COMISIÓN TEOLÓGICA INTERNACIONAL CUESTIONES SELECTAS SOBRE DIOS REDENTOR[*] (1994)
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Parte I: La condición humana y la realidad de la redención
Parte II: La redención bíblica: la posibilidad de libertad Parte III: Perspectivas históricas
Parte IV: Perspectivas sistemáticas
Parte I: La condición humana y la realidad de la redención a) La situación actual 1. Una consideración adecuada de la teología de la redención hoy tiene que comenzar perfilando la auténtica doctrina cristiana sobre la redención y su relación con la condición humana, según la Iglesia ha propuesto esta doctrina en el decurso de su tradición. 2. La primera afirmación que es necesario hacer, es que la doctrina de la redención se refiere a lo que Dios ha realizado por nosotros en la vida, muerte y resurrección de Jesucristo, a saber, la remoción de los obstáculos que se interponían entre Dios y nosotros, y el ofrecimiento que nos hace de participar en la vida de Dios. En otras palabras, la redención se refiere a Dios —como autor de nuestra redención— antes que a nosotros, y sólo porque es así, puede la redención verdaderamente significar liberación para nosotros y puede ser la Buena Noticia de la Salvación para todo tiempo y para todos los tiempos. Ello quiere decir que sólo porque la redención se refiere primariamente a la bondad gloriosa de Dios, más bien que a nuestra necesidad —aunque la redención atiende a esa necesidad—, es una realidad liberadora para nosotros. Si la redención, por el contrario, hubiera de ser juzgada o medida por la necesidad existencial de los seres humanos, ¿cómo podríamos soslayar la sospecha de haber simplemente creado un Dios Redentor a imagen de nuestra propia necesidad? 3. Hay aquí un paralelismo con lo que encontramos en la doctrina de la creación. Dios creó todas las cosas, y los seres humanos a su propia imagen, y halló que su creación era «muy buena» (Gén 1, 31). Todo esto precede al comienzo de nuestra propia historia en la que la actividad humana no resulta tan inequívocamente «buena» como la creación de Dios. Sin embargo, a pesar de ello, la enseñanza de la Iglesia, a lo largo de los siglos —apoyada en la Escritura— ha sido siempre que la imagen de Dios en la persona humana, aunque frecuentemente oscurecida y desfigurada en la historia como resultado del pecado original y de sus efectos, nunca ha sido completamente desarraigada o destruida. La Iglesia cree que los seres humanos pecadores no han sido abandonados por Dios, sino que más bien Dios, en su amor redentor, pretende un destino de gloria para el género humano, e incluso para todo el orden creado, el cual está ya germinalmente presente en la Iglesia y por la Iglesia. Desde la perspectiva cristiana, tales consideraciones subyacen y dan apoyo a la creencia de que la vida aquí y ahora es digna de ser vivida. Sin embargo, un llamamiento genérico a «afirmar la vida» o «a decir "sí" a la vida», aunque es sin duda importante desde este punto de vista y es siempre bienvenido, no agota el misterio de la redención, tal como la Iglesia intenta vivirlo. 4. La fe cristiana está, por ello, atenta, por una parte, a no divinizar o idolatrar los seres humanos a causa de su grandeza, de su dignidad o de sus conquistas y, por otra, a no condenarlos o anularlos por sus fallos y delitos. La fe cristiana no subvalora el potencial humano y el deseo de crecimiento y de realización ni las conquistas a las que la actuación de tal potencial y deseo puede conducir de hecho. No sólo tales conquistas no son consideradas por la fe a priori como obstáculos que hay que superar o adversarios que hay que combatir, sino que, por el contrario, desde el comienzo, son valoradas positivamente. Desde las primeras páginas del libro del Génesis hasta las encíclicas de los Papas recientes, la invitación dirigida a los seres humanos —y naturalmente, en primer lugar, a los cristianos— es siempre que organicen el mundo y la sociedad de tal manera que las condiciones de la vida humana mejoren en todos los niveles, que aumenten además la felicidad de los individuos, que promuevan la justicia y la paz entre todos, y que, en cuanto es posible, favorezcan un amor que, al traducirse en palabras y acciones, no excluya a nadie sobre la faz de la tierra. 5. Por lo que se refiere al mal y al sufrimiento humanos, en ningún sentido son subvalorados por la fe: la fe de ninguna manera tiende, con el pretexto de proclamar una felicidad eterna en un mundo que ha de venir, a ignorar las muchas clases de dolor y de sufrimiento que afligen a los individuos, ni la clara tragedia colectiva inherente a muchas situaciones. Pero, con todo, la fe ciertamente no se alegra del mal y de los tiempos de prueba en sí mismos, como si no pudiera existir sin ellos. 6. Aquí, al menos como un primer paso, la fe se contenta simplemente con tomar nota y registrar. Por ello, no es admisible acusarla de cerrar los ojos; pero es igualmente inadmisible estar resentidos con la fe acusándola de tratar el mal y el sufrimiento como hechos fundamentales sin los que la fe no tendría un fundamento creíble, como si, dicho brevemente, la fe sólo pudiera fundarse, como una condición sine qua non de su existencia, sobre la miseria de la condición humana y sobre la repercusión y el reconocimiento de tal desesperación. 7. De hecho, el mal y el sufrimiento no son, en primer lugar, una función de ninguna interpretación teológica particular de la vida, sino una experiencia universal. Y el primer movimiento de la fe, frente al mal y al sufrimiento, ¡no es explotarlos para sus propios fines! Si la fe cristiana los tiene en cuenta, es, en primer lugar, simplemente para realizar una valoración coherente y honesta de la realidad, de la situación histórica concreta del género humano. Y la única preocupación de la fe es saber si, cómo y en qué condiciones su visión de esta situación histórica actual puede todavía hoy conquistar la atención y la adhesión de las personas, mientras toma en consideración los análisis de ellas sobre su propia condición y las actitudes que asumen en las diversas situaciones que deben afrontar. 8. Sin embargo, la fe cristiana tiene una perspectiva específica sobre la condición humana, que en muchos aspectos ilumina lo que muchas concepciones no cristianas del mundo afirman a su manera. En primer lugar, la fe subraya que el mal aparece ya siempre presente en la historia y en la humanidad: el mal transciende y precede todas nuestras responsabilidades individuales y parece proceder de «poderes» e incluso de un «espíritu» que están presentes antes de que actuemos, y, hasta cierto punto, son externos a toda conciencia y voluntad personales que actúan aquí y ahora. 9. En segundo lugar, la fe señala que el mal y el sufrimiento que afectan a la condición histórica de los seres humanos tienen también, e incluso en una amplia medida, su origen en el corazón de los seres humanos, en sus actitudes habituales egoístas, en su avidez de placer y de poder, en su silenciosa complicidad con el mal, en su cobarde capitulación ante el mal, en su terrible dureza de corazón. Sin embargo, la revelación bíblica y la fe cristiana no desesperan de la persona humana; al contrario, continúan apelando a la voluntad libre, al sentido de responsabilidad, a la capacidad de tomar una iniciativa decisiva en orden a cambiar, y a aquellos momentos de conciencia lúcida en los que estas facultades pueden ser efectivamente ejercitadas. La fe cree verdaderamente que todos son fundamentalmente capaces de distanciarse de todo lo que pueda condicionarlos negativamente y de renunciar al propio egoísmo y a la cerrazón en sí, para comprometerse en el servicio de los otros y abrirse así a una esperanza viva que podría incluso sobrepasar todos sus deseos. 10. Por tanto, para la fe cristiana, los seres humanos están, como un dato histórico de hecho, alejados de la santidad de Dios a causa del pecado, además del hecho de que somos distintos de Dios en cuanto creados y no intrínsecamente divinos. Esta doble diferencia entre Dios y la humanidad está atestiguada por la Escritura y presupuesta por todos los cristianos de fe ortodoxa que han escrito en los tiempos posteriores a la Biblia. Pero la iniciativa divina de un movimiento de amor hacia la humanidad pecadora es una característica constante del comportamiento de Dios con respecto a nosotros antes y dentro de la historia, y es el presupuesto fundamental de la doctrina de la redención. Por ello, la dialéctica de gracia y pecado presupone que, antes que ningún pecado entrase en el mundo, la gracia había sido ya ofrecida a los seres humanos. La lógica interna de la concepción cristiana de la condición humana postula también que Dios sea el autor de la redención, pues lo que tiene necesidad de ser sanado y salvado no es otra cosa que la verdadera imagen de Dios mismo en nosotros. 11. El valor de la naturaleza humana creada está garantizado, por tanto, para la fe cristiana, desde el principio, por Dios mismo, y es indestructible, y, de modo semejante, la realidad de la redención ha sido obtenida y está garantizada por Dios en Cristo también para siempre. Tanto la creación como la redención —enseña la Iglesia— están enraizadas en la bondad y libertad benignas e insondables de Dios, y desde nuestro punto de vista permanecen incomprensibles, inexplicables y maravillosas. La búsqueda de una comprensión de estas realidades brota de un acto o actitud de acción de gracias por ellas, que son anteriores, no derivables y, por tanto, irreducibles a esa búsqueda[2]. 12. Mientras que una comprensión plena de la redención nos es ciertamente imposible, sin embargo una cierta comprensión de la doctrina no sólo es posible, sino que está pedida por la verdadera naturaleza de la redención, que se refiere a la verdad, al valor y al destino último de toda la realidad creada. Si no fuera lícito ningún intento de comprender la redención, se socavaría la racionabilidad de la fe, se negaría a la fe la legítima búsqueda por comprender y el resultado sería el fideísmo. Además, ya que toda la persona humana ha sido redimida por Cristo, ello debe poder demostrarse como verdadero en el orden intelectual (cf. 2 Cor 10, 5). 13. Para la fe cristiana, la verdad de la redención ha iluminado siempre en particular aquellos aspectos de la condición humana que hacen resaltar más la necesidad humana de salvación. Los seres humanos experimentan en su vida, en muchos niveles, fragmentación, inadecuaciones y frustraciones. En la medida en que los seres humanos frecuentemente se consideran responsables de la cualidad insatisfactoria, fragmentada, de su experiencia, confiesan, en lenguaje tradicional, su pecaminosidad. Sin embargo, si se debe representar la imagen completa de la condición humana, deben considerarse también aquellos aspectos de la vida que desfiguran y destruyen la existencia humana y de los que nadie es directamente responsable, porque también ellos expresan elocuentemente la necesidad humana de la redención. Realidades como el hambre, la pestilencia, las catástrofes naturales, la enfermedad, el sufrimiento físico y mental y la misma muerte revelan que el mal —como, por supuesto, la tradición cristiana ha reconocido siempre— no se agota en absoluto con lo que se llama el malum culpae (el mal moral), sino que comprende también el malum poenae (el sufrimiento), sea éste un mal en sí o se derive de las limitaciones de la naturaleza. Sin embargo, tradicionalmente —como lo revela el mismo testimonio bíblico— todo sufrimiento, e incluso la misma muerte, ha sido comprendido como procedente del pecado, «el misterio de iniquidad» en frase de San Pablo (2 Tes 2, 7). 14. Mientras los desafíos que acaban de ser mencionados, son las dificultades existenciales más básicas encaradas por los seres humanos, hay también una serie completa de otros problemas más íntimos que los hombres tienen que afrontar. En primer lugar, encuentran dificultad en conseguir, como personas individuales, un equilibrio interno. En segundo lugar, tienen dificultad en vivir en armonía con los propios semejantes, como revela la historia de las guerras, con toda la crueldad y el horror que las acompañan. En tercer lugar, su incapacidad de vivir bien con la naturaleza no humana se refleja dramáticamente en el mundo contemporáneo en la cuestión ecológica. En cuarto lugar, cuando las pruebas de la vida se hacen demasiado fuertes, puede fácilmente nacer la sospecha de que la existencia humana esté destinada al fracaso y a una definitiva falta de sentido. Finalmente está subyacente a las áreas críticas susodichas la cuestión de la búsqueda, siempre inacabada, por parte de la humanidad de aquella paz con Dios que se frustra por la poderosa realidad del pecado que todo lo invade. 15. Este esbozo preliminar del modo en que la verdad de la redención ilumina, para la fe cristiana, la condición humana, debe completarse con una valoración del modo en que hoy los mismos seres humanos ven la propia situación histórica actual. 16. En primer lugar, sin embargo, nos ocuparemos de examinar brevemente la comprensión de la redención propuesta por las grandes religiones mundiales. Al hacer esto aquí, en esta sección de reseña, podemos dejar de lado el judaísmo, en el cual el cristianismo tiene sus raíces y con el que comparte una concepción de la redención fundada en la soberana benevolencia de Dios Creador hacia el género humano descarriado, como está expresada en la Alianza. b) Afinidad con las religiones mundiales 17. El hinduismo no es una religión monolítica. Es más bien un mosaico de creencias y prácticas religiosas que pretende ofrecer al género humano redención y salvación. Aunque el primer hinduismo védico era politeísta, la tradición védica sucesiva llegó a hablar de una Realidad última, a la que se refería también como Atman o Brahman, como Uno, del que todas las cosas emergían con un modo específico, triádico, de manifestación. El Brahman mismo es incomprensible e informe, pero es también el ser Consciente de su autoexistencia, el cual es la plenitud de la Bienaventuranza. A un nivel más popular y personal, divinidades como Shiva, el destructor de lo imperfecto, Vishnú y sus avatars (encarnaciones) como Ram, el Uno Luminoso, Krishna y la Diosa Madre Shakti, corresponden a los atributos de la Realidad Suprema. Las «encarnaciones» de Dios descienden a la tierra para combatir el mal cuando éste se hace poderoso sobre la tierra. 18. Disculpando debidamente la excesiva simplificación, podría decirse que, para el hinduismo, la persona humana es una chispa de lo divino, un alma (atman) encarnada a causa del avidya (ignorancia; más bien un tipo de ignorancia metafísica de la verdadera naturaleza del Uno o un tipo de ignorancia original). En consecuencia, el ser humano está sometido a la ley del karma o renacimiento, y el ciclo del nacimiento y del renacimiento se conoce como karma-samsara o ley de la retribución. El deseo egoísta que conduce a la ignorancia espiritual, es la fuente de todo mal, miseria y sufrimiento en el mundo. 19. Para el hinduismo, la redención —expresada con términos como moksha y mukti— es, por ello, liberación de la ley del karma. Según esto, aunque los seres humanos pueden realizar algunos pasos hacia la propia salvación, de tres maneras (que no se excluyen mutuamente) —a través de la acción desinteresada, la intuición espiritual y la devoción plena de amor a Dios—, el estadio final de comunión salvífica con Dios puede solamente alcanzarse con la ayuda de la gracia. 20. Con respecto al budismo, se puede comenzar diciendo que Buda, al afrontar el sufrimiento del mundo, ha rechazado la autoridad de los Vedas, la utilidad de los sacrificios y no ha visto tampoco provecho en especulaciones metafísicas sobre la existencia de Dios y del alma. Ha buscado la liberación del sufrimiento desde el interior del hombre mismo. Su principal intuición es que el deseo humano es la raíz de todo mal y miseria —que a su vez da origen a la «ignorancia» (avidya)—, y la causa última del ciclo de nacimiento y renacimiento. 21. Después de Buda surgieron muchas escuelas de pensamiento que elaboraron sus simples enseñanzas básicas en sistemas que trataban la doctrina del karma como la tendencia, inherente a la acción, a renacer. La vida humana histórica no tiene ningún hilo unificante personal, real y existencial, está hecha solamente de fragmentos existenciales inconexos de nacimiento, crecimiento, decadencia y muerte. La doctrina del anicca o de la «no permanencia» de toda la realidad es central para el budismo. La noción de precariedad existencial cierra la posibilidad de la existencia de un atman y de ahí el silencio de Buda sobre la existencia de Dios o del atman. Todo es apariencia (maya). Nada puede decirse sobre la realidad ni positiva ni negativamente. 