctica verdaderamente deplorable.

Vuestra pregunta presuponía más bien la hipótesis de una indicación clínica seria (por ejemplo, dolores violentos, estados morbosos de depresión y de angustia). El moribundo no puede permitir, y menos aún pedir al médico, que le procuren la inconsciencia si de ese modo se incapacita para cumplir deberes morales graves, por ejemplo, arreglar asuntos importantes, hacer su testamento, confesarse. Ya hemos dicho que la razón de adquirir mayores méritos no basta por sí sola para hacer ilícito el uso de narcóticos. Para juzgar sobre esta licitud habrá que preguntarse también si la narcosis será relativamente breve (por una noche o por algunas horas) o prolongada (con o sin interrupciones) y considerar si el uso de las facultades superiores volverá en ciertos momentos, durante algunos minutos siquiera o durante algunas horas, de modo que dé al moribundo la posibilidad de hacer lo que su deber le impone (por ejemplo, reconciliarse con Dios). Por lo demás, un médico concienzudo, aun cuando no sea cristiano, jamás cederá a las presiones de quien quisiere, contra la voluntad del moribundo, hacerle perder su lucidez para impedirle que tome ciertas decisiones.

Cuando, a pesar de las obligaciones que le incumben, el moribundo pide la narcosis, para la cual hay motivos serios, un médico consciente de su deber no se prestará a ello, sobre todo si es cristiano, sin invitarle antes, bien por sí mismo, o mejor aún, por intermedio de otro, a cumplir previamente sus obligaciones. Si el enfermo se niega obstinadamente a ello y persiste en pedir el narcótico, el médico se lo puede dar sin hacerse culpable de cooperación formal a la falta cometida. Esta, en efecto, no depende de la narcosis, sino de la voluntad inmoral del paciente; se le dé o no la analgesia, su comportamiento será idéntico: no cumplirá su deber. Queda, sí, la posibilidad de arrepentimiento, pero no hay ninguna probabilidad seria de ello; y ¿quién sabe si no se endurecerá aún más en el mal?

Pero si el moribundo ha cumplido todos sus deberes y recibido los últimos sacramentos, si las indicaciones médicas claras sugieren la anestesia, si en la fijación de las dosis no se pasa de la cantidad permitida, si se mide cuidadosamente su intensidad y duración y el enfermo está conforme, entonces ya no hay nada que a ello se oponga: la anestesia es moralmente lícita.

¿Debería renunciarse al narcótico, si su acción acortase la duración de la vida? Desde luego, toda forma de eutanasia directa, o sea, la administración de narcótico con el fin de provocar o acelerar la muerte, es ilícita, porque entonces se pretende disponer directamente de la vida. Uno de los principios fundamentales de la moral natural y cristiana es que el hombre no es dueño y propietario de su cuerpo y de su existencia, sino únicamente usufructuario. Se arroga un derecho de disposición directa cuantas veces uno pretende abreviar la vida como fin o como medio. En la hipótesis a que os referís, se trata únicamente de evitar al paciente dolores insoportables: por ejemplo, en casos de cáncer inoperable o de enfermedades incurables.

Si entre la narcosis y el acortamiento de la vida no existe nexo alguno causal directo, puesto por la voluntad de los interesados o por la naturaleza de las cosas (como sería el caso, si la supresión del dolor no se pudiese obtener sino mediante el acortamiento de la vida), y si, por lo contrario, la administración de narcóticos produjese por sí misma dos efectos distintos, por una parte el alivio de los dolores y por otra la abreviación de la vida, entonces es lícita; aún habría que ver si entre esos dos efectos existe una proporción razonable y si las ventajas del uno compensan los inconvenientes del otro. Importa también, ante todo, preguntarse si el estado actual de la ciencia no permite obtener el mismo resultado empleando otros medios, y luego no traspasar en el uso del narcótico los límites de lo prácticamente necesario.

Conclusión y respuesta a la tercera cuestión

En resumen, Nos preguntabais: «La supresión del dolor y del conocimiento por medio de narcóticos (cuando la reclama una indicación médica), ¿está permitida por la religión y la moral al médico y al paciente (aun al acercarse la muerte y previendo que el empleo de narcóticos acortará la vida)?«. Se ha de responder: «Si no hay otros medios y si, dadas las circunstancias, ello no impide el cumplimiento de otros deberes religiosos y morales, sí».

Como lo hemos ya explicado, el ideal del heroísmo cristiano no obliga, al menos de manera general, a rechazar una narcosis, por otra parte justificada, ni aun al acercarse la muerte; todo depende de las circunstancias concretas. La resolución más perfecta y más heroica puede darse lo mismo admitiendo que rechazando la narcosis.

Exhortación final

Nos atrevemos a esperar que estas reflexiones sobre la analgesia, considerada desde el punto de vista moral y religioso, os ayudarán a cumplir vuestros deberes profesionales con un sentido más profundo aún de vuestras responsabilidades. Deseáis seguir enteramente fieles a las exigencias de vuestra fe cristiana y conformar totalmente a ella vuestra actividad. Pues lejos de concebir esas exigencias como trabas puestas a vuestra libertad y a vuestra iniciativa, ved más bien en ellas el llamamiento a una vida infinitamente más elevada y más bella, que no se puede conquistar sin esfuerzos ni renuncias, pero cuya plenitud y alegría se dejan ya sentir aquí abajo para quien sabe entrar en comunión con la persona de Cristo, que vive en su Iglesia, animándola con su espíritu, difundiendo en todos sus miembros su amor redentor, el único que ha de triunfar definitivamente del sufrimiento y de la muerte.

Nos imploramos que el Señor os colme de sus dones, a vosotros, a vuestras familias y a vuestros colaboradores, y de todo corazón os concedemos Nuestra paternal Bendición Apostólica.


* AAS 49 (1957) 129-147.

[1] AAS 46 (1954) 587-598.

[2] AAS 48 (1956) 82-93.

[3] AAS 45 (1953) 278-288.

[4] S. Th. p.1, q.84 a. 8.

[5] Cf. AAS 48 (1956) 82-93.

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