VISITA AL SEMINARIO ROMANO MAYOR
CON OCASIÓN DE LA FIESTA DE LA VIRGEN DE LA CONFIANZA
ENCUENTRO DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI
CON LOS SEMINARISTAS
Sábado 17 de febrero de 2007
PREGUNTAS DE LOS SEMINARISTAS
Y RESPUESTAS DEL SANTO PADRE
GREGORPAOLO STANO: DIÓCESIS DE ORIA, ITALIA del I año (1° FILOSOFÍA)
Santidad, durante el primero de los dos años que dedicamos al discernimiento nos esforzamos por escrutar a fondo nuestra persona. Es un ejercicio arduo para nosotros, porque el lenguaje de Dios es especial y sólo quien está atento puede captarlo entre las mil voces que resuenan dentro de nosotros. Por eso, le pedimos que nos ayude a comprender cómo habla Dios en concreto y cuáles son las huellas que deja al hablarnos en nuestro interior.
Ante todo, agradezco al monseñor rector sus palabras. Ya siento deseos de conocer el texto que vais a escribir y de aprender de él. No estoy seguro de poder aclarar los puntos esenciales de la vida del seminario, pero diré lo que puedo decir.
Ahora respondo a la primera pregunta: ¿cómo podemos discernir la voz de Dios entre las mil voces que escuchamos cada día en nuestro mundo? Yo diría que Dios habla con nosotros de muchísimas maneras. Habla por medio de otras personas, por medio de los amigos, de los padres, del párroco, de los sacerdotes —aquí, os habla a través de los sacerdotes que se encargan de vuestra formación, que os orientan—. Habla por medio de los acontecimientos de nuestra vida, en los que podemos descubrir un gesto de Dios. Habla también a través de la naturaleza, de la creación; y, naturalmente, habla sobre todo en su Palabra, en la sagrada Escritura, leída en la comunión de la Iglesia y leída personalmente en conversación con Dios.
Es importante leer la sagrada Escritura, por una parte, de modo muy personal, y realmente, como dice san Pablo, no como palabra de un hombre o como un documento del pasado, como leemos a Homero o Virgilio, sino como una palabra de Dios siempre actual, que habla conmigo. Aprender a escuchar en un texto, que históricamente pertenece al pasado, la palabra viva de Dios, es decir, entrar en oración, convirtiendo así la lectura de la sagrada Escritura en una conversación con Dios.
San Agustín dice a menudo en sus homilías: llamé muchas veces a la puerta de esta Palabra, hasta que pude percibir lo que Dios mismo me decía. Por una parte, esta lectura muy personal, esta conversación personal con Dios, en la que trato de descubrir lo que el Señor me dice; y juntamente con esta lectura personal, es muy importante la lectura comunitaria, porque el sujeto vivo de la sagrada Escritura es el pueblo de Dios, es la Iglesia.
Esta Escritura no era algo meramente privado, de grandes escritores —aunque el Señor siempre necesita a la persona, necesita su respuesta personal—, sino que ha crecido con personas que estaban implicadas en el camino del pueblo de Dios y así sus palabras son expresión de este camino, de esta reciprocidad de la llamada de Dios y de la respuesta humana.
Por consiguiente, el sujeto vive hoy como vivió en aquel tiempo; la Escritura no pertenece al pasado, dado que su sujeto, el pueblo de Dios inspirado por Dios mismo, es siempre el mismo. Así pues, se trata siempre de una Palabra viva en el sujeto vivo. Por eso, es importante leer la sagrada Escritura y escuchar la sagrada Escritura en la comunión de la Iglesia, es decir, con todos los grandes testigos de esta Palabra, desde los primeros Padres hasta los santos de hoy, hasta el Magisterio de hoy.
Sobre todo en la liturgia se convierte en una Palabra vital y viva. Por consiguiente, yo diría que la liturgia es el lugar privilegiado donde cada uno entra en el "nosotros" de los hijos de Dios en conversación con Dios. Es importante: el padrenuestro comienza con las palabras "Padre nuestro". Sólo podré encontrar al Padre si estoy insertado en el "nosotros" de este "nuestro"; sólo escuchamos bien la palabra de Dios dentro de este "nosotros", que es el sujeto de la oración del padrenuestro.