22. La redención para el budismo consiste, por tanto, en un estado de liberación (nirvana) de este mundo de apariencia, una liberación de la naturaleza fragmentaria y de la precariedad de la existencia, alcanzado gracias a la supresión de todo deseo y de toda conciencia. A través de tal liberación se alcanza un estado puro e indeterminado de vacío. Siendo radicalmente otro que el tormento transitorio de este mundo de maya, el nirvana —literalmente «extinción» o «apagamiento» (de todos los deseos), como la luz de una candela se apaga cuando la cera se consume— escapa a toda definición, pero no es simplemente un estado de mera extinción o de total aniquilación. El nirvana no es una meta intelectual, sino una experiencia no definible. Es la liberación de todos los deseos y ansias, la liberación del ciclo del renacimiento y del dolor (dukha). La vía más perfecta para la liberación según el budismo es aquella del Camino Óctuple —recta comprensión, recta intención, recto modo de hablar, recta conducta, recta ocupación, recto esfuerzo, recta contemplación y recta concentración (Vinayana Pitaka)— que pone todo el acento en los esfuerzos humanos. Desde la perspectiva del budismo, todos los otros caminos religiosos son imperfectos y secundarios. 23. Como el judaísmo y el cristianismo, el islam («sumisión») es una religión monoteísta de alianza con una fe firme en Dios como Creador de todas las cosas. Como su nombre sugiere, ve la clave de la verdadera religión y, por tanto, de la salvación en la fe, la confianza y la total sumisión a la voluntad de Dios todo misericordioso. 24. Según la fe de los musulmanes, la religión del islam fue revelada por Dios desde los mismos comienzos de la humanidad y confirmada por sucesivas alianzas con Noé, Abrahán, Moisés y Jesús. El islam se considera a sí mismo como la compleción y el cumplimiento de todas las alianzas que han existido desde el principio. 25. El islam no tiene el concepto de pecado original y el sentido cristiano de la redención no tiene ningún lugar en el pensamiento islámico. Todos los seres humanos son considerados simplemente necesitados de salvación que pueden obtener sólo volviéndose a Dios con fe absoluta. El concepto de salvación se expresa también por el término «éxito» o «prosperidad». Sin embargo, la idea de salvación se expresa mejor con términos como seguridad o protección: en Dios encuentra el género humano la definitiva seguridad. La plenitud de la salvación —concebida en términos de delicias materiales y espirituales[3](— se alcanza solamente en el último día con el juicio final y en la vida en el más allá (akhira). En materia de salvación, el islam cree en una especie de predestinación, o a la bienaventuranza del paraíso o al sufrimiento del fuego infernal (nar); sin embargo, el ser humano permanece libre para responder con fe y buenas obras. Los medios para alcanzar la salvación, aparte de la profesión de fe, son: la oración ritual, la limosna legal, el ayuno del Ramadán y la peregrinación a la casa de Dios en la Meca. Algunas tradiciones añaden a tales medios, la jihad o «lucha», entendida como guerra santa para difundir o defender el islam o, más raramente, como lucha espiritual personal. 26. Aparte de las grandes religiones mundiales clásicas, hay otras religiones, llamadas, de modos diversos, religiones tradicionales, primitivas, tribales o naturales. Los orígenes de estas religiones se pierden en la antigüedad. Sus creencias, cultos y códigos éticos son transmitidos por la tradición oral viva. 27. Los seguidores de tales religiones creen en un Ser Supremo, identificado bajo nombres diversos y creído como el creador de todas las cosas, pero siendo él mismo increado y eterno. El Ser Supremo ha delegado la supervisión de los asuntos del mundo a divinidades inferiores, conocidas como espíritus. Estos espíritus influyen en el bienestar o en la desventura de los seres humanos. Para el bienestar humano es muy importante hacerse propicios a los espíritus. En las religiones tradicionales, el sentido de comunión de un grupo con los antepasados del clan, de la tribu y de la más amplia familia humana es importante. Los antepasados difuntos son honrados y venerados de modos diversos, pero no adorados. 28. Las religiones más tradicionales tienen un patrimonio de mitos y de leyendas épicas que hablan de un estado de bienaventuranza con Dios, de la caída de una situación ideal y de la expectación de cierto tipo de redentor-salvador que restablezca la relación perdida y origine la reconciliación y el estado de bienaventuranza. La salvación se concibe en términos de reconciliación y armonía con los antepasados difuntos, con los espíritus y con Dios. c) La doctrina cristiana de la redención y el mundo moderno 29. Aparte de considerar las concepciones de la redención, propuestas por las grandes religiones mundiales y por las religiones ancestrales, más localizadas, de muchas culturas humanas, hay que prestar, sin embargo, una cierta atención también a otros movimientos y estilos de vida alternativos contemporáneos que prometen la salvación a sus seguidores (p.e. los cultos modernos, los varios movimientos del New Age y las ideologías de autonomía, emancipación y revolución). Sin embargo, en este campo se requiere prudencia y hay que evitar, si es posible, el riesgo de una excesiva simplificación. 30. Sería equivocado sugerir, por ejemplo, que los contemporáneos caen dentro de sólo una de estas dos categorías: o la de una «modernidad» segura de sí, que cree en la posibilidad de auto-redención, o la de una post-modernidad desencantada, que desespera de toda mejora de la condición humana, por así decirlo, «desde dentro» y confía solamente en la posibilidad de salvación «desde fuera». En lugar de ello, lo que se encuentra, es un pluralismo cultural e intelectual, una vasta gama de análisis diferentes de la condición humana y una variedad de caminos para intentar hacerles frente. Al lado de una especie de fuga a diversiones agradables o a las atracciones absorbentes y transitorias del hedonismo, se encuentra una vuelta a varias ideologías y nuevas mitologías. Al lado de un estoicismo más o menos resignado, lúcido y valiente, se encuentran tanto una desilusión que tiene la pretensión de ser tenaz y realista como una resuelta protesta contra la reducción de los seres humanos y de su entorno a recursos de mercado que pueden ser explotados, y contra la correspondiente relativización, devaluación y finalmente trivialización del lado oscuro de la existencia humana. 31. Un hecho es, por tanto, bastante claro en la situación contemporánea: la situación concreta de los seres humanos está llena de ambigüedades. Se podrían describir, de muchas maneras, los dos «polos» entre los que cada individuo humano particular y la humanidad en su totalidad están de hecho desgarrados. Hay, por ejemplo, en cada individuo, por una parte, un deseo de vida, imposible de erradicar, y, por otra, la experiencia del límite, de la insatisfacción, del fracaso y del sufrimiento. Si se pasa de la esfera individual a la general, se puede ver el mismo cuadro sobre un lienzo más amplio. También aquí, por una parte, se puede indicar el inmenso progreso hecho posible por la ciencia y la tecnología, por la difusión de los medios de comunicación y por los avances realizados, por ejemplo, en el campo del derecho privado, público e internacional. Pero, por otra parte, habría también que indicar tantas catástrofes en el mundo y, entre los seres humanos, tanta depravación, cuyo resultado es que un número muy grande de personas sufren terrible opresión y explotación y llegan a ser víctimas indefensas de lo que, de hecho, puede parecerles solamente un cruel destino. Es claro que, a pesar de las diferencias de acentos, que todo optimismo sin nubes sobre el progreso general y universal mediante la tecnología ha ido perdiendo terreno perceptiblemente en nuestros días. Y es en el contexto contemporáneo de difusa injusticia y de falta de esperanza, en el que la doctrina de la redención tiene que ser presentada hoy. 32. Sin embargo, es importante notar que la fe cristiana no se precipita en enjuiciar: ni para rechazar in toto ni para aprobar demasiado acríticamente. Procediendo tanto con buena voluntad como con discernimiento, no deja de notar, en la gran diversidad de análisis y actitudes que encuentra, algunas intuiciones fundamentales que le parecen corresponder, en sí mismas, a una profunda verdad sobre la existencia humana. 33. La fe nota también, por ejemplo, que los seres humanos, a pesar de sus límites y en el interior de ellos, buscan, sin embargo, una posible «realización» para sus vidas; que el mal y el sufrimiento son experimentados, dicho brevemente, como algo profundamente «anormal»; que las diversas formas de protesta suscitadas por esta perspectiva son en sí mismas solamente el signo de que los seres humanos no pueden no buscar «algo distinto», «algo más», «algo mejor». Y finalmente, como consecuencia de esto, la fe cristiana ve que los seres humanos contemporáneos no están simplemente buscando una explicación de su condición, sino que aguardan o esperan —lo admitan o no— una liberación efectiva del mal y una confirmación y realización de todo lo que es positivo en sus vidas: el deseo del bien y de lo mejor etc. 34. Sin embargo, la Iglesia, mientras reconoce la importancia del esfuerzo por comprender y valorar los problemas actuales de los seres humanos en el mundo, las actitudes diversas que ellos provocan y las propuestas concretas hechas para afrontarlos, reconoce también la necesidad de no perder nunca de vista la cuestión fundamental que subyace a estos problemas y que está necesariamente subyacente también a toda propuesta para resolverlos, la cuestión de la verdad. ¿Cuál es la verdad de la condición humana? ¿Cuál es el significado de la existencia humana y qué pueden esperar, en definitiva —en la perspectiva del mismo presente—, los seres humanos? Al presentar la doctrina de la redención al mundo, la Iglesia puede quizás aplicarse a varias perspectivas diferentes sobre las cuestiones últimas concentrándose en el aspecto de la fe cristiana en la redención que es quizás el más crucial para la humanidad: la esperanza. Pues la redención es la única realidad suficientemente poderosa para afrontar la verdadera necesidad humana y la única realidad suficientemente profunda para persuadir a las personas de qué es lo que hay realmente dentro de ellas (cf. Jn 2, 25). Este mensaje de esperanza se apoya en las dos doctrinas-clave cristianas de la Cristología y de la Trinidad. En esas doctrinas, se encuentra la razón última para la comprensión cristiana de la historia humana y de la persona humana, hecha a la imagen del Dios Trino, una Unidad en Comunión, y redimida por amor por el Hijo único de Dios, Jesucristo, con el fin de dar participación en la vida divina, para la cual, en primer lugar, hemos sido creados. Esta participación es lo que está indicado por la doctrina de la resurrección del cuerpo, cuando los seres humanos, en su realidad total, compartan la plenitud de la vida divina. 35. La valoración cristiana de la condición humana no es, por tanto, algo aislado, sino un aspecto de una concepción más amplia, en el centro de la cual está la comprensión cristiana de Dios y de la relación de Dios con el género humano y con todo el orden creado. La visión más amplia es la de una Alianza que Dios ha querido y quiere para el género humano. Es una Alianza con la cual Dios quiere asociar los seres humanos a su vida, realizando —incluso más allá de todo lo que pueden desear o imaginar— todo lo que es positivo dentro de ellos y liberándolos de todo lo que es negativo dentro de ellos y que frustra su vida, su felicidad y su desarrollo. 36. Pero es esencial subrayar que si la fe cristiana habla, de esta manera, de Dios y de su voluntad de instituir una Alianza con los seres humanos, no es porque hayamos sido, por así decirlo, solamente informados (a manera de una mera doctrina) sobre las intenciones de Dios. Es porque, en un modo mucho más radical, Dios literalmente ha intervenido en la historia y ha actuado en el verdadero corazón de la historia: por sus «potentes hazañas», en primer lugar a través de toda la Antigua Alianza, pero de modo supremo y definitivo por y en Jesucristo, su propio, verdadero y único Hijo, que ha entrado, encarnado, en la condición humana, en su forma totalmente concreta e histórica. 37. Hablando estrictamente, se sigue de esto que los creyentes, para exponer lo que tienen que decir sobre la condición humana, no comienzan interrogándose acerca de ella, para pasar después a preguntarse qué iluminación ulterior puede arrojar sobre ella el Dios que ellos confiesan. Correlativamente, y hablando también estrictamente, los cristianos empiezan con afirmar a Dios no por la fuerza de una línea de argumentación o, por lo menos, no por la fuerza de una reflexión puramente abstracta, para proceder después, solamente como un movimiento secundario, a examinar qué iluminación podría aportar este anterior reconocimiento de la existencia de Él con respecto al destino histórico de la humanidad. 38. En realidad, para la revelación bíblica, y por tanto para la fe cristiana, conocer a Dios es confesarlo sobre la base de lo que él mismo ha hecho por los seres humanos, revelándolos plenamente a sí mismos precisamente en el acto de revelarse a Sí mismo a ellos, precisamente entrando en relación con ellos: estableciendo y ofreciéndoles una Alianza, y llegando, para alcanzar este objetivo, hasta entrar y encarnarse en su misma condición humana. 39. Finalmente, desde esta perspectiva, la visión de la persona humana y de la condición humana, propuesta por la fe cristiana, adquiere toda su especificidad y toda su riqueza. 40. Por último, sería necesario prestar una cierta atención al debate intracristiano sobre la redención y especialmente a la cuestión de cómo el sufrimiento y la muerte de Cristo están en conexión con la consecución de la redención del mundo. La importancia de esta cuestión ha crecido hoy en muchos ambientes por la percepción de la inadecuación —o, por lo menos, por la percepción de la apertura a serios y peligrosos malentendidos— de ciertos modos tradicionales de entender la obra redentora de Cristo en términos de compensación o castigo por nuestros pecados. Además, la agudeza del problema del mal y del sufrimiento no ha disminuido con el pasar del tiempo, sino que más bien se ha intensificado, y la posibilidad de muchos para creer que ese problema pueda ser afrontado adecuadamente en todos sus aspectos, ha sido minada en este siglo en cuanto materia de constatación de hecho. En tales circunstancias parecería importante pensar de nuevo cómo la redención revela la gloria de Dios. Se puede poner la cuestión de si un intento de comprender la doctrina de la redención puede ser, en el fondo, un ejercicio de teodicea, un intento de sugerir, a la luz de la fe cristiana, una respuesta creíble al «misterio de iniquidad», según la expresión de san Pablo. El misterio de Cristo y de la Iglesia es la respuesta divina. Brevemente, la redención ¿es la justificación de Dios o bien la más profunda revelación de sí mismo a nosotros y por eso el don, hecho a nosotros, de la paz «que supera toda inteligencia» (Flp 4, 7)? 41. El propósito de este documento no es ser un tratado exhaustivo de todo el campo de la teología de la redención, sino más bien afrontar algunos problemas selectos en la teología de la redención que se plantean hoy con particular fuerza en la Iglesia.
Parte II: La redención bíblica: la posibilidad de libertad 1. El testimonio bíblico refleja una búsqueda incesante del significado último de la condición humana (cf., por ejemplo, Gén 1-11; Mc 13, 1-37; Apoc 22, 20). Para Israel, Dios se hace conocer por la Torah y, para el cristianismo, Dios se hace conocer por la persona, la enseñanza, la muerte y la resurrección de Jesús de Nazaret. Sin embargo, tanto la Ley como la Encarnación dejan todavía a la humanidad en la ambigüedad de una revelación dada, que está acompañada por una historia humana que no corresponde a las verdades reveladas. Nosotros todavía «gemimos interiormente esperando la adopción de hijos, la redención de nuestro cuerpo» (Rom 8, 23). 2. El ser humano se encuentra de frente a una situación dramática, en la que todos los esfuerzos por librarse del sufrimiento y de la esclavitud que se ha impuesto a sí mismo, están destinados al fracaso. Limitados a causa de nuestro origen como creaturas, ilimitados a causa de nuestra vocación a ser uno con nuestro Creador, no somos capaces sobre la base de nuestros propios esfuerzos de pasar de lo limitado a lo ilimitado. Por ello, el cristiano mira más allá de la realización humana. «Nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti»[4]. 3. Ya en su legislación civil, Israel tenía conciencia de un «redentor» (go'el). Las familias podían pagar un rescate por un pariente para salvaguardar la solidaridad de la familia (cf. Éx 21, 2. 7; Dt 25, 7-10). La importancia de la solidaridad de la familia está detrás de instituciones jurídicas como el levirato matrimonial (cf. Dt 25), la venganza de sangre (cf. Lev 25; Núm 35, 9-34) y el año jubilar (cf. Éx 21, 2; Lev 25; Jer 34, 8-22; Dt 15, 9-10). La ley hebrea permite que una persona condenada pueda ser rescatada (cf. Éx 21, 29-30)[5]. El pago del kofer libra a la persona culpable, a la familia de él o de ella, a la comunidad entera, en cuanto que el conflicto queda resuelto. Hay algunas narraciones del Antiguo Testamento en las que tienen lugar actividades redentivas que hunden su raíz en este trasfondo legal. Por el ofrecimiento que Judá hace de sí mismo, que anula su crimen contra José (cf. Gén 37, 26-27; 44, 33-34), la familia es redimida de la venganza. Del mismo modo, Jacob, que había robado a Esaú su bendición para la herencia, lo recompensa con una amplia parte de su propiedad (cf. Gén 32, 21). La venganza se evita. 4. La religión israelita desarrolló una liturgia de expiación. Ella era el acto simbólico de homenaje por el que la persona culpable compensaba y pagaba una deuda a YHWH. Los elementos esenciales de esta liturgia eran: a) Los ritos son de institución divina (lugares santos, sacerdocio sagrado y ritos determinados por Yahveh). b) Yahveh es el único que perdona (cf. Lev 17, 10. 12). c) Los ritos son todos sacrificiales, y generalmente sacrificios de sangre, en los cuales se vierte la sangre que representa la vida. Yahveh da a los seres humanos la sangre para el rito de perdón (cf. Lev 17, 11). La sangre sacrificial indica la gratuidad del perdón a nivel de expresión ritual. 5. Los hombres santos, y especialmente Moisés y los profetas que vinieron después de él, tuvieron gran valor delante de Dios. Esto contrapesaba el contravalor del mal y del pecado de los otros. Por eso, atribuían gran peso a la intercesión para el perdón del pecado (cf. Éx 32, 7-14. 30-34; 33, 12-17; 34, 8-9; Núm 14, 10-19; Dt 9, 18-19; Am 7; Jer 15, 1; Is 53, 12; 2 Mac 15, 12-16). La figura del Siervo sufriente de Is 53, 4-12 se usará repetidamente en el Nuevo Testamento como tipo de Cristo redentor. 6. Las narraciones de la acción de Dios en el Éxodo (Éx 1-15) y el amor redentor de Ester y Ruth (cf. especialmente Est 14, 3-19; Ruth 1, 15-18) muestran cómo la libertad viene del don desinteresado de sí por una nación o una familia. Estos mismos sentimientos se encuentran en la vida de oración de Israel que celebra el amor redentor de Dios por su pueblo en el Éxodo (cf., por ejemplo, Sal 74, 2; 77, 16) y su solicitud y bondad que trae libertad y plenitud a la vida de las personas (cf., por ejemplo, Sal 103, 4; 106, 10; 107; 111, 9; 130, 7). 7. Estos antiguos temas de liberación y redención son enfocados más finamente en Jesucristo. Jesús de Nazaret, fruto de este mundo y don de Dios al mundo, señala el camino para una libertad auténtica y duradera. En su persona, sus palabras y sus acciones ha mostrado que la presencia del reino de Dios estaba cercana y ha llamado a todos a la conversión de modo que pudieran ser parte de ese reino (cf. Mc 1, 5). Jesús de Nazaret narraba parábolas del reino que han destrozado la estructura profunda de nuestra visión aceptada del mundo (cf., por ejemplo, Lc 15). Ellas remueven nuestras defensas y nos hacen vulnerables a Dios. Aquí Dios nos toca y el reino de Dios llega. 8. Jesús, el narrador de las parábolas del reino de Dios, era la Parábola de Dios. Su apertura inquebrantable a Dios se manifiesta en su relación al Dios tradicional de Israel, Dios como Abba (cf. Mc 14, 36). Esa apertura puede verse en su disponibilidad, como Hijo del Hombre, a padecer todo posible insulto, sufrimiento y muerte, en la convicción de que al final Dios tendría la última palabra (cf. Mc 8, 31; 9, 31; 10, 32-34). Él ha reunido seguidores (cf. Mc 1, 16-20) y compartido su mesa con pecadores, invirtiendo valores aceptados, cuando les ha ofrecido la salvación (cf. Mc 2, 15-17; 14, 17-31; Lc 5, 29-38; 7, 31-35. 36-50; 11, 37-54; 14, 1-24; 19, 1-10). Ha perseverado en su estilo de vida y en su enseñanza, no obstante la tensión que esto creaba a su alrededor (cf. Mc 2, 15-17; Lc 5, 27-32; 15, 2; 19, 7), culminada en su simbólica «destrucción» del Templo (Mc 11, 15-19; Mt 21, 12-13; Lc 19, 45-48; Jn 2, 13-22), en su cena última que prometía ser la primera de muchas cenas semejantes (cf. Mc 14, 17-31; Mt 26, 20-35; Lc 24, 14-34) y en su muerte en la Cruz (cf. Jn 19, 30[6]). Jesús de Nazaret era el ser humano más libre que haya existido jamás. No ha deseado controlar su futuro, porque su radical confianza en su Abba-Padre lo liberaba de todas estas preocupaciones. 9. La historia joánica de la cruz habla de la revelación de un Dios que ha amado de tal manera al mundo que ha dado a su propio Hijo (cf. Jn 3, 16). La cruz es el sitio donde Jesús es «exaltado» (cf. Jn 3, 14; 8, 28; 12, 32-33), para glorificar a Dios y llegar así a su propia gloria (cf. Jn 11, 4; 12, 23; 13, 1; 17, 1-4). «Ninguno tiene un amor mayor que el que da la vida por sus amigos» (Jn 15, 13). Porque la cruz hace conocer a Dios, todos los creyentes posteriores tendrán que volver «la mirada al que traspasaron» (Jn 19, 37). 10. Muchas búsquedas de liberación, de libertad o de cualquier otro de los términos usados hoy para hablar de lo que puede llamarse una «redención» de las ambigüedades de la situación humana, son intentos de evitar e ignorar el sufrimiento y la muerte. El camino de Jesús de Nazaret indica que el don libre de sí mismo a los caminos de Dios, cueste lo que cueste, nos glorifica a nosotros mismos y también a Dios. La muerte de Jesús no es el acto de un Dios cruel que exige el sacrificio supremo; no es una «re-compra» de un poder alienante que ha hecho esclavos. Es el tiempo y el lugar en que Dios que es amor y que nos ama, se hace visible. Jesús crucificado proclama lo mucho que Dios nos ama, y afirma que, en este gesto de amor, un ser humano ha dado un asentimiento incondicional a los caminos de Dios. 11. El evangelio de Jesús crucificado demuestra la solidaridad del amor de Dios con el sufrimiento. En la persona de Jesús de Nazaret, el amor salvador de Dios y su solidaridad con nosotros se dan su forma histórica y física. La crucifixión, una forma despreciable de muerte, se hace «evangelio». Aunque gran parte del Antiguo Testamento vea la muerte como final y trágica (cf., por ejemplo, Job 2, 4; Ecl 9, 4; Is 38, 18; Sal 6, 5; 16, 10-11: 73, 27-28), esta visión es superada gradualmente por la idea emergente de una vida después de la muerte (cf. Dan 12, 5-13; Sab 3, 1-13), y por la enseñanza de Jesús, de que Dios es un Dios de vivos, no de muertos (cf. Mt 22, 31-32). Pero el acontecimiento sangrante del Calvario pedía que la Iglesia primitiva explicase, tanto para sí misma como para su misión, la eficacia expiatoria de la muerte sacrificial de Jesús en la cruz (cf. 1 Cor 1, 22-25). 12. El Nuevo Testamento usa imágenes sacrificiales para explicar la muerte de Cristo. La salvación no puede obtenerse por una mera perfección moral, y el sacrificio no puede considerarse como un resto de una religiosidad fuera de moda. El judaísmo aportaba ya el modelo de la muerte expiatoria del mártir ejemplar (cf. 4 Mac), pero el Nuevo Testamento nos impulsa más allá gracias a la significación decisiva atribuida a la «sangre de Cristo». La cruz de Cristo, que ocupaba una posición central en el anuncio primitivo, implicaba el derramamiento de la sangre. El significado salvífico de la muerte de Jesús se explicaba en términos tomados de la liturgia sacrificial del Antiguo Testamento, donde la sangre jugaba un importante papel. Continuando, pero transformando, la concepción del Antiguo Testamento, de la sangre como signo esencial de la vida, el lenguaje y la teología sacrificiales surgieron en la Iglesia primitiva: I. Por un argumento tipológico, se miraba a la sangre de Cristo como eficaz para establecer una Alianza nueva y perfecta entre Dios y el Nuevo Israel (cf. Éx 24; Mt 26, 27-28; 1 Cor 11, 23-26; Heb 9, 18-21). Pero, a diferencia de las acciones repetidas de los sacerdotes de la Alianza precedente, la sangre de Jesús, el único medio para obtener remisión y santificación (cf. Heb 9, 22), se derrama una sola vez, en un sacrificio que se ofrece una vez por todas (cf. Rom 6, 10; Heb 7, 27; 9, 12; 10, 10)[7]. II. El término «muerte» por sí mismo no significaría una obra redentiva. La «sangre» implica más que la muerte. Tiene la connotación activa de la vida (cf. Rom 5, 8-10). El derramamiento de sangre sobre el altar se consideraba el acto esencial y decisivo de ofrecimiento (Levítico), pero para Pablo la eficacia atribuida a la sangre de Cristo (justificación, redención, reconciliación y expiación) va mucho más allá del ámbito reivindicado para la sangre en el Levítico, donde su efecto es sólo negativo, la protección o la neutralización de aquello que no permite un culto de Dios, seguro y aceptable (cf. Rom 3, 24-25). Cristo es considerado el kaporeth: al mismo tiempo, ofrenda y propiciación. III. Ser en la alianza significa obedecer (cf. Sal 2, 8). La idea de obediencia y de lealtad a la Torah hasta la muerte era bien conocida en el judaísmo del siglo I. Pablo puede, por ello, explicar la muerte de Jesús como obediencia a las exigencias de Dios (cf. Rom 5, 13-18; Flp 2, 8; cf. también Heb 10, 5). Esta obediencia no es el acto de aplacar a un Dios airado, sino una libre oblación de sí mismo que hace posible la creación de la Nueva Alianza. El cristiano entra en la Nueva Alianza imitando la paciencia y obediencia de Jesús (cf. también 1 Pe 1, 18-20). IV. Como toda la vida terrena de Jesús (cf. Mt 1, 21; 3, 17; 4, 1-10; Lc 1, 35; 4, 14. 18; Jn 1, 32), su muerte en la cruz ha tenido lugar en presencia del Espíritu Santo y con su asistencia (cf. Lc 23, 46). Aquí toda analogía con el Antiguo Testamento queda corta. Jesucristo es el «que, por el Espíritu Eterno, se ofreció a sí mismo» (Heb 9, 14). Todo lo que sucede en la cruz, es un testimonio dado al Padre, y, según Pablo, nadie puede llamar a Dios Padre sino en el Espíritu, y el Espíritu de Dios le da testimonio en los creyentes (cf. Rom 8, 15; Gál 4, 6). Para el cuarto evangelio, el Espíritu Santo se da a la Iglesia, cuando Jesús grita: «Todo se ha cumplido» y transmite el Espíritu (Jn 19, 30)[8]. V. La muerte de Jesús fue alabanza y exaltación de Dios. Él permaneció fiel en la muerte; manifestó el reino de Dios y por ello, en la muerte de Jesús, Dios estaba presente. Por esta razón, la Iglesia naciente atribuyó a la muerte de Jesús, un poder redentivo: «Aunque era Hijo, aprendió por sus padecimientos la obediencia, y habiendo sido hecho perfecto, vino a ser para todos los que le obedecen, causa de salvación eterna, declarado por Dios sumo sacerdote según el orden de Melquisedec» (Heb 5, 8-10). El sacrificio de Jesús en la cruz no sólo fue passio, sino también actio. El último aspecto, la ofrenda voluntaria de sí al Padre, con su contenido pneumático, es el aspecto más importante de esta muerte. El drama no es un conflicto entre el sino y el individuo. Al contrario, la Cruz es una liturgia de obediencia que manifiesta la unidad entre el Padre y el Hijo en el Espíritu eterno. 13. Jesús resucitado confirma la respuesta clemente de Dios a ese amor que se da a sí mismo. Al final, el cristianismo contempla una cruz vacía. La aceptación incondicional, por parte de Jesús de Nazaret, de todo lo que le había sido pedido por su Padre, ha llevado al «sí» incondicional del Padre a todo lo que Jesús ha dicho y hecho. La resurrección es la que proclama que el camino de Jesús es el que vence al pecado y a la muerte para conducir a una vida que no tiene límites. 14. El cristianismo tiene la tarea de anunciar con palabras y obras la irrupción de la libertad de las numerosas esclavitudes que deshumanizan la creación de Dios. La revelación de Dios en y por medio de Jesús de Nazaret, crucificado, pero resucitado, nos llama a ser todo aquello para lo que hemos sido creados. La persona que participa en el amor de Dios, revelado en y por medio de Jesucristo llega a ser aquello para lo cual él o ella había sido creado: la imagen de Dios (cf. Gén 1, 26-27), como Jesús es el icono de Dios (cf. Col 1, 15). La historia de Jesús muestra que ello nos costará todas las cosas. Pero la respuesta de Dios a la historia de Jesús es igualmente dramática: la muerte y el pecado han sido vencidos una vez por todas (cf. Rom 6, 5-11; Heb 9, 11-12; 10, 10). 15. El poder de destrucción permanece en nuestras manos; la historia de Adán está todavía con nosotros (cf. Rom 5, 12-21). Pero el don de la obediencia semejante a la de Cristo ofrece al mundo la esperanza de transformación (cf. Rom 6, 1-21), libera de la Ley para una fructuosa unión con Cristo (cf. Rom 7, 1-6). Vivir bajo la Ley hace imposible la verdadera libertad (cf. Rom 7, 7-25), mientras que la vida en el Espíritu permite una libertad que viene del don clemente de Dios (cf. Rom 8, 1-13). Pero tal libertad sólo es posible por la muerte al pecado, de modo que podamos ser «vivos para Dios en Cristo Jesús» (cf. Rom 6, 10-11). 16. La vida redimida de los cristianos tiene un claro carácter histórico, y una inevitable dimensión social. La relación entre amos y esclavos no podrá ya ser la misma (cf. Flm, especialmente v. 15-17); no existe ya el esclavo y la persona libre, ni el griego o el judío, ni el varón y la mujer (cf. Gál 3, 28). Los cristianos están llamados a ser auténticamente humanos en un mundo dividido, la manifestación única de amor, alegría, paz, paciencia, benevolencia, bondad, fidelidad, mansedumbre y dominio de sí, viviendo del Espíritu y caminando según el Espíritu (cf. 1 Cor 13; Gál 5, 22-26). 17. En la soteriología de la Carta a los Efesios y de la Carta a los Colosenses, destacan los temas de la paz y de la reconciliación. «Él [Cristo] es nuestra paz» (Ef 2, 14). La paz (shalom) y la reconciliación llegan a ser aquí el corazón y la mejor expresión de la redención. Pero este aspecto de la redención no es nuevo. La palabra «paz» debe entenderse a la luz de su rico uso a lo largo de la tradición bíblica. Ella tiene un triple dimensión: I. Significa paz con Dios: «Justificados, pues, por la fe, tenemos paz con Dios por mediación de nuestro Señor Jesucristo» (Rom 5, 1). II. Significa paz entre los seres humanos. Ello implica que estén bien dispuestos los unos con respecto a los otros. La paz, que es Cristo, destruye los muros del odio, de la división y de la discordia, y se construye sobre la confianza mutua. III. Significa la importantísima paz interior que el ser humano puede encontrar dentro de sí mismo. Este aspecto de la paz de Cristo tiene consecuencias de largo alcance. Pablo habla en Rom 7, 14-25 de la persona humana dividida contra sí misma, cuya voluntad y cuyas acciones están en conflicto entre ellas. Esta persona, sin el poder liberador que viene del don de la gracia y de la paz de Jesucristo, sólo puede gritar: «¡Desdichado de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo de muerte?» (Rom 7, 24). Pablo proporciona inmediatamente la respuesta: «¡Gracias a Dios por Jesucristo nuestro Señor!» (Rom 7, 25). 18. En el himno a Cristo que abre la Carta a los Colosenses (Col 1, 15-20), la redención aportada por Cristo es alabada en cuanto redención cósmica y universal. La creación entera debe ser liberada de la esclavitud de la corrupción para obtener la gloriosa libertad de los hijos de Dios. Este tema de la integridad, esencialmente orientada hacia Dios, de la totalidad de la creación, ya enunciado elocuentemente en la anterior Carta a los Romanos de Pablo (cf. Rom 8, 18-23), nos hace conscientes de nuestras responsabilidades actuales con respecto a la creación. 19. En la Carta a los Hebreos, encontramos la imagen del pueblo peregrinante de Dios, en su camino a la tierra prometida del reposo de Dios (Heb 4, 11). El modelo es la generación de Moisés que viaja a través del desierto durante cuarenta años buscando la tierra prometida de Canaán. En Jesucristo, sin embargo, tenemos «el guía de la salvación» (Heb 2, 10) que, a causa de su filiación, sobrepasa con mucho a Moisés (cf. Heb 3, 5-6). Él es el sumo sacerdote según el orden de Melquisedec. Su sacerdocio no sólo supera el sacerdocio de la Antigua Alianza, sino que lo ha abolido (cf. Heb 7, 1-28). Jesucristo nos ha liberado de nuestros pecados por su sacrificio. Nos ha santificado y nos ha hecho sus hermanos. Ha redimido a aquellos que, por miedo a la muerte, estaban sometidos, toda su vida, a esclavitud (cf. Heb 2, 10-15). Ahora aparece como nuestro abogado en la presencia de Dios (cf. Heb 9, 24; 7, 25). 20. Por tanto, el viaje del cristiano a través de la historia está marcado por una verdad inquebrantable. Es verdad que «la esperanza que se ve, ya no es esperanza. Porque lo que uno ve, ¿cómo esperarlo? Pero si esperamos lo que no vemos, en paciencia esperamos» (Rom 8, 24-25). Podemos no verlo, pero nos ha sido dada la promesa de la nueva Jerusalén, el lugar donde «él morará con ellos, y ellos serán su pueblo y el mismo Dios será con ellos, y enjugará las lágrimas de sus ojos, y la muerte no existirá más, ni habrá duelos, ni gritos, ni trabajo, porque todo esto es ya pasado. [...] He aquí que hago nuevas todas las cosas» (Ap 21, 3-5). Dotados ya con el Espíritu, la libertad y la garantía (cf. 2 Cor 1, 22; 5, 5; Ef 1, 13-14) que fluyen de la muerte y resurrección de Jesús, nos dirigimos confiadamente hacia el fin de los tiempos, exclamando: «¡Ven, Señor Jesús!» (Ap 22, 20).