Así pues, esto me parece muy importante: la liturgia es el lugar privilegiado donde la Palabra está viva, está presente; más aún, donde la Palabra, el Logos, el Señor, habla con nosotros y se pone en nuestras manos. Si nos disponemos a la escucha del Señor en esta gran comunión de la Iglesia de todos los tiempos, lo encontraremos.
Él nos abre la puerta poco a poco. Por tanto, yo diría que en este punto se concentran todos los demás: el Señor nos guía personalmente en nuestro camino y, al mismo tiempo, vivimos en el gran "nosotros" de la Iglesia, donde la palabra de Dios está viva.
Luego vienen los demás puntos: escuchar a los amigos, escuchar a los sacerdotes que nos guían, escuchar la voz viva de la Iglesia de hoy, escuchando así también las voces de los acontecimientos de este tiempo y de la creación, que resultan descifrables en este contexto profundo.
Por tanto, para resumir, diría que Dios nos habla de muchas maneras. Es importante, por una parte, estar en el "nosotros" de la Iglesia, en el "nosotros" vivido en la liturgia. Es importante personalizar este "nosotros" en mí mismo; es importante estar atentos a las demás voces del Señor, dejarnos guiar también por personas que tienen experiencia con Dios, por decirlo así, y nos ayudan en este camino, para que este "nosotros" se transforme en mi "nosotros", y yo, en uno que realmente pertenece a este "nosotros". Así crece el discernimiento y crece la amistad personal con Dios, la capacidad de percibir, en medio de las mil voces de hoy, la voz de Dios, que siempre está presente y siempre habla con nosotros.
CLAUDIO FABBRI: DIÓCESIS DE ROMA del II año (2° FILOSOFÍA)
Santo Padre, ¿cómo estaba articulada su vida durante el tiempo de formación para el sacerdocio y cuáles eran los intereses que cultivaba? Teniendo en cuenta su experiencia, ¿cuáles son los puntos fundamentales de la formación para el sacerdocio? En particular, ¿qué lugar ocupa en ella María?
Creo que nuestra vida, en el seminario de Freising, estaba articulada de un modo muy semejante a vuestro horario, aunque no conozco exactamente vuestro reglamento diario. Me parece que se comenzaba a las 6.30, a las 7.00, con una meditación de media hora, en la que cada uno en silencio hablaba con el Señor, trataba de disponer su alma para la sagrada liturgia. Luego seguía la santa misa, el desayuno y, durante la mañana, las clases.
Por la tarde, seminarios, tiempos de estudio, y luego de nuevo oración en común. En la noche, los "puntos": el director espiritual o el rector del seminario, alternándose, nos hablaban para ayudarnos a encontrar el camino de la meditación; no nos daban una meditación ya hecha, sino elementos que podían ayudar a cada uno a interiorizar las palabras del Señor que serían objeto de nuestra meditación.
Así era el itinerario de cada día. Luego, naturalmente, estaban las grandes fiestas, con una hermosa liturgia, con música... Pero, me parece —tal vez volveré a hablar de esto al final— que es muy importante tener una disciplina que nos precede y no deber inventar cada día de nuevo lo que hay que hacer, lo que hay que vivir. Existe una regla, una disciplina que ya me espera y me ayuda a vivir ordenadamente este día.
Ahora bien, por lo que respecta a mis preferencias, naturalmente seguía con atención, como podía, las clases. En los dos primeros años, desde el inicio me fascinó la filosofía, sobre todo la figura de san Agustín; luego también la corriente agustiniana en la Edad Media: san Buenaventura, los grandes franciscanos, la figura de san Francisco de Asís.
Me impresionaba sobre todo la gran humanidad de san Agustín, que no tuvo la posibilidad de identificarse con la Iglesia como catecúmeno desde el inicio, sino que, por el contrario, tuvo que luchar espiritualmente para encontrar poco a poco el acceso a la palabra de Dios, a la vida con Dios, hasta que pronunció el gran "sí" a su Iglesia.