Parte III: Perspectivas históricas a) Interpretaciones patrísticas de la Redención Introducción 1. Los Padres continuaron la enseñanza del Nuevo Testamento sobre la redención, desarrollando y elaborando algunos temas a la luz de su situación religiosa y cultural. Acentuando la liberación del paganismo, la idolatría y los poderes del demonio, y en consonancia con la mentalidad contemporánea, interpretaron la redención, sobre todo, como una liberación de la mente y el espíritu. Sin embargo, no ignoraron la importancia del cuerpo, en el que los signos de deterioro y muerte, como consecuencias del pecado (cf. Rom 5, 12), aparecen con mayor claridad. Adhiriendo al axioma «caro cardo salutis», rechazaron la concepción gnóstica de la redención solamente del alma. 2. Los Padres tienen una noción clara de la obra «objetiva» de la redención y de la reconciliación que ocasiona la salvación del mundo entero, y de una obra «subjetiva» que atañe a los seres humanos individuales. El aspecto «objetivo» está íntimamente conexo con la Encarnación y la Cristología, mientras que el «subjetivo» está en conexión con los sacramentos y la doctrina de la gracia, que acompaña y dirige la historia humana hacia el έσχατον. Padres apostólicos y apologetas 3. Ignacio de Antioquía usa el título soteriológico Χριστòς ίατρός(Christus medicus). «Hay un solo médico, carnal y espiritual, creado e increado, Dios hecho carne, vida verdadera en la muerte, [nacido] de María y de Dios, primero pasible y luego impasible, Jesucristo nuestro Señor»[9]. Cristo no ha curado meramente la enfermedad, sino que abarca la muerte, de la misma manera que la vida; en realidad, la verdadera vida se encuentra en la muerte. La actividad sanadora, que es parte de su obra redentiva en los evangelios, expresa, ante todo, su bondad divina: pretendía que sus curaciones y exorcismos fueran obras buenas por las cuales las personas alabasen al Padre. Sus curaciones se fundaban sobre su poder divino de perdonar los pecados, para lo que postulaba la fe como única condición. Esta corriente de pensamiento puede encontrarse en la Primera Carta de Clemente[10], en la «Carta a Diogneto»[11] y en Orígenes[12]. 4. El pensamiento de Justino está íntimamente conexo al Credo. Su comprensión del Χριστòς διδάσκαλος y del Λόγος διδάσκαλος evoca la enseñanza de Jesús bajo Poncio Pilato. Los Apologetas recalcan la figura de Christus Magister (Χριστòς διδάσκαλος) y su interés se centra ulteriormente en su doctrina y exorcismos, pero Justino, para su explicación de la presencia sanadora de Cristo, recurre, sobre todo, a la práctica sacramental de la Iglesia y a las explicaciones del Credo. Las palabras del Logos vienen con fuerza divina; tienen un poder liberador. En Gén 6, 1-4 se ponen en movimiento las fuerzas del mal, y la historia de la salvación está marcada por el encuentro entre Cristo y los demonios en una lucha contra la corrupción siempre creciente, como se enseña en la Apología de Justino[13] y en Atenágoras[14]. El artículo del Credo de los Apóstoles «descendit ad inferos» describe la culminación de esta batalla a través del bautismo, la tentación, los exorcismos y la resurrección de Jesús. De modo semejante, el uso del término σωτήρ por Justino para hablar de la continuación de la obra redentora de Cristo viene de las fórmulas de la liturgia y del Credo. Lo mismo se puede decir de su idea de Jesús como Redemptor y ayudador, Hijo de Dios, primogénito de toda la creación, nacido de una virgen, que sufrió bajo Poncio Pilato, murió y resucitó de entre los muertos, y que ascendió al cielo, expulsando, derrotando y sometiendo a todos los demonios[15]. Justino, a la vez que continúa el pensamiento de los Padres Apostólicos, depende también de los Credos bautismales, el Nuevo Testamento y la σωτηρία vivida en los sacramentos de la Iglesia. Ireneo 5. Ireneo, al comienzo del libro 5º del Adversus haereses, explica: Cristo el maestro (Christus Magister) es el Verbo hecho hombre que ha establecido comunión con nosotros, de modo que podamos verlo, comprender su palabra, imitar sus obras, cumplir sus mandamientos y revestirnos de incorruptibilidad. En esto somos re-creados a semejanza de Cristo. Al mismo tiempo, Cristo es el Verbo poderoso y verdadero hombre (Verbum potens et homo verus) que inteligiblemente (rationabiliter) nos ha redimido por su sangre, dándose a sí mismo como rescate (redemptionem) por nosotros. Según Ireneo, la redención fue realizada de un modo que el ser humano era capaz de entender (rationabiliter): el Verbo que es absoluto en poder, es también perfecto en justicia. El Verbo, por tanto, se opone al enemigo, no con fuerza, sino con persuasión y benevolencia, asumiendo todo lo que por derecho le pertenece[16]. Ireneo no concede que Satanás tenga algún derecho de dominio sobre la humanidad después de la caída. Al contrario, Satanás reina injustamente (iniuste), porque nosotros pertenecemos a Dios según nuestra propia naturaleza (cum natura essemus Dei omnipotentis). Redimiéndonos por su sangre, Cristo inauguró un nuevo estadio en la historia de la salvación, efundiendo el Espíritu del Padre de modo que Dios y la humanidad puedan unirse y estar en armonía. Por su Encarnación, ha garantizado verdadera y seguramente la incorruptibilidad a la humanidad[17]. El Redentor y la redención son inseparables, porque la redención no es más que la unidad del redimido con el Redentor[18]. La verdadera presencia del Logos divino en la humanidad tiene un impacto sanante y elevante sobre la naturaleza humana en general. 6. La noción de «recapitulación» (άνακεφαλαίωσις) en Ireneo implica la restauración de la imagen de Dios en el hombre. Aunque la expresión viene de Ef 5, 10, el pensamiento de Ireneo tiene una amplia base bíblica. El terminus a quo de la redención es la liberación del dominio de Satanás y la recapitulación de la historia previa de la humanidad. El terminus ad quem es el aspecto positivo: la renovación de la imagen y semejanza de Dios. El primer Adán lleva en sí mismo la semilla de todo el género humano; el segundo Adán, por medio de la Encarnación, recapitula a toda persona que ha vivido hasta entonces y se dirige a todos los pueblos y lenguas. La redención no mira sólo al pasado; es una apertura al futuro. Para la recapitulación de la imagen y semejanza de Dios tienen que estar presentes tanto el Verbum como el Spiritus. El primer Adán prefigura al Verbo encarnado, en vista del cual el Verbum y el Spiritus han formado al primer hombre, pero éste permaneció en una condición de «niñez» porque el Espíritu, que da el crecimiento, lo abandonó. La semejanza dada por el Espíritu Santo introduce un nuevo y final período de la οικονομία que se completó en la resurrección, cuando todo el género humano recibió la forma del nuevo Adán[19]. El aspecto pneumático de la άνακεφαλαίωσις es importante porque la posesión permanente de la vida es posible sólo por el Espíritu Santo[20]. Aunque la Encarnación resume el pasado, compendiándolo en la recapitulación, ella, en cierto sentido, lleva el pasado hacia un final. La efusión del Espíritu Santo, que ha sido inaugurada en la resurrección, dirige la historia hacia el έσχατον y hace la άνακεφαλαίωσις verdaderamente universal. Las tradiciones griegas 7. Atanasio nunca descuidó la importancia del pecado, pero vio claramente que el Redentor tenía que sanar no sólo la realidad del pecado mismo, sino también sus consecuencias: la pérdida de la semejanza a Dios, la corrupción y la muerte[21]. Atanasio sostenía que Dios, si hubiera tenido solamente que atender al pecado, habría podido realizar la redención en cualquier otro modo más bien que por la Encarnación y la crucifixión. No negaba que Cristo entró en contacto inmediato con el pecado, pero afirmaba que, aunque el pecado no tocase la naturaleza divina de Cristo, éste experimentaba en su naturaleza humana las consecuencias del pecado. Entró en el mundo del pecado y de la corrupción porque la corrupción y la muerte son ellas mismas pecado[22]. 8. Gregorio de Nacianzo enseña que la Encarnación ha tenido lugar porque la humanidad necesitaba una ayuda mayor. Antes de la Encarnación, la pedagogía de Dios había sido insuficiente[23]. Cristo asume toda la condición humana para liberarnos del dominio del pecado[24], pero la fuente de la salvación, hecha posible por la Encarnación, es la crucifixión y resurrección de Cristo[25]. Gregorio rechaza totalmente la hipótesis de que Dios haya entrado en negociaciones con Satanás y la sugerencia de que un rescate haya sido pagado al Padre. Cualquier cosa que haya sido tocada por la divinidad, era santificada[26]. Esta concepción es desarrollada por Gregorio de Nisa, que utiliza la simbología joánica para sostener que el Verbo, como un pastor, se ha unido a la oveja centésima. Trazando una analogía con «el Verbo se hizo carne», afirma que «el pastor se hizo oveja»[27]. Esta idea reaparece en Agustín: Ipse ut pro omnibus pateretur, ovis est factus[28]. Las tradiciones latinas 9. En la tradición latina, Ambrosio y Agustín se inspiraron en la riqueza de los «misterios» de la Iglesia, la vida litúrgica, la oración y especialmente la vida sacramental que florecía en la Iglesia latina hacia el siglo IV. Ambrosio, cuyo conocimiento del griego le posibilitaba aportar mucho de la tradición oriental a Occidente, basó sus enseñanzas en los sacramentos del Bautismo, de la Penitencia y de la Eucaristía. Esto no sólo nos suministra un testimonio precioso de la vida sacramental de la Iglesia latina, sino también del modo en que la Ecclesia orans comprendió el misterio de la acción redentora de Dios en el acontecimiento de Cristo, pasado (redención objetiva), presente y futuro (redención subjetiva)[29]. 10. San Agustín no es un innovador en la doctrina cristiana sobre la redención. Sin embargo, con agudeza y penetración, elabora y sintetiza las tradiciones, las prácticas y las oraciones de la Iglesia que él ha recibido. Sólo Dios puede ayudar a la humanidad en su impotencia[30]. Agustín pone de relieve el profundo abismo entre nuestro estado actual y nuestra vocación divina. No puede haber acuerdo entre Dios y Satanás. La redención sólo puede ser obra de la gracia[31]. En el plano divino de la salvación, la misión de Cristo se restringe a un cierto tiempo, pero es una realidad ultramundana: el amor del Dios airado hacia la humanidad. Este amor eterno, a través de la crucifixión y muerte de Cristo, aporta la reconciliación y la filiación[32]. La obra de la redención tiene que ser digna tanto de Dios como del hombre, y, por ello, Dios perdona y olvida el pecado sólo si la persona humana se arrepiente y repara por él. Cuando esto sucede, Dios aniquila el pecado y la muerte. Por eso, la reparación y la reconciliación están basadas sobre la justicia, en cuanto que sólo por este camino la humanidad puede ser responsablemente implicada en la historia de la salvación. La humanidad es atraída hacia la reconciliación hasta el extremo de que ella acepta, de modo activo, la salvación y la redención. 11. La redención no es un acontecimiento que simplemente ha sucedido al ser humano. Estamos activamente implicados en él, a través de nuestra Cabeza, Jesucristo. El sacrificio redentor de Cristo es el ápice de la actividad cultual y moral de la humanidad. Es el único y solo sacrificio meritorio (sacrificium singulare). La muerte de Jesucristo es un sacrificio perfecto y un acto de adoración. La crucifixión es la consumación de todos los sacrificios ofrecidos anteriormente a Dios. Aceptado por el Padre, obtiene la salvación para los hermanos y hermanas de Cristo. Repitiendo una idea que, como en Ambrosio, estaba asociada a su comprensión del efecto redentor de la vida sacramental de la Iglesia, especialmente el Bautismo, Agustín enseñaba que todos los sacrificios, incluido el de la Iglesia, pueden ser solamente una «figura»[33] del sacrificium singulare, del sacrificio de Cristo[34]. 12. Aunque es pura gracia, la redención implica la satis-factio realizada por la obediencia del Hijo de Dios, cuya sangre es el rescate por medio del cual él ha merecido y obtenido la justificación y la liberación[35]. Jesucristo combate esta batalla como un ser humano y de este modo salva el honor de la humanidad en su perfecta respuesta a Dios (la factio pedida a la humanidad) y también revela la majestad de Dios (el satis que viene de Dios, que completa la satisfactio). Por eso, Cristo no es sólo un sanador, sino también un santificador que salva santificando. Continuando una tradición de los Padres primitivos, Agustín insiste en que Cristo es la cabeza de la humanidad, pero porque era también el Salvador de la humanidad ya antes de todos los tiempos y antes de su Encarnación, Cristo influye sobre todas las personas concretas, así como sobre la humanidad en general. Conclusión 13. Temas que vienen a nosotros de la tradición bíblica, forman la base de la reflexión patrística sobre la redención. El abismo entre la condición humana y la esperanza en la libertad de ser hijos e hijas del único verdadero Dios está claramente comprendido y presentado. La iniciativa de Dios tiende un puente sobre el abismo por el sacrificio de Jesucristo y su resurrección. Dentro de las diversas escuelas de pensamiento, estos elementos constituyen la base de la reflexión patrística. Igualmente importante para los Padres es la asociación de la historia humana y de los individuos humanos con la muerte y la resurrección de Jesucristo. Una vida de amor y obediencia refleja el significado perenne de su vida y de su muerte y, de alguna manera, nos implica en él. Aunque hablasen de modos diversos, reflejando sus visiones personales del mundo y sus propios problemas, los Padres de la Iglesia elaboraron además, sobre la base del Nuevo Testamento y del desarrollo de los misterios de la vida, de la oración y de la práctica de la Iglesia, un cuerpo sólido de tradición sobre el que ha podido construir la posterior reflexión teológica. b) Teorías más recientes sobre la redención 14. La Sagrada Escritura y los Padres de la Iglesia proporcionan un sólido fundamento para la reflexión sobre la redención del género humano por la vida, la enseñanza, la muerte y la resurrección de Cristo en cuanto Hijo de Dios encarnado. Proporcionan también una gran cantidad de metáforas y analogías con las cuales ilustran y contemplan la obra redentiva de Cristo. Hablando de Cristo como vencedor, maestro y médico, los Padres tendían a subrayar la acción «descendente» de Dios, pero no descuidaban la obra de Cristo como la de quien ofrece satisfacción, pagando el «rescate» debido y ofreciendo el solo sacrificio digno. 15. Sería ir más allá de la finalidad del presente documento trazar la historia de la teología de la redención a través de los siglos. Para nuestro propósito puede bastar indicar unos pocos momentos culminantes de esa historia, para lograr saber los principales resultados que tienen que ser tratados en una consideración contemporánea. La Edad Media 16. La contribución medieval a la teología de la redención puede estudiarse en Anselmo, Abelardo y Tomás de Aquino. En su obra clásica Cur Deus homo, Anselmo, sin olvidar la iniciativa «descendente» de Dios en la Encarnación, pone el acento en la obra «ascendente» de restitución legal. Empieza con la idea de Dios como Señor soberano, cuyo honor es ofendido por el pecado. El orden de la justicia conmutativa exige una reparación adecuada, que puede ser dada solamente por el Dios-hombre. «La deuda era tan grande, que no debiendo pagarla sino el hombre, y no pudiendo pagarla sino Dios, fuera el mismo hombre y Dios»[36]. Ofreciendo una satisfacción adecuada, Cristo libra a la humanidad de la pena debida al pecado. Subrayando la muerte satisfactoria de Cristo, Anselmo calla con respecto a la eficacia redentiva de la resurrección de Cristo. Preocupado con la liberación de la culpa, presta poca atención al aspecto de la divinización. Concentrando su atención en la redención objetiva, Anselmo no se extiende en la apropiación subjetiva de los efectos de la redención por parte del redimido. Sin embargo, reconoce que Cristo establece un ejemplo de santidad que debe ser seguido por todos[37]. 17. Pedro Abelardo, si no niega el valor satisfactorio de la muerte de Cristo, prefiere hablar de Cristo como del que enseña por la vía del ejemplo. En esta concepción, Dios podría haber satisfecho a su honor sin la cruz de Cristo, pero Dios ha querido que los pecadores se reconociesen a sí mismos como objeto del amor crucificado de Jesús y así se convirtieran. Abelardo ve en la pasión de Cristo una revelación del amor de Dios, un ejemplo que nos mueve a la imitación. Como a su locus classicus, apela a Jn 15, 13: «Nadie tiene mayor amor que éste de dar uno la vida por sus amigos»[38]. 18. Tomás de Aquino toma de nuevo el concepto de satisfacción de Anselmo, pero lo interpreta de un modo que tiene reminiscencias de Abelardo. Para el Aquinate, la satisfacción es la concreta expresión del pesar por el pecado. Sostiene que la pasión de Cristo ha compensado por el pecado por ser, por excelencia, un acto de amor, sin el que no podría haber satisfacción[39]. En su sacrificio, Cristo ha ofrecido a Dios más de cuanto se requería. Citando 1 Jn 2, 2, el Aquinate declara que la pasión de Cristo satisfizo sobreabundantemente por los pecados del mundo entero[40]. La muerte de Cristo fue necesaria sólo como resultado de una libre decisión de Dios de redimir la humanidad en un manera conveniente, mostrando tanto la justicia como la misericordia de Dios[41]. Según el Aquinate, Cristo el Redentor sana y diviniza los seres humanos pecadores no sólo por su cruz, sino por su Encarnación y por todos sus acta et passiones in carne, incluida su gloriosa resurrección. En su sufrimiento y muerte, Cristo no es un mero sustituto de los pecadores caídos, sino más bien la cabeza representativa de una humanidad regenerada. El Aquinate «insiste en la noción de la "gracia capital", la cual redunda en los miembros en virtud de la interrelación orgánica del cuerpo místico»[42]. Reforma y Contrarreforma 19. Los reformadores protestantes retomaron la teoría anselmiana de la satisfacción, pero no distinguieron, como él había hecho, entre las alternativas de satisfacción y castigo. Para Lutero, la satisfacción tiene lugar precisamente mediante un castigo. Cristo está bajo la cólera de Dios, porque, como enseña san Pablo en la Carta a los Gálatas (3, 13), tomó sobre sí no sólo las consecuencias del pecado, sino el pecado mismo[43]. Cristo es, según Lutero, el mayor ladrón, asesino, adúltero y blasfemo que haya vivido jamás[44]. En algunos momentos, Lutero habla paradójicamente de Cristo como, al mismo tiempo, puro y, sin embargo, el mayor pecador[45]. Porque Cristo ha pagado plenamente la deuda debida a Dios, estamos dispensados de todo cumplimiento. Los pecadores pueden completar el «feliz intercambio», si dejan de confiar en cualquier mérito propio y se revisten, por la fe, con los méritos de Cristo, del mismo modo que él se revistió con los pecados de la humanidad[46]. La justificación tiene lugar mediante la fe solamente. 