Fue un camino muy humano, donde también nosotros podemos ver hoy cómo se comienza a entrar en contacto con Dios, cómo hay que tomar en serio todas las resistencias de nuestra naturaleza, canalizándolas para llegar al gran "sí" al Señor. Así me conquistó su teología tan personal, desarrollada sobre todo en la predicación. Esto es importante, porque al inicio san Agustín quería vivir una vida puramente contemplativa, escribir otros libros de filosofía..., pero el Señor no quería eso; lo llamó a ser sacerdote y obispo; de este modo, todo el resto de su vida, de su obra, se desarrolló fundamentalmente en el diálogo con un pueblo muy sencillo. Por una parte, siempre tuvo que encontrar personalmente el significado de la Escritura; y, por otra, debía tener en cuenta la capacidad de esa gente, su contexto vital, para llegar a un cristianismo realista y, al mismo tiempo, muy profundo.
Naturalmente, para mí además era muy importante la exégesis: tuvimos dos exegetas un poco liberales, pero a pesar de ello grandes exegetas, también realmente creyentes, que nos fascinaban. Puedo decir que, en realidad, la sagrada Escritura era el alma de nuestro estudio teológico: vivíamos con la sagrada Escritura y aprendíamos a amarla, a hablar con ella. Ya he hablado de la patrología, del encuentro con los santos Padres. También nuestro profesor de dogmática era un persona entonces muy famosa; había alimentado su dogmática con los Padres y con la liturgia.
Para nosotros un punto muy central era la formación litúrgica. En aquel tiempo no había aún cátedras de liturgia, pero nuestro profesor de pastoral nos dirigió grandes cursos sobre liturgia y él, en ese momento, era también rector del seminario. Así, la liturgia vivida y celebrada iba muy unida a la liturgia enseñada y pensada.
Juntamente con la sagrada Escritura, estos eran los puntos más importantes de nuestra formación teológica. De esto doy siempre gracias al Señor, porque en su conjunto son realmente el centro de una vida sacerdotal.
Otro interés era la literatura: era obligatorio leer a Dostoievski; era la moda del momento. Luego estaban los grandes franceses: Claudel, Mauriac, Bernanos; pero también la literatura alemana; teníamos una edición alemana de Manzoni: en aquel tiempo yo no hablaba italiano. Así, en cierto sentido, también formábamos nuestro horizonte humano. Asimismo, sentíamos gran amor por la música, al igual que por la belleza de la naturaleza de nuestra tierra. Con estas preferencias, estas realidades, en un camino no siempre fácil, seguí adelante. El Señor me ayudó a llegar hasta el "sí" del sacerdocio, un "sí" que me ha acompañado todos los días de mi vida.
GIANPIERO SAVINO: DIÓCESIS DE TARANTO del III año (1° TEOLOGÍA)
Santidad, a los ojos de mucha gente, podemos parecer jóvenes que dicen con firmeza y valentía su "sí" y que lo dejan todo para seguir al Señor; pero sabemos que estamos muy lejos de una verdadera coherencia con ese "sí". Con confianza de hijos, le confesamos la parcialidad de nuestra respuesta a la llamada de Jesús y el esfuerzo diario por vivir una vocación que nos pide dar un "sí" definitivo y total. ¿Cómo responder a la vocación tan exigente de pastores del pueblo de Dios, si sentimos constantemente nuestra debilidad e incoherencia?
Es muy saludable reconocer nuestra debilidad, porque sabemos que necesitamos la gracia del Señor. El Señor nos consuela. En el colegio de los Apóstoles no sólo estaba Judas, sino también los Apóstoles buenos. A pesar de eso, Pedro cayó. El Señor reprocha muchas veces la lentitud, la cerrazón del corazón de los Apóstoles, la poca fe que tenían. Por tanto, eso nos demuestra que ninguno de nosotros está plenamente a la altura de este gran "sí", a la altura de celebrar "in persona Christi", de vivir coherentemente en este contexto, de estar unido a Cristo en su misión de sacerdote.
Para nuestro consuelo, el Señor nos dio también las parábolas de la red con peces buenos y malos, del campo donde crece el trigo pero también la cizaña. Nos explica que vino precisamente para ayudarnos en nuestra debilidad; que no vino, como dice, para llamar a los justos, a los que se creen ya plenamente justos, a los que creen que no necesitan la gracia, a los que oran alabándose a sí mismos, sino que vino a llamar a los que se saben débiles, a los que son conscientes de que cada día necesitan el perdón del Señor, su gracia, para seguir adelante.
Me parece muy importante reconocer que necesitamos una conversión permanente, que no hemos llegado a la meta. San Agustín, en el momento de su conversión, pensaba que ya había llegado a la cumbre de la vida con Dios, de la belleza del sol, que es su Palabra. Luego comprendió que también el camino posterior a la conversión sigue siendo un camino de conversión, que sigue siendo un camino donde no faltan las grandes perspectivas, las alegrías, las luces del Señor, pero donde tampoco faltan valles oscuros, donde debemos seguir adelante con confianza apoyándonos en la bondad del Señor.
Por eso, es importante también el sacramento de la Reconciliación. No es correcto pensar que en nuestra vida no tenemos necesidad de perdón. Debemos aceptar nuestra fragilidad, permaneciendo en el camino, siguiendo adelante sin rendirnos, y mediante el sacramento de la Reconciliación convirtiéndonos constantemente para volver a comenzar, creciendo, madurando para el Señor, en nuestra comunión con él.
Naturalmente, también es importante no aislarse, no pensar que podemos ir adelante nosotros solos. Necesitamos la compañía de sacerdotes amigos, también de laicos amigos, que nos acompañen, que nos ayuden. Es muy importante para un sacerdote en la parroquia ver cómo la gente tiene confianza en él y experimentar, además de su confianza, su generosidad al perdonar sus debilidades. Los verdaderos amigos nos desafían y nos ayudan a ser fieles en este camino. Me parece que esta actitud de paciencia, de humildad, nos puede ayudar a ser buenos con los demás, a tener comprensión ante las debilidades de los demás, a ayudarles también a ellos a perdonar como nosotros perdonamos.
Creo que no soy indiscreto si digo que hoy he recibido una hermosa carta del cardenal Martini, agradeciendo la felicitación que le envié con ocasión de su 80° cumpleaños; somos coetáneos. Expresando su agradecimiento, dice: sobre todo doy gracias al Señor por el don de la perseverancia. Hoy —escribe— incluso el bien se hace por lo general ad tempus, ad experimentum. El bien, según su esencia, sólo se puede hacer de modo definitivo, pero para hacerlo de modo definitivo necesitamos la gracia de la perseverancia. Pido cada día al Señor —concluye— que me dé esta gracia.
Vuelvo a san Agustín: al inicio estaba contento de la gracia de la conversión. Luego descubrió que necesitaba otra gracia, la gracia de la perseverancia, que debemos pedir cada día al Señor. Pero, volviendo a las palabras del cardenal Martini, "hasta ahora el Señor me ha dado esta gracia de la perseverancia; espero que me la dé también para esta última etapa de mi camino en esta tierra". Me parece que debemos confiar en este don de la perseverancia, pero que también debemos orar al Señor con tenacidad, con humildad y con paciencia, para que nos ayude y nos sostenga con el don de la perseverancia final, para que nos acompañe cada día hasta el final, aunque el camino pase por un valle oscuro. El don de la perseverancia nos da alegría, nos da la certeza de que somos amados por el Señor y que este amor nos sostiene, nos ayuda y no nos abandona en nuestras debilidades.
Nuestro verdadero tesoro es el amor del Señor
Santo Padre, usted, comentando el vía crucis del año 2005, habló de la suciedad que hay en la Iglesia; y en la homilía de la misa de ordenación de sacerdotes romanos del año pasado nos puso en guardia contra el peligro "de buscar hacer carrera, de tratar de subir más alto, de esforzarse por conseguir una buena posición mediante la Iglesia". ¿Cómo afrontar estos problemas del modo más sereno y responsable posible?
No es fácil responder a esta pregunta, pero ya he dicho —y es un punto importante— que el Señor sabe, sabía desde el inicio, que en la Iglesia también hay pecado. Para nuestra humildad es importante reconocer esto y no sólo ver el pecado en los demás, en las estructuras, en los altos cargos jerárquicos, sino también en nosotros mismos, para ser así más humildes y aprender que ante el Señor no cuenta la posición eclesial, sino estar en su amor y hacer resplandecer su amor.