20. Calvino presenta una comprensión imputativa de la culpabilidad de Cristo. Dice que Cristo está revestido de la suciedad del pecado por una «imputación trasladada»[47]. «El reato que nos tenía sometidos a la pena, ha sido trasladado a la cabeza del Hijo de Dios. Esta compensación tiene que ser, ante todo, recordada»[48] en orden a ser librados de ansiedad. Jesús no sólo murió como un malhechor, bajó también al infierno y sufrió las penas de los condenados[49]. 21. En el siglo XVII, Hugo Grocio situó la soteriología de Calvino dentro de un marco más jurídico, explicando ampliamente cómo el derramamiento de la sangre de Cristo manifiesta el odio de Dios con respecto al pecado[50]. 22. El Concilio de Trento da una breve exposición de la redención en su Decreto sobre la justificación. Basándose en Agustín y en el Aquinate, el Concilio mantiene que Cristo, por su gran amor, mereció nuestra justificación y satisfizo por nosotros sobre el árbol de la cruz[51]. La doctrina de la satisfacción es integrada por Trento dentro de un cuadro más amplio que incluye la divinización infundida a los pecadores justificados, por el Espíritu Santo que los hace miembros vivos del cuerpo de Cristo[52]. El protestantismo liberal 23. En algunas versiones de la oratoria popular protestante, e incluso católica, la teoría de la sustitución penal describe a Dios casi como un soberano vengativo que exigía reparación de su honor ofendido. La idea de que Dios castigaría al inocente en lugar del culpable, parecía incompatible con la convicción cristiana de que Dios es eminentemente justo y amante. Por ello, es comprensible que los cristianos liberales tomaran un camino muy diferente en el que la justicia vindicativa de Dios no tuviera lugar alguno. Volviendo, en algunos aspectos, a Abelardo, algunos teólogos del siglo XIX subrayaron el amor ejemplar de Jesús que suscita una respuesta de gratitud, haciendo a los otros capaces de imitar sus acciones de amor y así obtener la justificación. Bajo el influjo de Kant, la doctrina de la justificación fue purificada de sus supuestas «corrupciones sacerdotales», incluidos los conceptos de sacrificio y de satisfacción penal. Albrecht Ritschl, con el reconocimiento debido a Kant, redefinió la redención en términos de libertad para colaborar en una asociación de virtud en orden al «reino de Dios»[53]. 24. Una variante de la teoría liberal se puede encontrar en Schleiermacher, quien mantenía que Jesús nos conduce a la perfección no tanto por lo que hace, cuanto por lo que es, la suprema instancia de la conciencia humana transformada por la unión con lo divino. Más bien que hablar simplemente de influjo moral, Schleiermacher usaba categorías orgánicas, incluso físicas, de causalidad. «El Salvador asume a los creyentes en la comunión de su inalterable felicidad, y esto es su actividad reconciliadora»[54]. Movimientos del siglo XX 25. Numerosas nuevas teorías de la redención han aparecido en el siglo XX. En la teología kerigmática de Rudolf Bultmann, Dios redime la humanidad por medio de la proclamación de la cruz y de la resurrección. La significación redentiva de la cruz, para Bultmann, no descansa sobre ninguna teoría «ascendente» del sacrificio o de la satisfacción vicaria (las cuales huelen, ambas, a mitología), sino en el juicio «descendente» del mundo y en su liberación del poder del mal. El mensaje paradójico de salvación por la cruz suscita en sus oyentes una respuesta de sumisión amorosa, de modo que son movidos de una existencia inauténtica a una auténtica. «Creer en la cruz de Cristo no significa mirar a un proceso mítico que se haya realizado fuera de nosotros y de nuestro mundo, a un acontecimiento objetivamente contemplable que Dios impute como sucedido a nuestro favor; sino que creer en la cruz de Cristo significa aceptar la cruz de Cristo como propia, significa dejarse crucificar con Cristo»[55]. 26. Paul Tillich tiene una teoría existencial parecida, excepto que atribuye el poder de superar la alienación humana a la imagen bíblica de Jesús como Cristo, y especialmente al símbolo de la cruz. La cruz de Cristo no es la causa, sino la manifestación de que Dios toma sobre sí las consecuencias de la culpa humana. Como Dios participa en el sufrimiento humano, así nosotros somos redimidos tomando parte libremente en la participación divina y permitiendo que ella nos transforme[56]. 27. En ambas formas, la teoría existencial atribuye la redención al poder de Dios que actúa mediante palabras o símbolos que transforman la comprensión que el ser humano tiene de sí. Sólo secundariamente se presta atención a Jesús mismo, que es considerado una figura, oscura y míticamente recargada, de la historia. 28. Reaccionando contra el descuido del Jesús histórico en la teología kerigmática y contra la piedad eclesiocéntrica de los últimos siglos, algunos teólogos recientes se han esforzado en reconstruir la verdadera historia de Jesús y han acentuado el modo en que su muerte resultó de su lucha contra las estructuras opresoras e injustas, tanto políticas como religiosas. Jesús, se dice, defendía los derechos de los pobres, de los marginados, de los perseguidos. Se pide a sus discípulos que participen en la solidaridad con los oprimidos. La vida y la muerte de Jesús se consideran redentoras en cuanto que inspiran a otros a emprender la lucha por una sociedad justa. Este tipo de soteriología es característico de la teología de la liberación y de algunas versiones de la teología política[57]. 29. La teología de la liberación puede parecer unilateral en su énfasis sobre la reforma social. Como reconocen algunos de sus partidarios, la santidad no puede ser alcanzada ni el pecado puede ser derrotado por un mero cambio de estructuras sociales y económicas. Porque el mal, en amplia medida, tiene su fuente en el corazón humano, los corazones y las mentes tienen que ser transformados e imbuidos con la vida de lo alto. Los teólogos de la liberación difieren entre sí en el énfasis que dan a la esperanza escatológica. Algunos de ellos afirman explícitamente que el reino de Dios no puede establecerse plenamente por la acción humana dentro de la historia, sino sólo por la acción de Dios en la Parusía. 30. Entre los teólogos modernos que intentan restablecer el sentido de la acción «descendente» de Dios a favor de sus creaturas necesitadas, merece una mención especial Karl Rahner. Éste describe a Jesús como el símbolo insuperable que manifiesta la irreversible voluntad salvífica universal de Dios. Como realidad simbólica, Cristo representa efectivamente tanto la irrevocable autocomunicación de Dios en la gracia como la aceptación de esta autocomunicación por parte de la humanidad[58]. Rahner es muy reservado con respecto a la idea de sacrificio expiatorio, que describe como una noción antigua que se presuponía válida en los tiempos de Nuevo Testamento, pero que «hoy [...] nos presta poco auxilio para el inteligencia buscada»[59], es decir, para la significación causal de la muerte de Jesús. En la teoría de Rahner de la causalidad cuasisacramental, la voluntad salvífica de Dios pone el signo, en este caso la muerte de Jesús juntamente con su resurrección, y en el interior de ese signo y por él causa lo que se significa[60]. 31. Parecería que para Rahner los beneficios esenciales de la redención pueden obtenerse por la aceptación de la autocomunicación interna de Dios que se da a todos como un «existencial sobrenatural», incluso antes de que la Buena Noticia de Jesucristo sea oída. El mensaje del evangelio, cuando llega a ser conocido, hace posible entender mejor lo que ya estaba implícito en la palabra interior de la gracia de Dios. Todos los que escuchan y creen el mensaje cristiano obtienen la seguridad de que la palabra última de Dios con respecto a los seres humanos no es de severidad y juicio, sino de amor y misericordia. 32. La teoría de Rahner es de un valor indiscutible al poner el énfasis en la iniciativa amorosa de Dios y en la respuesta apropiada de confianza y gratitud. Se separa de las limitaciones legalistas y moralísticas de algunas teorías anteriores. Algunos, sin embargo, se han preguntado si la teoría da suficiente espacio a la eficacia causal del acontecimiento Cristo y especialmente al carácter redentivo de la muerte de Jesús en la cruz. El símbolo Cristo ¿expresa y comunica simplemente lo que anteriormente ha sido dado en la voluntad salvífica universal de Dios? ¿Se subraya la palabra interna de Dios (como «revelación transcendental») a expensas de la otra palabra dada en la proclamación del Evangelio como Buena Noticia? 33. Yendo más allá que Rahner, diversos teólogos contemporáneos han introducido una distinción más radical entre los aspectos transcendentales y predicamentales de la religión. Para ellos la revelación como orientación transcendental se da al espíritu humano siempre y en todo lugar. En las varias religiones, incluidos el judaísmo y el cristianismo, encuentran simbolizaciones, condicionadas histórica y culturalmente, de una experiencia espiritual común a todas ellas. Todas las religiones son miradas como redentivas en la medida en que sus «mitos» suscitan la conciencia de la operación interior de la gracia e impelen a sus adherentes a una acción liberadora. A pesar de sus divergencias doctrinales, se sostiene que las varias religiones están unidas en su orientación a la salvación. «El impulso común, sin embargo, permanece soteriológico, pues la preocupación de la mayor parte de las religiones es la liberación (vimutki, moksa, nirvana)»[61]. Sobre la base de razonamientos de este tipo, un teólogo contemporáneo invoca una transición del teocentrismo o Cristocentrismo, a lo que él llama «soteriocentrismo»[62]. 34. Estos acercamientos interreligiosos son intentos laudables de alcanzar la armonía entre concepciones religiosas diferentes y de reivindicar la centralidad de la soteriología. Pero se ponen en peligro las diversas identidades de las religiones. El cristianismo, en particular, se desnaturaliza, si se le priva de su doctrina de que toda redención viene no simplemente mediante una operación interior de la divina gracia o mediante el compromiso humano en una acción liberadora, sino mediante la obra salvadora del Verbo Encarnado, cuya vida y muerte son verdaderos acontecimientos históricos. 35. De la teología transcendental de las religiones a las teorías del New Age, a las que se ha aludido en la Parte I, hay poca distancia. Con el presupuesto de que lo divino es un constitutivo inherente de la naturaleza humana, algunos teólogos insisten en una religión celebrativa centrada en la creación, en lugar del énfasis tradicional en la caída y en la redención. Se sostiene que la salvación consiste en el descubrimiento y actualización de la presencia divina inmanente a través de una espiritualidad cósmica, una liturgia gozosa y técnicas psicológicas de elevación de la conciencia y de dominio de sí[63]. 36. Los métodos de conciencia espiritual y de disciplina desarrollados en las grandes tradiciones religiosas y en algunos movimientos contemporáneos de «potencial humano» no deben descuidarse, pero no hay que equipararlos con la redención en el sentido cristiano de la palabra. No hay fundamentos válidos para minimizar los efectos difusivos del pecado y la incapacidad de la humanidad para redimirse por sí sola. La humanidad no es redimida ni Dios es convenientemente glorificado, sino por la acción misericordiosa de Dios en Jesucristo. Recuperación de la tradición primitiva 37. Un cierto número de teólogos católicos contemporáneos están intentando mantener en tensión los temas «ascendente» y «descendente» de la soteriología clásica. Frecuentemente inclinándose a una teología narrativa o dramática de la redención, estos autores han recuperado temas importantes en los relatos bíblicos, en Ireneo, Agustín y Tomás de Aquino. El esbozo que sigue, está compuesto sobre la base de materiales tomados de múltiples autores recientes. 38. Como distintas de las teorías legalistas de la reparación o de la sustitución en la pena, estas teorías ponen el acento sobre lo que podríamos llamar capitalidad representativa. Sin descuidar la distinción entre el Redentor y el redimido, estas teorías acentúan el modo en que Cristo se identifica con la humanidad caída. Él es el nuevo Adán, el progenitor de una humanidad redimida, la Cabeza o la Vid a la que los individuos tienen que incorporarse como miembros o ramos. La participación sacramental es la manera normal por medio de la cual los individuos se hacen miembros del Cuerpo de Cristo y crecen en su unión con él. 39. La teoría de la capitalidad representativa entiende la redención como intervención misericordiosa de Dios en la situación humana de pecado y sufrimiento. El Verbo encarnado se hace el punto de encuentro para la constitución de una humanidad reconciliada y restaurada. Toda la carrera de Jesús, incluidos los misterios de su vida oculta y pública, es redentora, pero alcanza su culmen en el misterio pascual, por medio del cual Jesús, por su sumisión de amor a la voluntad del Padre, sella una nueva relación de alianza entre Dios y la humanidad. La muerte de Jesús, que resulta inevitablemente de su valiente oposición al pecado humano, constituye el acto supremo de la donación sacrificial de sí mismo y bajo este aspecto es agradable al Padre, porque satisface en un modo eminente por el desorden del pecado. Sin ser personalmente culpable o castigado por Dios por los pecados de los otros, Jesús se identifica por amor con la humanidad pecadora, y experimenta el sufrimiento de su alienación de Dios[64]. En su mansedumbre, Jesús permite a sus enemigos descargar sobre él su rencor. Devolviendo amor por odio, y aceptando sufrir como si fuera culpable, Jesús hace presente en la historia el amor misericordioso de Dios y abre un canal a través del cual la gracia redentora puede fluir sobre el mundo. 40. La obra de la redención se completa en la vida resucitada del Salvador. Resucitando a Jesús de entre los muertos, Dios lo constituye fuente de vida para la multitud. La resurrección es la efusión del amor creador de Dios en el espacio vacío creado por la abnegación «kenótica» de sí mismo por parte de Jesús. Por medio de Cristo resucitado, que actúa en el Espíritu Santo, el proceso de redención continúa hasta el fin de los tiempos, según nuevos individuos van siendo, por así decirlo, «injertados» en el Cuerpo de Cristo. Los pecadores son redimidos cuando se abren a la donación generosa de sí hecha por Dios en Cristo; cuando, con la ayuda de su gracia, imitan su obediencia, y cuando ponen su esperanza de salvación en la misericordia ininterrumpida de Dios en su Hijo. Brevemente, ser redimidos es entrar en comunión con Dios mediante la solidaridad con Cristo. En el Cuerpo de Cristo, los muros de división son progresivamente demolidos; la reconciliación y la paz se consiguen. Parte IV: Perspectivas sistemáticas a) Identidad del Redentor: ¿Quién es el Redentor? 1. De las ideas de pecado o de caída por una parte, y de las de gracia o divinización por otra, aparece evidente que la naturaleza humana caída no es capaz por sí misma de restaurar su interrumpida relación con Dios y de entrar en amistad con él. Un auténtico Redentor, por tanto, tendría que ser divino. Sin embargo, era muy conveniente que la humanidad desempeñase un papel en reparar su propia falta colectiva. En palabras de Tomás de Aquino: «pues un puro hombre no podía satisfacer por todo el género humano: pero Dios no tenía que satisfacer; por lo que convenía (oportebat) que Jesucristo fuese Dios y hombre»[65]. Según la fe cristiana, Dios no ha cancelado la culpa humana sin la participación de la humanidad en la persona del nuevo Adán en el que todo el género humano tenía que ser regenerado. 2. La redención, por consiguiente, es un proceso que implica tanto a la divinidad como a la humanidad de Cristo. Si él no fuera divino, no podría pronunciar el juicio eficaz perdonador de Dios ni podría hacer participar en la vida trinitaria íntima de Dios. Pero si no fuera hombre, Jesucristo no podría hacer la reparación en nombre de la humanidad por las ofensas cometidas por Adán y por la posteridad de Adán. Sólo porque tiene ambas naturalezas ha podido ser la cabeza representativa que ofrece satisfacción por todos los pecadores y que les otorga la gracia. 3. La redención, como obra de Dios ad extra, es atribuible a todas las tres divinas personas, pero bajo diversos aspectos se atribuye a cada una de ellas. La iniciativa por la que el Hijo y el Espíritu son enviados al mundo, se atribuye al Padre, la fuente primera de la que fluye todo beneficio. El Hijo, porque se ha encarnado y muere en la cruz, efectúa el cambio completo por el que somos transformados de la enemistad a la amistad con Dios. El Espíritu Santo, enviado a las mentes y corazones de los creyentes, los hace capaces de participar personalmente en los beneficios de la acción redentiva de Dios. Después de la Ascensión de Cristo, el Espíritu Santo hace presentes los frutos de la actividad redentiva en y por la Iglesia[66]. 