Personalmente considero que, en este punto, es muy importante la oración de san Ignacio, que dice: "Suscipe, Domine, universam meam libertatem. Accipe memoriam, intellectum atque voluntatem omnem. Quidquid habeo vel possideo mihi largitus es; id tibi totum restituo, ac tuae prorsus voluntati trado gubernandum. Amorem tui solum cum gratia tua mihi dones, et dives sum satis, nec aliud quidquam ultra posco". Precisamente esta última parte me parece muy importante: comprender que el verdadero tesoro de nuestra vida es estar en el amor del Señor y no perder nunca este amor. Luego somos realmente ricos. Un hombre que ha encontrado un gran amor se siente realmente rico y sabe que esta es la verdadera perla, que este es el tesoro de su vida y no todas las demás cosas que posee.
Nosotros hemos encontrado, más aún, hemos sido encontrados por el amor del Señor, y cuanto más nos dejemos tocar por su amor en la vida sacramental, en la vida de oración, en la vida de trabajo, en el tiempo libre, tanto más podemos comprender que, si hemos encontrado la verdadera perla, todo lo demás no cuenta, todo lo demás sólo es importante en la medida en que el amor del Señor me atribuye esas cosas. Con este amor yo soy rico, soy realmente rico, y estoy en una posición elevada. Encontremos aquí el centro de la vida, la riqueza. Luego dejémonos guiar, dejemos que la Providencia decida qué hace con nosotros.
Al respecto, me viene a la mente una anécdota de santa Bakhita, la gran santa africana, que era esclava en Sudán y luego en Italia encontró la fe y se hizo religiosa. Cuando ya era anciana, el obispo visitaba su monasterio, su casa religiosa, y no la conocía. Al ver a esta pequeña religiosa africana, ya encorvada, le dijo: "Pero, ¿qué hace usted, hermana?". Bakhita le respondió: "Yo hago lo mismo que usted excelencia". El obispo admirado preguntó: "¿Qué cosa?". Y Bakhita le contestó: "Excelencia, los dos hacemos lo mismo, hacemos la voluntad de Dios".
Me parece una respuesta hermosísima. El obispo y la pequeña religiosa, que ya casi no podía trabajar, hacían lo mismo, en posiciones diversas: trataban de hacer la voluntad de Dios, y así estaban cada uno en el lugar debido.
También me vienen a la mente unas palabras de san Agustín, que dice: Todos somos siempre sólo discípulos de Cristo y su cátedra está en un lugar más alto, porque esta cátedra es la cruz, y esta altura es la verdadera altura, la comunión con el Señor, también en su pasión. Me parece que, si comenzamos a entender esto, en una vida de oración diaria, en una vida de entrega al servicio del Señor, podemos librarnos de esas tentaciones tan humanas.
FRANCESCO ANNESI: DIÓCESIS DE ROMA del V año (3° TEOLOGÍA)Santidad, la carta apostólica "Salvifici doloris" del Papa Juan Pablo II pone de relieve que el sufrimiento es fuente de riqueza espiritual para todos los que lo aceptan en unión con los sufrimientos de Cristo. En un mundo que busca todos los medios, lícitos e ilícitos, para eliminar cualquier forma de dolor, ¿cómo puede el sacerdote ser testigo del sentido cristiano del sufrimiento y cómo debe comportarse ante quienes sufren, sin resultar retórico o patético?
¿Qué hacer? Debemos reconocer que conviene tratar de hacer todo lo posible para mitigar los sufrimientos de la humanidad y para ayudar a las personas que sufren —son numerosas en el mundo— a llevar una vida buena y a librarse de los males que a menudo causamos nosotros mismos: el hambre, las epidemias, etc.
Pero, reconociendo este deber de trabajar contra los sufrimientos causados por nosotros mismos, al mismo tiempo debemos reconocer también y comprender que el sufrimiento es un elemento esencial para nuestra maduración humana. Pienso en la parábola del Señor sobre el grano de trigo que cae en tierra y que sólo así, muriendo, puede dar fruto. Este caer en tierra y morir no sucede en un momento, es un proceso de toda la vida.
Cayendo en tierra como el grano de trigo y muriendo, transformándonos, somos instrumentos de Dios y así damos fruto. No por casualidad el Señor dice a sus discípulos: el Hijo del hombre debe ir a Jerusalén para sufrir; por eso, quien quiera ser mi discípulo, debe tomar su cruz sobre sus hombros y así seguirme. En realidad, nosotros somos siempre, un poco, como san Pedro, el cual dijo al Señor: No, Señor, este no puede ser tu caso, tú no debes sufrir. Nosotros no queremos llevar la cruz. Queremos crear un reino más humano, más hermoso en la tierra.
Eso es un gran error. El Señor lo enseña. Pero Pedro necesitó mucho tiempo, tal vez toda su vida, para entenderlo. Porque la leyenda del Quo vadis? encierra una gran verdad: aprender que precisamente llevar la cruz del Señor es el modo de dar fruto. Así pues, yo diría que antes de hablar a los demás, nosotros mismos debemos comprender el misterio de la cruz.
Ciertamente, el cristianismo nos da la alegría, porque el amor da alegría. Pero el amor es siempre un proceso en el que hay que perderse, en el que hay que salir de sí mismo. En este sentido, también es un proceso doloroso. Sólo así es hermoso y nos hace madurar y llegar a la verdadera alegría. Quien quiere afirmar o quien promete sólo una vida alegre y cómoda, miente, porque esta no es la verdad del hombre. La consecuencia es que luego se debe huir a paraísos falsos. Precisamente así no se llega a la alegría, sino a la autodestrucción.
Sí, el cristianismo nos anuncia la alegría; pero esta alegría sólo crece en el camino del amor y este camino del amor guarda relación con la cruz, con la comunión con Cristo crucificado. Y está representada por el grano de trigo que cae en tierra. Cuando comencemos a comprender y a aceptar esto, cada día, porque cada día nos trae alguna insatisfacción, alguna dificultad que también produce dolor, cuando aceptemos esta escuela del seguimiento de Cristo, como los Apóstoles tuvieron que aprender en esta escuela, entonces también seremos capaces de ayudar a los que sufren.
Es verdad, siempre resulta problemático que uno que tiene buena salud o está en buena condición trate de consolar a otro que está afectado por un gran mal, sea enfermedad, sea pérdida de amor. Ante estos males, que conocemos todos, casi inevitablemente todo parece sólo retórico y patético. Pero yo diría que, si estas personas pueden percibir que nosotros tenemos com-pasión, que somos com-pacientes, que queremos llevar juntamente con ellos la cruz en comunión con Cristo, sobre todo orando con ellos, asistiéndolos con un silencio lleno de simpatía, de amor, ayudándoles en la medida de nuestras posibilidades, podemos resultar creíbles.
Debemos aceptar que, tal vez en un primer momento, nuestras palabras parezcan sólo palabras. Pero si vivimos realmente con este espíritu del seguimiento de Jesús, también encontraremos la manera de estar cerca de ellos con nuestra simpatía. Simpatía etimológicamente quiere decir com-pasión por el hombre, ayudándolo, orando, creando así la confianza en que la bondad del Señor existe incluso en el valle más oscuro. Así podemos abrirles el corazón para el Evangelio de Cristo mismo, que es el verdadero Consolador; abrirles el corazón para el Espíritu Santo, llamado el otro Consolador, el otro Paráclito, que asiste, que está presente.
Podemos abrirles el corazón no para nuestras palabras, sino para la gran enseñanza de Cristo, para su estar con nosotros, ayudándoles para que el sufrimiento y el dolor se transformen de verdad en gracia de maduración, de comunión con Cristo crucificado y resucitado.
MARCO CECCARELLI: DIÓCESIS DE ROMA, diácono (será ordenado sacerdote el próximo 29 de abril)Santidad, en los próximos meses mis compañeros y yo seremos ordenados sacerdotes. Pasaremos de una vida bien estructurada por las reglas del seminario a la situación mucho más compleja de nuestras parroquias. ¿Qué consejos nos da para vivir lo mejor posible el inicio de nuestro ministerio presbiteral?