4. ¿Quién es el Redentor? La pregunta puede responderse sólo desde el interior de la Iglesia y por medio de la Iglesia. Conocer al Redentor es pertenecer a la Iglesia. Agustín lo subrayaba en su enseñanza sobre el Cristo total (Christus totus), juntamente Cabeza y miembros. Como afirma Gregorio Magno, «Nuestro Redentor muestra que forma una sola persona con la Iglesia que él asumió»[67]. La vida de la Iglesia como cuerpo de Cristo no debe ser amputada de la vida de la Cabeza. Juan Eudes ofrece un primer acercamiento a una descripción de la unicidad del Redentor: «Debemos continuar y cumplir en nosotros los estados y misterios de Jesús y pedirle con frecuencia [...] que los realice y lleve a plenitud en nosotros y en toda su Iglesia. [...] Porque el Hijo de Dios tiene el designio de hacer participar y de extender y continuar sus misterios en nosotros y en toda su Iglesia»[68]. La Gaudium et spes expresa esta unicidad del Redentor que lo abraza todo: «Realmente el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado. Pues Adán, el primer hombre, era figura del que había de venir, es decir, de Cristo, el Señor. Cristo, el nuevo Adán, en la misma revelación del misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la grandeza de su vocación. [...] En él la naturaleza humana ha sido asumida, no absorbida; por eso mismo, también en nosotros ha sido elevada a una dignidad sublime. Pues él mismo, el Hijo de Dios, con su encarnación, se ha unido, en cierto modo, con todo hombre. Trabajó con manos de hombre, pensó con inteligencia de hombre, obró con voluntad de hombre, amó con corazón de hombre»[69]. Juan Pablo II se hace eco de ello en Redemptor hominis: «Con cada uno se ha unido Cristo para siempre por medio de este misterio» de la Redención[70]. 5. Por la Encarnación del Verbo, la unicidad del Redentor se nos hace discernible ya en su fuerza redentiva. En el misterio pascual, el Redentor ha hecho accesible la salvación a todos: «Yo, cuando sea levantado de la tierra, atraeré a todos a mí» (Jn 12, 32). El don de Pentecostés hizo finalmente a sus apóstoles y discípulos, capaces de reconocer quién y qué era Jesús, como también en la comunidad de la Iglesia —la enseñanza, la fracción del pan y la oración (Hch 2, 42)— llegaron a ser conscientes de lo que Jesús había hecho por ellos, de lo que había enseñado y mandado. Ésta es precisamente la función del Espíritu Santo en la teología joánica (cf. Jn 16, 13-15). 6. Por tanto, en cuanto seres humanos, podemos llegar a conocer quién es el Redentor, pero sólo dentro de la comunidad de la Iglesia y por medio de ella. No se puede aislar a Cristo de la Iglesia. Él es precisamente el único que nutre a su cuerpo en cuanto Iglesia y así atrae a la comunidad de los creyentes a la obra de realizar la redención. Sería también un error cargar a la Iglesia con una autonomía que no podría soportar sobre sí sola. 7. La unicidad de Cristo debe entenderse dentro de esta «constelación cristológica» que toma forma concreta en la Iglesia. El misterio pascual constituye el contexto para el año litúrgico de la Iglesia[71]. Los cristianos son invitados —a través de la objetividad de su fe (fides quae) y también de acuerdo con sus propias posibilidades dentro de la comunidad eclesial— a confesar y predicar a Cristo como el único y solo Redentor de este mundo, y también que la Iglesia es el sacramento de la salvación universal. El acontecimiento Cristo se hace disponible mediante la Iglesia en cuanto que la Iglesia percibe, explica y predica la unicidad del Redentor. 8. La Iglesia hace presente al único y solo Redentor en cuanto que, como comunidad (κοινωνία) que vive del misterio pascual, la Iglesia acoge a todos los que experimentan la justificación en Cristo en el Bautismo o en el sacramento de la reconciliación y desean vivir de la redención. Aunque además tenemos que tener en cuenta que la comunión en el sacrificio de Cristo (προσφορά) implica también una participación en su sufrimiento (cf. Col 1, 24), este sufrimiento con Cristo, que se expresa tanto sacramental como efectivamente en la vida cristiana, contribuye a la edificación de la Iglesia y es, por tanto, redentivo. 9. La significación de la redención y de la unicidad del Redentor se revela en las actividades que son constitutivas de la Iglesia en este mundo: μαρτυρία, διακονία y λειτουργία. En cuanto κοινωνία del Señor, la Iglesia convoca a la humanidad a un estilo de vida de προσφορά olvidada de sí, que tiene su base principal en la Eucaristía, pero también en la comunión de los santos, en la que María tiene un puesto especial. Este conocimiento, adquirido por la fe vivida de la Iglesia, de que existe una inter-subjetividad entre los redimidos y el único y solo Redentor, puede ser objetivado en enunciados teológicos auténticos. Tales enunciados, cuando parten de la objetividad del Redentor, pueden reforzar la vida individual de fe y darle una forma precisa. Por ejemplo, es muy antigua y ligada inseparablemente al conocimiento de la unicidad del Redentor, la celebración del Domingo, como el día de la resurrección de Aquel que fue crucificado. 10. La asociación de la Iglesia a la obra redentiva de Cristo se ha verificado eminentemente en la persona de María, Madre de la Iglesia. Por una gracia singular, ella fue preservada de todo pecado, y su asociación con la obra redentiva de Cristo llegaría a su culmen en la crucifixión, cuando «sufrió intensamente con su Unigénito y se asoció con entrañas de madre a su sacrificio, consintiendo amorosamente en la inmolación de la víctima que ella misma había engendrado»[72]. Con palabras de Juan Pablo II: «Con la muerte redentora de su Hijo, la mediación materna de la esclava del Señor alcanzó una dimensión universal [...]. La cooperación de María, dotada ciertamente de un carácter "subordinado", participa de la universalidad de la mediación del Redentor, único mediador»[73]. 11. El Padre nos ha hecho hijos suyos redimiéndonos mediante la voluntad humana de Cristo. En la obediencia de Cristo a la voluntad del Padre y en el dar su vida por la multitud (cf. Mc 14, 24; 10, 45)[74], su persona y su obra de redención en nuestro mundo adquieren una significación y una dignidad que son únicas y más allá de toda comparación. El proceder Cristo del Padre continúa en su entregarse por nosotros. Esta relación única, por su propia naturaleza, no puede integrarse teológicamente en ninguna otra religión, aunque la obra de la redención es accesible a todos. El hecho de que la voluntad humana de Cristo como Redentor esté históricamente condicionada, no excluye de suyo la posibilidad de que sea humanamente sui generis, que es quizás a lo que la Carta a los Hebreos hace referencia como un «aprender la obediencia», una obediencia que Cristo realizará radicalmente en el misterio pascual. Porque esta voluntad humana de Cristo como Redentor está totalmente de acuerdo con la voluntad divina («No se haga mi voluntad, sino la tuya»), Cristo es, en cuanto mediador, también nuestro abogado en el santuario celeste[75]. 12. La concepción de la autodonación del Redentor por todos es indudablemente dependiente del misterio pascual, pero no es menos dependiente del misterio de la encarnación y del misterio de la vida de Cristo que son para los cristianos invitación y ejemplo para vivir sus propias vidas como «filii in Filio» (cf. Rom 8, 15-17). Aquí se hace claro que la vida cristiana tiene una dimensión trinitaria. En el curso de la justificación que el creyente puede recibir en la Iglesia, la experiencia cristiana entra, con el Redentor, en una santificación de la vida redimida que es guiada y perfeccionada —de modo más intenso que en la justificación— por el Espíritu Santo. Esto significa que somos invitados mediante Cristo en el Espíritu Santo a participar, ya ahora, en la vida de la Trinidad. El don del Padre, especialmente la persona de su Hijo y la participación en el Espíritu Santo, impide por ello un pelagianismo que querría intentar justificar la naturaleza humana por sus propios recursos e igualmente excluye un quietismo que implicaría demasiado poco a la persona humana. 13. La vida cristiana es considerada correctamente en la tradición como una preparación para la comunión eterna con Dios. En este sentido, estamos caminando «en la carne» hacia nuestro único y solo Señor, el Redentor, para estar, un día, más plenamente unidos con él. Sin embargo, la unicidad del Redentor se revela en la vida de los creyentes aquí y ahora. En este mundo, marcado tanto por la bondad de la creación como por la pecaminosidad de la caída, los cristianos intentan, mediante su imitación de Cristo, vivir plenamente y propagar la redención. Su vida virtuosa y el ejemplo de un estilo de vida cristiano hacen posible a la gente de cada época llegar a conocer quién es el único y solo Redentor de este mundo. La evangelización es precisamente esto. b) La humanidad caída y redimida 14. La fe cristiana en la redención es, ante todo, fe en Dios. En Jesucristo, su propio y único Hijo encarnado, «el único que los hombres llaman Dios»[76], se revela a sí mismo revelándose como el único y verdadero Salvador en el que todos pueden confiar. Al mismo tiempo, sin embargo, tenemos que notar que este Dios salvador también revela la humanidad a sí misma: la propia condición de la humanidad está, por tanto, radicalmente situada y constantemente llamada a dar una definición de sí misma en relación a la salvación que le es ofrecida. 15. ¿Cómo es iluminada la condición humana por la salvación que Dios le ofrece en Jesucristo? ¿Cómo aparece la humanidad ante la redención? La respuesta podría iluminar la situación histórica humana, pero ésta, como hemos notado en el capítulo 1º, está también marcada por importantes contrastes. 16. Se podría decir que, frente a la redención ofrecida por Jesucristo, la humanidad descubre que I) está fundamentalmente orientada a la salvación y II) profundamente marcada por el pecado. I. La humanidad orientada a la salvación 17. La primera luz que la redención de Cristo lanza sobre la humanidad es que él la revela a sí misma como, al mismo tiempo, 1) destinada a la salvación y 2) capaz de aceptarla. 18. La entera tradición bíblica está llena de situaciones en las que el pueblo de Israel —o los grupos de pobres que son llamados a llegar a ser pueblo de Israel— era guiado a buscar y a confesar a su Dios mediante intervenciones por las que Dios lo salvaba de la angustia y de la perdición. De las aventuras del Éxodo, en las que Yahveh intervenía con mano fuerte y brazo extendido, al perdón dado al corazón traspasado de dolor y arrepentido, es claro que, para el pueblo de Dios y para todo creyente, cuando Dios aparece para aportar la salvación, Dios se revela a sí mismo. 19. Pero correlativamente es claro que Dios interviene y, por tanto, se revela a sí mismo en relación con una necesidad de salvación, claramente manifestada a aquellos que se benefician de la salvación que Dios les ofrece. Esta característica general de la revelación bíblica alcanzará su culmen de luz en el Nuevo Testamento. 20. Dios ha sido tan fiel a su «compromiso» con la humanidad, a su plan de una alianza con la humanidad, que «en el tiempo establecido» envió a su único Hijo. En otras palabras, Dios no se contentó simplemente con intervenir «desde fuera», mediante intermediarios, es decir, manteniendo la distancia con respecto a aquellos que deseaba salvar. En Jesucristo, Dios vino en medio de ellos, se hizo uno de ellos. El Padre ha enviado a su único Hijo, en el Espíritu Santo, a compartir la condición humana (en todo menos en el pecado) y así establecer una comunicación con la humanidad. Esto se ha hecho para permitirles volver plenamente al favor de Dios y entrar plenamente en la vida divina. El resultado es que la condición humana se ve a sí misma en una perspectiva completamente nueva. 21. La condición humana aparece, ante todo, como el objeto de un amor que puede llegar hasta «el extremo»: la prueba de que Dios nos ama, es que Cristo, mientras éramos todavía pecadores, «ha muerto por nosotros» (Rom 5, 8) y «si Dios está a favor de nosotros, ¿quién estará contra nosotros? El que no perdonó a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos ha de dar con él todas las cosas?» (Rom 8, 31-32). 22. Está además la plenitud del destino que aguarda a la humanidad, según la voluntad salvífica que Dios ha manifestado con respecto a ella en su Hijo, que se encarnó, murió y resucitó de entre los muertos. Está también la naturaleza radical de la salvación que Dios destina para la humanidad en Jesucristo: ella es invitada a entrar, a su vez, en el dinamismo del misterio pascual de Jesucristo. Por una parte, esta salvación toma la forma de una filiación en el Espíritu de Cristo el Hijo. Atraídos y sostenidos por el Espíritu (participantes de él mediante los sacramentos), están llamados a vivir por la fe y en la esperanza su condición de hijos del Padre que está en el cielo, pero con el deber de cumplir su voluntad en la tierra, amando y sirviendo a sus hermanos con amor. 23. Por otra parte, si a ellos no se les ahorran las experiencias de la esperanza y de la tristeza, los sufrimientos, por tanto, de este mundo, saben que la gracia de Dios —la presencia activa en ellos de su amor y de su misericordia— los acompañará en todas las circunstancias. Y si ellos deben experimentar también la muerte, saben que ésta no sellará su destino, porque tienen la promesa de la resurrección del cuerpo y de la vida eterna. 24. Aunque la humanidad puede parecer que está empobrecida y que es indigna, no debemos concluir que está completamente desprovista de dignidad a los ojos de Dios. Al contrario, la Biblia nos recuerda constantemente que si Dios interviene a favor de la humanidad, es precisamente porque Dios considera a los seres humanos dignos de su intervención. Debemos notar, por ejemplo, la seguridad dada a Israel en el culmen de su sufrimiento: «porque eres valioso a mis ojos, porque eres estimado y yo te amo» (Is 43, 4). 25. En otras palabras, según la fe bíblica y cristiana, a pesar de todo lo que es negativo en la humanidad, permanece algo que es «capaz de ser salvado», porque es capaz de ser amado por Dios mismo y es, consecuentemente, amado por él. ¿Cómo puede ser esto y cómo la persona humana se hace consciente de ello? 26. La respuesta bíblica y cristiana se da en la doctrina de la creación. Según esta doctrina, la humanidad y el mundo no tienen ningún derecho de existir y, sin embargo, no son el resultado de «la casualidad y la necesidad». Existen porque han sido y son llamados. Han sido llamados, cuando no estaban en la existencia, pero de modo que pueden llegar a existir. Son llamados del no-ser para ser dados a sí mismos y, por ello, para existir en sí mismos. 27. Pero si tal es la condición originaria del hombre en este mundo, condición que lo define precisamente como uno que proclama esta realidad, se dan consecuencias importantes que la fe hace explícitas. 28. Dios no crea la humanidad sin tener un propósito. La crea por el motivo mismo que las divinas intervenciones en la historia revelan: por amor a la humanidad y por su bien. Para decirlo de modo más preciso, crea a la persona humana para hacer una alianza con ella, con el fin de hacerla partícipe de la propia vida de Dios. En otras palabras, si hay creación, es por gracia, por la vida de Dios, con Dios y para Dios. 29. Si Dios nos llama a un destino que claramente supera nuestras fuerzas humanas y que, por tanto, sólo puede ser pura gracia, es, sin embargo, verdad que este destino debe corresponder a lo que la persona humana es en cuanto tal. En caso contrario, la persona que recibiría el don de Dios y que sería beneficiaria de la gracia, sería distinta de la que es llamada a ser salvada. En este sentido, a la vez que se respeta la gratuidad de la gracia, la naturaleza humana esta orientada hacia lo sobrenatural y se realiza a sí misma en él y mediante él de modo que la naturaleza de la humanidad está abierta a lo sobrenatural (capax Dei). 30. Sin embargo, ya que esto es significativo sólo en el contexto de una alianza, hay que señalar también que Dios no impone su gracia a la humanidad; simplemente la ofrece. Sin embargo, esto implica un riesgo. Usando la libertad que Dios le ha dado, el ser humano puede no actuar siempre en armonía con los planes de Dios, sino que puede usar mal los talentos que Dios le ha dado para sus propios fines y para su propia gloria. 31. Dios ha dado estos dones de modo que el deseo que podría conducir la humanidad a buscar y a encontrar a Dios como la única realización, venga de la misma persona humana. Pero la persona humana puede siempre reorientar el dinamismo de su naturaleza y el movimiento de su corazón. Permanece, sin embargo, verdad que el ser humano ha sido constituido —y así permanecerá— para el amor de Dios: para la gracia y la salvación que Dios pretende para él. II. La humanidad en el pecado 32. La redención de Cristo nos da un segundo punto de vista sobre la humanidad en su condición histórica: los aspectos negativos que la marcan 1) son también resultado del pecado humano, 2) pero esto no pone en duda la fidelidad de Dios a su amor creativo y salvador. 33. Como en el caso de cualquier experiencia común, la fe debe tomar nota de los aspectos negativos de la condición humana. No puede ignorar que, en la historia, no todo sucede en concordancia con las intenciones de Dios Creador. Sin embargo, esto no invalida la fe: se puede confiar en el Dios que profesa la fe. No sólo Dios no ha renunciado a su primer propósito, sino que ha tomado modos de restaurar, de manera más admirable, lo que estaba comprometido. Interviniendo en Jesucristo, mostró que era fiel a Sí mismo, a pesar de la infidelidad de la persona humana, su partner. 34. Enviando a su Hijo en forma humana, Dios, Creador y Salvador del mundo, removió toda justificación para dudar del plan divino con respecto a una alianza salvífica. 35. Esta manifestación de la fidelidad de Dios a su alianza hace resaltar los aspectos negativos de la condición humana y consecuentemente la amplitud y la profundidad de la necesidad de salvación por parte del género humano. 36. Si, en efecto, Dios ha tenido que enviar a su Hijo único para restaurar su plan de salvación fundado en el acto mismo de la creación, es porque su plan había sido radicalmente comprometido. Su éxito tiene que ver con este «reinicio» que Ireneo llama «recapitulación». Si el Hijo se ha encarnado para restablecer la alianza de Dios, es porque la alianza estaba rota no por voluntad de Dios, sino por voluntad de los seres humanos. Y si en orden a restablecerla, el Hijo encarnado tiene que hacer la voluntad del Padre, si se ha hecho obediente hasta la muerte, incluso la muerte en la cruz, es porque la verdadera fuente de desgracia humana está en su desobediencia, en su pecado, en su rechazo a caminar en los caminos de la alianza ofrecida por Dios. 37. Por eso, la encarnación, vida, muerte y resurrección del Hijo propio de Dios, mientras revelan el amor de Dios Salvador, revelan, al mismo tiempo, la condición humana a sí misma. 38. Si Jesús aparece como el único camino de salvación, es porque la humanidad lo necesita para su propia salvación y porque sin él estaría perdida. Tenemos, por tanto, que reconocer que cada persona y el mundo entero estaban «encerrados bajo el dominio del pecado» (Gál 3, 22) y que esto ha sido así «desde el principio». Se puede, por ello, decir que Jesús ha aparecido para «restablecer» la condición humana de un modo radical, es decir, con un nuevo comienzo. 39. Se podría decir que Cristo representa un «comienzo» más que Adán mismo. El Amor «originante» es más importante que el pecado «original», puesto que el género humano sólo ha tomado plena conciencia de la amplitud y de la profundidad del pecado que marca su condición, cuando en Jesucristo se ha revelado «la anchura y longitud y alteza y profundidad» (Ef 3, 18) del amor de Dios hacia todo el género humano. 40. Si Dios envía a su único Hijo para reabrir a todos las puertas de la salvación, es porque no ha cambiado su actitud con respecto a ellos; el cambio era por parte del género humano. La alianza que había sido querida, desde el comienzo, por el Dios del amor estaba comprometida por el pecado humano. Había consecuentemente un conflicto entre el plan de Dios por una parte, y los deseos y conducta humanas por otra (Rom 5, 12). 41. La humanidad, rechazando desde el comienzo la invitación de Dios, se ha desviado de su destino auténtico, y los acontecimientos de la historia están marcados por un alejamiento de Dios y de su plan de amor; la historia, en realidad, está marcada por un rechazo de Dios. 42. La venida del Hijo único de Dios al corazón de la historia humana revela la voluntad divina de proseguir la aplicación de su plan a pesar de la oposición. El misterio de Cristo, y en particular su cruz, así como tiene cuenta de la gravedad del pecado y de sus consecuencias sobre parte de la humanidad —el «misterio» de la iniquidad—, es la revelación clara y definitiva de la naturaleza gratuita, radicalmente perdonadora y escatológicamente victoriosa del amor de Dios. 43. Aquí podemos advertir el tema tradicional patrístico y agustiniano de los dos «Adán». No hay ningún intento de equipararlos, pero su tradicional acercamiento es, sin embargo, rico de significado. Los principales pasajes paulinos que establecen este paralelismo (Rom 5, 12-15 y 1 Cor 15, 21-22. 45-47), lo utilizan para hacer patente la dimensión universal del pecado por una parte y de la salvación, por otra. Este paralelismo está dominado, en su aplicación, por la idea de «cuánto más» que inclina la balanza a favor de Cristo y de la salvación: si el primer Adán tiene una dimensión universal en el orden de la caída, cuánto más el segundo ha adquirido esta dimensión universal en el orden de la salvación: es decir, por la dimensión universal de su ofrecimiento y la eficacia escatológica de su comunicación. 44. Así es como aparece la condición humana: dividida entre dos Adán, y así es como la fe cristiana interpreta esta situación de «contraposición» que cada uno, incluso fuera del contexto de la fe, puede reconocer como una característica de la condición histórica de la persona humana. La humanidad, inmersa en una historia de pecado, desobediencia y muerte, como resultado de sus orígenes en Adán, está llamada a entrar en la solidaridad del nuevo Adán que Dios ha enviado: su único Hijo, que murió por nuestros pecados y resucitó por nuestra justificación. La fe cristiana afirma claramente que con el primer Adán ha habido una proliferación de pecado y con el segundo una sobreabundancia de gracia[77]. 45. El curso entero de la historia humana y el corazón de cada persona constituyen el escenario sobre el que se está desarrollando, entre estos dos Adán, el drama de la salvación y de la vida de todos los seres humanos, como también de la gracia y la gloria de Dios. c) El mundo bajo la gracia redentora I. La humanidad bajo el signo de la redención 46. El Hijo de Dios se ha hecho nuestro hermano, sobre todo para salvar a los seres humanos (Heb 2, 17), «probado en todo a semejanza nuestra, excepto el pecado» (Heb 4, 15). De acuerdo con algunos escritores patrísticos, (incluidos Ireneo y Atanasio, como se mencionó más arriba en la Parte III), se puede afirmar que aunque no puede tratarse de una «encarnación colectiva», la encarnación del Logos afecta a toda la naturaleza humana. En cuanto que un miembro de la familia humana es el Hijo propio de Dios, todos los otros han sido elevados a la nueva dignidad de sus hermanos y hermanas. Precisamente porque la naturaleza humana que asumió Cristo, retiene su identidad creatural, la naturaleza humana ha sido levantada a un estado más alto. Como leemos en la Constitución pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual: «El Hijo de Dios con su encarnación se ha unido, en cierto modo, con todo hombre»[78]. Como «segundo Adán», Cristo recapitula la humanidad ante Dios, es hecho cabeza de una familia renovada y restituye la imagen de Dios a su prístina verdad. Revelando el misterio del amor del Padre, Cristo revela plenamente la humanidad a sí misma y desvela la suprema vocación de cada persona[79]. 47. La obra redentiva de Cristo afecta a todos los seres humanos en su relación a su destino final porque todos están llamados a la vida eterna. Por el derramamiento de su sangre en la cruz, Cristo estableció una nueva alianza, un régimen de gracia, que se dirige a toda la humanidad. Cada uno de nosotros puede decir con el Apóstol: «Me amó y se entregó por mí» (Gál 2, 20). Cada uno está llamado a participar por adopción en la filiación propia de Cristo. Dios no hace esta llamada sin proveer la capacidad de responder a ella. Por eso, el Vaticano II puede enseñar que no hay ningún ser humano, ni siquiera «los que ignoran sin culpa el Evangelio», que no sea tocado por la gracia de Cristo[80]. «En consecuencia, debemos creer que el Espíritu Santo ofrece a todos la posibilidad de que, en la forma de sólo Dios conocida, se asocien a este misterio pascual»[81]. Respetando plenamente los caminos misteriosos de la divina Providencia con respecto a los no evangelizados, la atención se centra aquí en el plan revelado de salvación que manifiesta los designios misericordiosos de Dios y el modo en que Dios es convenientemente glorificado. II. La respuesta de la fe 48. La primera condición para entrar en la nueva alianza de gracia es tener una fe modelada sobre la de Abrahán (Rom 4, 1-25). La fe es la respuesta fundamental a la buena noticia del Evangelio. Ninguno puede ser salvado sin la fe, la cual es el fundamento y el origen de toda justificación[82]. 49. Para la vida de fe no es suficiente asentir con su mente a los contenidos del Evangelio o colocar su confianza en la misericordia divina. La redención se apodera de nosotros sólo cuando adquirimos una nueva existencia fundada en la obediencia por amor (Rom 16, 26)[83]. Tal existencia corresponde a la concepción clásica de la fe animada por la caridad[84]. 50. Por el bautismo, sacramento de la fe, el creyente se inserta en el Cuerpo de Cristo, liberado del pecado original y asegurado de la gracia redentora. El creyente «se reviste» de Cristo y camina en novedad de vida (Rom 4, 6). Una conciencia renovada del misterio del bautismo como muerte al pecado y resurrección a la vida verdadera en Cristo, puede capacitar a los cristianos a experimentar la realidad de la redención y obtener la alegría y la libertad de la vida en el Espíritu Santo. III. Liberación 51. El bautismo es el sacramento de la liberación del pecado y del nuevo nacimiento en la libertad nuevamente escogida. El creyente, liberado del pecado por la gracia de Dios que suscita la respuesta de la fe, comienza el camino de la vida cristiana. Mediante la fe, suscitada por la gracia, el creyente es liberado del dominio del mal y es confiado a Jesucristo, el maestro que otorga la libertad interior. Ésta no es una mera libertad de indiferencia que autoriza toda elección posible, sino una libertad de conciencia que invita a las personas, iluminadas por la gracia de Cristo, a obedecer a la ley más profunda de su ser y a observar la regla del evangelio. 52. Sólo con la luz del evangelio puede la conciencia ser formada para seguir la voluntad de Dios sin ninguna coacción sobre su libertad. Como enseña el Vaticano II: «Todos los hombres están obligados a buscar la verdad, sobre todo, en lo referente a Dios y a su Iglesia, y, una vez conocida, a abrazarla y practicarla. Confiesa asimismo el sagrado Concilio que estos deberes tocan y ligan la conciencia de los hombres y que la verdad no se impone de otra manera que por la fuerza de la misma verdad que penetra suave y a la vez fuertemente en las almas»[85]. 53. Los miembros vivos del cuerpo de Cristo son hechos amigos de Dios y herederos, en la esperanza, de la vida eterna[86]. Ellos reciben los primeros frutos del Espíritu Santo (Rom 8, 23), cuya caridad es efundida abundantemente en sus corazones (Rom 5, 5)[87]. Tal caridad, fructificando en obediencia y buenas obras[88], renueva a los creyentes desde lo interior, haciéndolos capaces de adherir libremente a la nueva ley del evangelio[89]. La gracia del Espíritu Santo da paz interior y suministra alegría y serenidad en creer y en observar los mandamientos. IV. Reconciliación 54. La liberación del pecado por la redención en Cristo reconcilia a una persona con Dios, con el prójimo y con toda la creación. Puesto que el pecado original y el actual son esencialmente rebelión contra Dios y contra la voluntad divina, la redención restablece la paz y la comunicación entre el ser humano y el Creador. Dios es experimentado como el Padre que perdona y acoge a su hijo. San Pablo se explaya elocuentemente sobre el aspecto de reconciliación: «Si uno está en Cristo, es una nueva creación. Lo viejo pasó, he aquí que todo se ha hecho nuevo. Todo procede de Dios, que nos ha reconciliado consigo por medio de Cristo [...]. Dios estaba en Cristo reconciliando al mundo consigo, no teniendo en cuenta sus delitos, y puso en nosotros [los ministros] el mensaje de la reconciliación. [...] Os rogamos en nombre de Cristo: Reconciliaos con Dios» (2 Cor 5, 17-20). 55.La palabra del evangelio reconcilia a los que se han rebelado contra la ley de Dios e indica un nuevo camino de obediencia a las profundidades de la conciencia iluminada por Cristo. Los cristianos han de reconciliarse con sus prójimos antes de presentarse al altar (cf. Mt 5, 24). 56. El sacramento de la penitencia y de la reconciliación permite una vuelta santificadora al misterio del bautismo y constituye la forma sacramental de reconciliación con Dios y la actualidad de su perdón gracias a la redención dada en Cristo. 57. Dentro de la Iglesia, los cristianos experimentan continuamente el misterio de la reconciliación. Restablecidos en la paz con Dios y obedientes a los mandamientos del evangelio, conducen una vida reconciliada con los otros, con los cuales son llamados en comunidad. Reconciliados con el mundo, no siguen violando sus bellezas o temiendo sus poderes. Intentan, más bien, proteger y contemplar sus maravillas. V. Comunión 58. La libertad del pecado, fortificada por la reconciliación con Dios, con el prójimo y con la creación, permite a los cristianos encontrar la verdadera comunión con su Creador que se ha hecho su Salvador. En esta comunión realizan sus potencialidades latentes. Por grandes que sean los poderes intelectuales y creativos de la naturaleza humana, no pueden realizar aquel cumplimiento que se hace posible por la comunión con Dios. La comunión con la persona del Redentor se hace comunión con el Cuerpo de Cristo, es decir, comunión de todos los bautizados en Cristo. La redención, por tanto, tiene un carácter social: en la Iglesia, Cuerpo de Cristo, y mediante ella, es salvada la persona y encuentra comunión con Dios. 59. El cristiano, unido a los creyentes bautizados de todos los tiempos y lugares, vive en la comunión de los santos, que es una comunión de personas santificadas (sancti) mediante la recepción de cosas santas (sancta): la presencia de Dios y los sacramentos de la presencia y acción de Cristo y del Espíritu Santo. VI. Lucha y sufrimiento 60. Todos los que viven en Cristo, están llamados a hacerse participantes activos en el proceso continuado de la redención. Incorporados al Cuerpo de Cristo, llevan adelante su obra y entran, por ello, en una unión más estrecha con él. Precisamente como él ha sido signo de contradicción, de la misma manera el cristiano concreto y la Iglesia toda se hacen signos de contradicción al luchar contra las fuerzas del pecado y de la destrucción, entre el sufrimiento y la tentación. Los fieles están unidos al Señor por sus oraciones (2 Cor 1, 11; 1 Tim 2, 1-4), sus obras (1 Cor 3, 9-14) y sus sufrimientos (cf. 2 Cor 4, 10-11; Col 1, 24) que tienen valor redentivo cuando están unidos a la acción del mismo Cristo y asumidos por ella. Ya que toda acción humana meritoria está inspirada por la gracia divina, Agustín podía declarar que Dios quiere que sus dones se hagan méritos nuestros[90]. 61. La comunión de los santos implica un intercambio de sufrimientos, honores y alegrías, plegarias e intercesión, entre todos los miembros del Cuerpo de Cristo, incluidos aquellos que han pasado antes que nosotros a la gloria. «Si padece un miembro, padecen con él todos los miembros; y si es honrado un miembro, se gozan con él todos los miembros. Vosotros sois Cuerpo de Cristo y miembros cada uno por su parte» (1 Cor 12, 26-27). 62. En la perspectiva de la reconciliación mutua de los cristianos en el Cuerpo de Cristo, el sufrimiento de cada uno es una participación en el sufrimiento redentivo de Cristo. El cristiano, por el sufrimiento en el servicio del Evangelio, completa lo que falta en su carne a los sufrimientos de Cristo «por el bien de su Cuerpo, que es la Iglesia» (Col 1, 24). El fiel no huye del sufrimiento, sino que encuentra en él un medio eficaz de unión con la cruz de Cristo. Se hace para él una intercesión por medio de Cristo y de la Iglesia. La redención implica una aceptación del sufrimiento con el Crucificado. Las tribulaciones externas son aliviadas por la consolación de las promesas de Dios y por una anticipación de las bendiciones eternas. VII. Solidaridad eclesial 63. La redención tiene un aspecto eclesial en cuanto que la Iglesia fue instituida por Cristo «para perpetuar la obra salvífica de la redención»[91]. Cristo ha amado a la Iglesia como a su esposa «y se ha entregado por ella, para santificarla» (Ef 5, 25-26). Mediante el Espíritu Santo, Cristo se hace a sí mismo presente en la Iglesia que «constituye en la tierra el germen y el principio de ese reino [de Dios]»[92]. Aunque desfigurada por la pecaminosidad y las divisiones de sus miembros que frecuentemente no llegan a reflejar el verdadero rostro de Cristo[93], la Iglesia permanece, en su realidad más profunda, el templo santo, del que los fieles son «piedras vivas» (1 Pe 2, 5)[94]. Ella intenta purificarse continuamente de modo que aparezca claramente como «el sacramento universal de salvación»[95], signo e instrumento de la unión de los seres humanos entre sí y con Dios[96]. La Iglesia tiene la tarea de proclamar el mensaje salvador y de actualizar el acontecimiento salvador con la celebración sacramental. 64. Las diversas etapas de la redención se manifiestan en el interior de la Iglesia, donde deben conseguirse la liberación, la reconciliación y la comunión ya descritas. La vida en la santa Iglesia, Cuerpo del Redentor, permite a los cristianos alcanzar una curación progresiva de su naturaleza herida por el pecado. En solidaridad con sus compañeros creyentes, en el interior de la Iglesia, el cristiano experimenta una liberación progresiva de todas las esclavitudes alienantes y encuentra una verdadera comunidad que derrota al aislamiento. 65. La vida de fe fortalece a los cristianos en la certeza de que Dios ha perdonado sus pecados y de que han encontrado comunión y paz los unos con los otros. La vida espiritual del individuo se enriquece por el intercambio de fe y oración en la comunión de los santos. 66. En la celebración de la eucaristía, el cristiano encuentra la plenitud de la vida eclesial y la comunión con el Redentor. En este sacramento, el fiel da gracias por los dones de Dios, se une a sí mismo a la oblación que Jesús ha hecho de sí, y participa en el movimiento salvífico de su vida y de su muerte. En la Eucaristía, la comunidad es liberada del peso del pecado y revivificada en la fuente real de su existencia. «La obra de nuestra redención se efectúa cuantas veces se celebra en el altar el sacrificio de la cruz, por medio del cual Cristo, que es nuestra Pascua, ha sido inmolado (1 Cor 5, 7)»[97]. Participando de la Eucaristía, el cristiano concreto es alimentado y transformado en el Cuerpo de Cristo, siendo insertado más profundamente en la comunión liberadora de la Iglesia. 