Aquí en el seminario tenéis una vida bien articulada. Yo diría, como primer punto, que también en la vida de los pastores de la Iglesia, en la vida diaria del sacerdote, es importante conservar, en la medida de lo posible, un cierto orden: que nunca falte la misa; sin la Eucaristía un día es incompleto; por eso, crecemos ya en el seminario con esta liturgia diaria. Me parece muy importante que sintamos la necesidad de estar con el Señor en la Eucaristía, que no sea un deber profesional, sino que sea realmente un deber sentido interiormente, que nunca falte la Eucaristía.
El otro punto importante es tomar tiempo para la liturgia de la Horas, y así para esta libertad interior: con todas las cargas que llevamos, esta liturgia nos libera y nos ayuda también a estar más abiertos, a estar en contacto más profundo con el Señor. Naturalmente, debemos hacer todo lo que exige la vida pastoral, la vida de un vicario parroquial, de un párroco o de los demás oficios sacerdotales. Pero no conviene olvidar nunca estos puntos fijos, que son la Eucaristía y la liturgia de las Horas, para tener durante el día cierto orden, pues, como dije al inicio, no debemos estar inventando cada día. Hemos aprendido: "Serva ordinem et ordo servabit te". Esas palabras encierran una gran verdad.
Asimismo, es importante no descuidar la comunión con los demás sacerdotes, con los compañeros de camino; y no descuidar el contacto personal con la palabra de Dios, la meditación. ¿Qué hacer? Yo tengo una receta bastante sencilla: combinar la preparación de la homilía dominical con la meditación personal, para lograr que estas palabras no sólo estén dirigidas a los demás, sino que realmente sean palabras dichas por el Señor a mí mismo, y maduradas en una conversación personal con el Señor. Para que esto sea posible, mi consejo consiste en comenzar ya el lunes, porque si se comienza el sábado es demasiado tarde: así la preparación resulta apresurada, y tal vez falte la inspiración, porque hay otras cosas en la cabeza. Por eso, ya el lunes conviene leer sencillamente las lecturas del domingo siguiente, que tal vez parecen inaccesibles, como las piedras de Massá y Meribá, ante las cuales Moisés dice: "Pero, ¿cómo puede brotar agua de estas piedras?".
Dejemos que el corazón digiera estas lecturas. En el subconsciente las palabras trabajan y cada día vuelven un poco. Obviamente, también hay que consultar libros, si es posible. Con este trabajo interior, día tras día, se ve cómo poco a poco va madurando una respuesta, poco a poco se abre esta palabra, se convierte en palabra para mí. Y dado que soy un contemporáneo, también se convierte en palabra para los demás. Luego puedo comenzar a traducir lo que veo en mi lenguaje teológico al lenguaje de los demás; sin embargo, el pensamiento fundamental es el mismo para los demás y para mí.
Así se puede tener un encuentro permanente, silencioso, con la Palabra, que no requiere mucho tiempo, tiempo que tal vez no tenemos. Pero reservadle un poco de tiempo: así no sólo madura una homilía para el domingo, para los demás, sino que también nuestro propio corazón es tocado por la palabra del Señor. Permanezcamos en contacto también en una situación donde tal vez disponemos de poco tiempo.
Ahora no me atrevo a dar demasiados consejos, porque la vida en la gran ciudad de Roma es un poco diversa de la que yo viví hace cincuenta y cinco años en Baviera. Pero creo que lo esencial es precisamente esto: Eucaristía, liturgia de las Horas, oración y conversación con el Señor cada día, aunque sea breve, sobre sus Palabras que debo anunciar.
No hay que descuidar nunca la amistad con los sacerdotes, la escucha de la voz de la Iglesia viva y, naturalmente, la disponibilidad con respecto a las personas que nos han sido encomendadas, porque precisamente de estas personas, con sus sufrimientos, con sus experiencias de fe, con sus dudas y dificultades, podemos aprender a buscar y encontrar a Dios, encontrar a nuestro Señor Jesucristo.
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