67. La comunión eucarística asegura el perdón de los pecados en la sangre de Cristo. En cuanto medicina de inmortalidad, este sacramento elimina los efectos del pecado y comunica la gracia de una vida más elevada[98]. 68. La Eucaristía como sacrificio y comunión es una anticipación del reino de Dios y de la felicidad de la vida eterna. Esta alegría se expresa en la liturgia eucarística que hace al cristiano capaz de vivir, en el nivel del memorial sacramental, los misterios del Redentor que libera, perdona y une a los miembros de la Iglesia. VIII. Santificación 69. El fiel, liberado del pecado, reconciliado y viviendo en comunión con Dios y con la Iglesia, experimenta un proceso de santificación que empieza con el bautismo en la muerte al pecado y en una nueva vida con Cristo resucitado. Escuchando la palabra de Dios y participando en los sacramentos y en la vida de la Iglesia, el cristiano es transformado gradualmente según la voluntad de Dios y configurado a imagen de Cristo para producir los frutos del Espíritu. 70. La santificación es una participación en la santidad de Dios que, mediante la gracia recibida en la fe, modifica progresivamente la existencia humana para conformarla en concordancia con el modelo de Cristo. Esta transfiguración puede experimentar altos y bajos según que la persona obedezca las sugestiones del Espíritu o se someta, de nuevo, a las seducciones del pecado. También después del pecado, el cristiano es levantado de nuevo por la gracia de los sacramentos y guiado a que progrese en la santificación. 71. Toda la vida cristiana está contenida y recapitulada en la caridad, amor desinteresado a Dios y al prójimo. San Pablo llama a la caridad «fruto del Espíritu» (Gál 5, 22) e indica después las muchas implicaciones de esta caridad, tanto en la lista de los frutos del Espíritu Santo (Gál 5, 22-23) como en su himno de la caridad (1 Cor 13, 4-7). IX. Sociedad y cosmos 72. La redención tiene efectos que se extienden más allá de la vida interior y de las relaciones recíprocas de los cristianos en la Iglesia. Despliega su influjo en el exterior en cuanto que la gracia de Cristo tiende a aplacar todo lo que lleva al conflicto, a la injusticia y a la opresión, contribuyendo, en este modo, a aquello a lo que el Papa Pablo VI se refería como una «civilización del amor». Las «estructuras de pecado» erigidas por la avidez del provecho personal no pueden ser vencidas más que por «la entrega por el bien del prójimo, juntamente con la disponibilidad a "perderse", en sentido evangélico, por el otro»[99]. El amor desinteresado a Cristo, transformando las vidas de los creyentes, rompe el círculo vicioso de la violencia humana. La verdadera amistad establece un clima favorable a la paz y a la justicia, contribuyendo así a la redención de la sociedad. 73. Permanece verdadero que, como muchos Papas han advertido, la redención no puede reducirse a la liberación de orden socio-político[100]. Los «casos de pecado social son el fruto, la acumulación y la concentración de muchos pecados personales»[101]. Los cambios en las estructuras sociales, aun mejorando la suerte de los pobres, no pueden por sí mismos derrotar al pecado o infundir la santidad, que se encuentra en el corazón del designio redentivo de Dios y es también, en cierto sentido, su objetivo (cf. 1 Tes 4, 3; Ef 1, 4). A la inversa, las personas que sufren la pobreza y la opresión, males que no fueron escatimados al mismo Cristo, pueden recibir abundantemente la gracia redentora de Dios y ser contados entre los pobres que Cristo llama bienaventurados (Mt 5, 3). 74. La redención tiene un aspecto cósmico, porque Dios se complace en «reconciliar [por medio de Cristo] todas las cosas consigo, pacificando mediante la sangre de su cruz, por medio de él, tanto las que están sobre la tierra como las que hay en los cielos» (Col 1, 20). Pablo puede hablar de toda la creación que «gime y está con dolores de parto» y de todos nosotros que «gemimos dentro de nosotros» mientras esperamos una redención que nos hará entrar en «la libertad de la gloria de los hijos de Dios» (Rom 8, 21-23). El libro del Apocalipsis, siguiendo a Isaías, habla de «un cielo nuevo y una tierra nueva» como resultado final de la redención (Ap 21, 1; cf. Is 65, 17; 66, 22). La Iglesia en la liturgia del Viernes Santo canta acerca de cielos y mares que son purificados por la sangre de Cristo[102]. X. Perspectivas escatológicas 75. La recepción de la redención en la vida presente es fragmentaria e incompleta. Tenemos los primeros frutos del Espíritu, pero todavía gemimos con toda la creación «anhelando la adopción filial, el rescate de nuestro cuerpo. Porque en esperanza es como hemos sido salvados; ahora bien: la esperanza que se ve, ya no es esperanza. Porque lo que uno ve, ¿cómo esperarlo? Pero si esperamos lo que no vemos, en paciencia esperamos» (Rom 8, 23-25). 76. Aunque los fieles cristianos reciben el perdón del pecado y la infusión de la gracia, de modo que el pecado no reine ya en ellos (Rom 5, 21; cf. 8, 2), sus tendencias pecaminosas no están completamente vencidas. Las huellas del pecado, incluidos el sufrimiento y la muerte, permanecerán hasta el fin de los tiempos. Los que conforman sus vidas a la de Cristo en la fe tienen la seguridad de que mediante su propia muerte obtendrán una participación definitiva en la victoria del Salvador resucitado. 77. Los cristianos tienen que combatir constantemente la presencia del mal y del sufrimiento, en tantas formas, en el mundo y en la sociedad, por la promoción de la justicia, la paz y el amor, en un esfuerzo por asegurar la felicidad y el bienestar de todos. 78. La redención alcanzará su cumplimiento solamente cuando Cristo reaparezca para establecer su reino final. Entonces él presentará al Padre los frutos permanentes de su lucha. Los bienaventurados en el cielo participarán de la gloria de la nueva creación. La presencia divina penetrará toda la realidad creada; todas las cosas brillarán con el esplendor del Eterno, de modo que «Dios será todo en todas las cosas» (1 Cor 15,28). [*] El estudio de la teología de la redención fue propuesto a los miembros de la Comisión teológica Internacional por Su Santidad el Papa Juan Pablo II en 1992. Se estableció una subcomisión para preparar este estudio, compuesta por los profesores Jan Ambaum, Joseph Doré, Avery Dulles, Joachim Gnilka, Sebastian Karotemprel, Mons. Miceál Ledwith (presidente), el profesor Francis Moloney, Mons. Max Thurian y el profesor Ladislaus Vanyo. Discusiones generales sobre este tema tuvieron lugar durante diversas reuniones de la subcomisión, y en la sesiones plenarias de la Comisión Teológica Internacional misma, celebradas en Roma en 1992, 1993 y 1994. Este texto fue aprobado in forma specifica por el voto de la Comisión el 29 de noviembre de 1994 y fue sometido a su presidente, su eminencia el cardenal Joseph Ratzinger, Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, que lo ha aprobado para su publicación. La Comisión teológica Internacional no pretende ofrecer nuevos elementos teológicos, sino más bien, al proporcionar aquí una síntesis de las direcciones teológicas contemporáneas, ofrecer un punto seguro de referencia para continuar la discusión y la investigación de esta cuestión. [1] Texto oficial latino en Commissio Theologica Internationalis, Quaestiones selectae de Deo Redemptore: Gregorianum 78 (1997) 421-476.[2] «Fides quarens intellectum». San Anselmo, Proslogion, Prooemium: Opera omnia, ed. F. S. Schmitt, t.1 (Edinburgi 1946) 94 (PL 158, 225) [3] Cf. el jardín (genna) de suprema bienaventuranza [4] San Agustín, Confesiones, 1, 1, 1: CCL 27, 1 (PL 32, 661). [5] Rescate en hebreo: kofer; en griego: λύτρον [6] Consummatum est! [7] ‘Εφάπαξ. [8] Παρέδωκεν τό πνευμα. [9] San Ignacio de Antioquía, A los Efesios, 7, 2: Fuentes Patrísticas 1, 110 (Funk 1, 218). [10] San Clemente de Roma, Carta a los Corintios, 59, 4: Fuentes Patrísticas 4, 146 (Funk 1, 176). [11] Carta a Diogneto, 9, 6: SC 33, 74 (Funk 1, 406-408). [12] Orígenes, Contra Celsum, 2, 67: SC 132, 442-444 (PG 11, 901). [13] San Justino, Apología, II, 5, 1-6, 6: ed. A. Wartelle (París 1987) 202-204 (PG 6, 452-456). [14] Atenágoras, Legatio pro christianis, 25, 3-4: ed. W R. Schoedel (Oxford 1972) 62 (PG 6, 949). [15] San Justino, Dialogus cum Tryphone Iudaeo, 30, 3: ed. G. Archambault, t.1 (París 1909) 132 (PG 6, 540) [16] «Per suadelam»; cf. también san Ireneo, Adversus haereses, 5, 2, 1: SC 153, 30 (PG 7, 1124): «sua propria iuste et benigne assumens». [17] San Ireneo, Adversus haereses, 5, 1, 1: SC 153, 16-20 (PG 7, 1120-1121). [18] San Ireneo, Adversus haereses, 5, Praefatio: SC 153, 14 (PG 7, 1120): «uti nos perficeret esse quod est ipse». [19] San Ireneo, Adversus haereses, 1, 10, 1: SC 264, 154-158 (PG 7, 550-551); ibid., 3, 16, 6: SC 211, 310-314 (PG 7, 925-926)) [20] San Ireneo, Adversus haereses, 5, 7, 2: SC 153, 90 (PG 7, 1141). [21] San Atanasio, De Incarnatione Verbi, 7: ed. R. W. Thomson (Oxford 1971) 148-150 (PG 25, 108-109) [22] San Atanasio, Oratio II contra Arianos, 68-69: PG 26, 292-296. [23] San Gregoriano de Nacianzo, Oratio, 38, 13: SC 358, 130-132 (PG 36, 325); Id., Epistula 101, 13.15: SC 208, 40-42 (PG 37, 177) [24] San Gregoriano de Nacianzo, Oratio, 30, 21: SC 250, 272 (PG 36, 132). [25] San Gregoriano de Nacianzo, Oratio, 12, 4: SC 405, 354-356 (PG 38, 848); Id., Oratio, 30, 6: SC 250, 236 (PG 36, 109). [26] San Gregoriano de Nacianzo, Oratio, 12, 4: SC 405, 354-356 (PG 35, 848). [27] San Gregorio de Nisa, Antirrheticus adversus Apolinarium, 16: Gregorii Nysseni opera, ed. W. Jaeger, t.3/1, 151-152 (PG 45, 1152-1153). [28] San Agustín, In Iohannis Evangelium tractatus, 123, 5: CCL 36, 680 (PL 35, 1969). [29] Cf. por ejemplo, san Ambrosio, De Incarnationis Dominicae sacramento: CSEL 79, 225-281 (PL 16, 853-884); Id., De mysteriis: CSEL, 73, 89-116 (PL 16, 405-426); Id., De sacramentis: CSEL 73, 15-18 (PL 16, 435-482); Id., De Paenitentia: CSEL 73, 119-206 (PL 16, 485-546); Id., De sacramento Regenerationis sive de Philosophia (los fragmentos que se conservan): ed. . A. Ballerini, Sancti Ambrosii opera, t.4 (Milano 1879) 905-908. [30] San Agustín, De gratia Christi et de pecato originali, 25, 29: CSEL 42, 188-190 (PL 44, 399-400) [31] San Agustín, De natura et gratia, 23, 25: CSEL 60, 251 (PL 44, 259-260); ibid, 30, 34:CSEL 60, 258 (PL 44, 263); ID., De Trinitate 14, 16, 22: CCL 50A, 451-454 (PL 42, 1052-1054). [32] San Agustín, Enchiridion, 10, 33: CCL 46, 67-68 (PL 40, 248-249). [33] En latín figura; en griego: έτέρωσις [34] Cf. San Agustín, Enchiridion, 10, 33: CCL 46, 68 (PL 40, 249); ibid., 13, 41: CCL 46, 72-73 (PL 40, 252-253). [35] San Agustín, De Trinitate, 13, 14, 15-18, 19: CCL 50A, 406-408 (PL 42, 1027-1029). [36] San Anselmo, Cur Deus homo, 2, 18: SC 91, 438 (PL 158, 425) [37] San Anselmo, Cur Deus homo, 2, 18: SC 91, 440-442 (PL 158, 425) [38] Pedro Abelardo, Sermo 9: PL 178, 447. [39] Santo Tomás de Aquino, Suma Teológica, III, q.14, a.1, ad 1: Ed. Leon. 11, 180; cf. Id., Supplementum, 14, 2: Opera omnia, t.5 (Parisiis 1872) 633-634). [40] Santo Tomás de Aquino, Suma Teológica, III, q.48, a.2, c: Ed. Leon. 11, 464. [41] Santo Tomás de Aquino, Suma Teológica, III, q.46, a.1, c et ad 3: Ed. Leon. 11, 435-436. [42] Comisión Teológica Internacional, Cuestiones selectas de Cristología (1979), IV, D, 6. [43] Lutero, Annotationes in Epistolam Pauli ad Galatas (1531), 3, 13: WA 40/1, 434, 7-9. [44] Lutero, Commentarius in Epistolam ad Galatas (1535), 3, 13: WA 40/1, 433, 26-29. [45] Lutero, Commentarius in Epistolam ad Galatas (1535), 3, 13: WA 40/1, 435, 17-19. [46] Lutero, Annotationes in Epistolam Pauli ad Galatas (1531), 3, 13: WA 40/1, 434, 7-9. [47] Calvino, Institutio christianae religionis (1559), 2, 16, 6: Opera selecta, ed. P. Barth-G. Niesel, t.3 (Monacchi 1967) 489-490. [48] Calvino, Institutio christianae religionis , 2, 16, 6: Opera selecta, t.3, 489. [49] Calvino, Institutio christianae religionis , 2, 16, 10: Opera selecta, t.3, 495. [50] H. Grocio, Defensio fidei catholicae de satisfactione Christi (Hagae Comitis 1617); cf. B. Sesboüé, Jésus-Christ l’unique médiateur, t.1 (parís 1988) 71. [51] Concilio de Trento, Ses. 6.ª, Decreto sobre la justificación, c.7: DS 1528-1531. [52] Ibid.; también canon 11: DS 1561. [53] A. Ritschl, Die christliche Lebre von der Rechtfertigung und Versöhnung, t.3 (Bonn 1874) [54] F.Schleiermarcher, Der christliche Glaube nach den Grundsätzen der evangelischen Kirche im Zusammenhang dargestellt, 2ª. Ed. t.2, § 101 (Berlín 1960) 97. [55] R. Bultmann, Neues Testament und Mythologie, en H. W. Bartsch (editor), Kerygma und Mythos. Ein theologisches Gespräch t.1 (Hamburg-Berstedt 1960) 42. [56] P. Tillich, Systematische Teologie, 3.ª ed., t.2 (Stuttgart 1958) 188-189. [57] La doctrina de la redención en la teología de la liberación puede estudiarse en obras como G. Gutiérrez, Teología de la liberación (Salamanca 1972); L. Boff, Jesucristo el Liberador, trad. Esp. (Santander 1980), y J. Sobrino, Cristología desde América Latina, 2ª. Ed. (México 1976). [58] K. Rahner, Curso fundamental sobre la fe, trad. Esp. (Barcelona 1979) 232-235. [59] K. Rahner, Curso fundamental sobre la fe, 331. [60] K. Rahner, Curso fundamental sobre la fe, 332-333. [61] A. Pieris, The Place of Non-Christian Religions and Cultures in the Evolution of the Third World Theology, en Irruptio of the Third World: Challenge to Theology (Maryknoll, N. Y. 1983) 133 [62] P. F. Knitter, Toward a Liberation Theology of Religions, en The Myth of Cristian Uniqueness: Toward a Pluralistic Theology of Religions, en J. Hick-P.F. Knitter (editores) (Maryknoll, N. Y., 1987) 178-200 (aquí 187). [63] Muchos de estos temas están ejemplificados en las obras de M. Fox, especialmente en su Original Blessing: a Primer in Creation Spirituality (Santa Fe 1983); ed. ampliada (Santa Fe 1990) [64] Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 603. [65] Santo Tomás de Aquino, Suma Teológica, III, q.1, a.2, c: Ed. Leon. 11, 10. [66] Las conexiones entre las misiones del Hijo y del Espíritu Santo en el misterio de la redención son examinadas por Juan Pablo II en su encíclica de 1986 Dominum et vivificantem, especialmente en los n. 11: AAS 79 (1986) 819-820; 14: AAS 79 (1986) 821-822; 24: AAS 79 (1986) 831-833; 28: AAS 79 (1986) 838-839 y 63: AAS 79 (1986) 891-892 [67] San Gregorio Magno, Moralia in Iob, Praefatio 6, 14: CCL 143, 19 (PL 75, 525). Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 795, para ulteriores referencias [68] San Juan Eudes, Le royaume de Jésus, 3, 4: Oeuvres complètes, v.1 (Vannes 1905) 310, citado en Catecismo de la Iglesia Católica, n. 521; para toda la cuestión cf. ibid., 512-570. [69] Concilio Vaticano II, Const. pastoral Gaudium et spes, 22: AAS 58 (1966) 1042. [70] Juan Pablo II, Enc. Redemptor hominis, 13: AAS 71 (1979) 283. [71] Cf. Concilio Vaticano II, Const. Sacrosanctum Concilium, 102-104: AAS 56 (1964) 125-126. [72] Concilio Vaticano II, Const. dogmática Lumen gentium, 58: AAS 57, (1965) 61. [73] Juan Pablo II, Enc. Redemptoris Mater, 40: AAS 79 (1987) 415. [74] Cf. Comisión Teológica Internacional, La conciencia que Jesús tenía de sí mismo y de su misión (1985), Proposición 2.ª. [75] Cf. Carta a los Hebreos y Plegarias eucarísticas. [76]Cf. Santo Tomás de Aquino, Suma teológica, I, q.2, a.3, c: Ed. Leon. 4, 31-32. [77] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 412, que cita Rom 5,20, y santo Tomas de Aquino, Suma teológica, III, q.1,a.3, ad 3: Ed. Leon. 11, 14. [78] Concilio Vaticano II, Const. pastoral Gaudium et spes, 22: AAS 58 (1966) 1042; Cf. Juan Pablo II, Enc. Redemptor hominis, 8: AAS 71 (1979) 270-272; ibid., 13: AAS 71 (1979) 282-284; y passim. [79] Concilio Vaticano II, Const. pastoral Gaudium et spes, 22: AAS 58 (1966) 1042; Cf. Juan Pablo II, Enc. Veritatis splendor, 2: AAS 85 (1993) 1134-1135. [80] Concilio Vaticano II, Const. dogmática Lumen gentium, 16: AAS 57 (1965) 20. [81] Concilio Vaticano II, Const. pastoral Gaudium et spes, 22: AAS 58 (1966) 1043. [82] Concilio de Trento, Ses. 6.ª, Decreto sobre la justificación, c.8: DS 1532. [83] Juan Pablo II, Enc. Veritatis splendor, 66: AAS 85 (1993) 1185-1186; ibid., 88: AAS 85 (1993) 1203-1204. [84] Concilio de Trento, Ses. 6.ª, Decreto sobre la justificación, c.7-9: DS 1530-1534. [85] Concilio Vaticano II, Decl. Dignitatis humanae, 1: AAS 58 (1966) 930; cf. ibid., 10: AAS 58 (1966) 936. [86]Concilio de Trento, Ses. 6.ª, Decreto sobre la justificación, c.7: DS 1528-1531. [87] Concilio Vaticano II, Const. pastoral Gaudium et spes, 22: AAS 58 (1966) 1043. [88] Concilio de Trento, Ses. 6.ª, Decreto sobre la justificación, c.7-10: DS 1530-1535. [89] Concilio de Trento, Ses. 6.ª, Decreto sobre la justificación, c.11: DS 1536. [90] San Agustín, De gratia et libero arbitrio 8, 20: PL 44, 893; cf. Concilio de Trento, Ses. 6.ª, Decreto sobre la justificación, c.16: DS 1548. [91] Concilio Vaticano I, Const. dogmática Pastor aeternus, Prólogo: DS 3050. [92] Concilio Vaticano II, Const. dogmática Lumen gentium, 5: AAS 57 (1965) 8. [93] Concilio Vaticano II, Const. pastoral Gaudium et spes, 19: AAS 58 (1966) 1039. [94] Cf. Concilio Vaticano II, Const. dogmática Lumen gentium, 6: AAS 57 (1965) 8-9. [95] Concilio Vaticano II, Const. dogmática Lumen gentium, 48: AAS 57 (1965) 53. [96] Concilio Vaticano II, Const. dogmática Lumen gentium, 1: AAS 57 (1965) 5. [97] Concilio Vaticano II, Const. dogmática Lumen gentium, 3: AAS 57 (1965) 6. [98] San Ignacio de Antioquía, A los Efesios, 20, 2: Fuentes Patrísticas 1, 126 (Funk 1, 230). [99] Juan Pablo II, Enc. Sollicitudo rei socialis, 38: AAS 80 (1988) 566. [100] Pablo VI, Exhort. apostólica Evangelii nuntiandi, 32-35: AAS 68 (1976) 27-28. [101] Juan Pablo II, Exhort. apostólica Reconciliatio et paenitentia, 16: AAS 77 (1985) 217. [102] «terra, pontus, astra, mundus / quo lavantur flumine!». Ad Laudes matutinas, Hymnus: Liturgia horarum, t.2, editio typica altera (Librería Editrice Vaticana, 1986) 331.
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