DISCURSO DEL PAPA BENEDICTO XVI
A LOS PARTICIPANTES EN UN CONGRESO SOBRE PÍO XII
ORGANIZADO POR LAS UNIVERSIDADES LATERANENSE Y GREGORIANA
Sala Clementina
Sábado 8 de noviembre de 2008
Señores cardenales;
venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio;
queridos hermanos y hermanas:
Me alegra acogeros con ocasión del congreso sobre: "La herencia del magisterio de Pío XII y el concilio Vaticano II", organizado por la Pontificia Universidad Lateranense juntamente con la Pontificia Universidad Gregoriana. Es un congreso importante por el tema que afronta y por las personas eruditas, procedentes de varias naciones, que participan en él. Al dirigir a cada uno mi cordial saludo, doy las gracias en particular a monseñor Rino Fisichella, rector magnífico de la Universidad Lateranense, y al padre Gianfranco Ghirlanda, rector de la Universidad Gregoriana, por las amables palabras con que han interpretado los sentimientos comunes.
He apreciado el comprometedor tema en el que habéis concentrado vuestra atención. En los últimos años, cuando se ha hablado de Pío XII, la atención se ha concentrado de modo excesivo en una sola problemática, por lo demás tratada de modo más bien unilateral. Prescindiendo de cualquier otra consideración, eso ha impedido un acercamiento adecuado a una figura de gran relevancia histórico-teológica como es la del Papa Pío XII. El conjunto de la imponente actividad llevada a cabo por este Pontífice, y de modo muy especial su magisterio, sobre el que habéis reflexionado en estos días, son una prueba elocuente de lo que acabo de afirmar. En efecto, su magisterio se caracteriza por una enorme y benéfica amplitud, así como por su excepcional calidad, de forma que se puede decir muy bien que constituye una valiosa herencia que la Iglesia ha atesorado y sigue atesorando.
He hablado de "enorme y benéfica amplitud" de este magisterio. Baste recordar, al respecto, las encíclicas y los numerosísimos discursos y radiomensajes contenidos en los veinte volúmenes de sus "Enseñanzas". Son más de cuarenta las encíclicas que publicó. Entre ellas destaca la Mystici Corporis, en la que el Papa afronta el tema de la verdadera e íntima naturaleza de la Iglesia. Con una amplia investigación pone de relieve nuestra profunda unión ontológica con Cristo y —en él, por él y con él— con todos los demás fieles animados por su Espíritu, que se alimentan de su Cuerpo y, transformados en él, le permiten seguir extendiendo en el mundo su obra salvífica. Íntimamente vinculadas con la Mystici Corporis están otras dos encíclicas: la Divino afflante Spiritu sobre la Sagrada Escritura y la Mediator Dei sobre la sagrada liturgia, en las que se presentan las dos fuentes en las que deben beber quienes pertenecen a Cristo, Cabeza del Cuerpo místico que es la Iglesia.
En este contexto de amplias dimensiones, Pío XII trató sobre las diversas clases de personas que, por voluntad del Señor, forman parte de la Iglesia, aunque con vocaciones y tareas diferentes: los sacerdotes, los religiosos y los laicos. Así, emanó sabias normas sobre la formación de los sacerdotes, que se deben caracterizar por el amor personal a Cristo, la sencillez y la sobriedad de vida, la lealtad con sus obispos y la disponibilidad con respecto a quienes están encomendados a sus cuidados pastorales.
En la encíclica Sacra virginitas y en otros documentos sobre la vida religiosa, Pío XII puso claramente de manifiesto la excelencia del "don" que Dios concede a ciertas personas invitándolas a consagrarse totalmente a su servicio y al del prójimo en la Iglesia. Desde esta perspectiva, el Papa insiste fuertemente en la necesidad de volver al Evangelio y al auténtico carisma de los fundadores y de las fundadoras de las diversas Órdenes y congregaciones religiosas, aludiendo también a la necesidad de algunas sanas reformas.
Fueron numerosas las ocasiones en que Pío XII trató acerca de la responsabilidad de los laicos en la Iglesia, aprovechando en particular los grandes congresos internacionales dedicados a estos temas. De buen grado afrontaba los problemas de cada una de las profesiones, indicando por ejemplo los deberes de los jueces, de los abogados, de los agentes sociales, de los médicos: a estos últimos el Sumo Pontífice dedicó numerosos discursos, ilustrando las normas deontológicas que deben respetar en su actividad.
En la encíclica Miranda prorsus el Papa puso de relieve la gran importancia de los medios modernos de comunicación, que de un modo cada vez más incisivo estaban influyendo en la opinión pública. Precisamente por esto, el Sumo Pontífice, que valoró al máximo la nueva invención de la Radio, subrayaba el deber de los periodistas de proporcionar informaciones verídicas y respetuosas de las normas morales.
Pío XII prestó también atención a las ciencias y a los extraordinarios progresos llevados a cabo por ellas. Aun admirando las conquistas logradas en algunos campos, el Papa no dejó de poner en guardia ante los peligros que podía implicar una investigación no atenta a los valores morales. Baste un solo ejemplo: fue célebre el discurso que pronunció sobre la fisión de los átomos ya realizada. Sin embargo, con extraordinaria clarividencia, el Papa advirtió de la necesidad de impedir a toda costa que estos geniales progresos científicos fueran utilizados para la construcción de armas mortíferas que podrían provocar enormes catástrofes e incluso la destrucción total de la humanidad.
Y no podemos menos de recordar los largos e inspirados discursos sobre el anhelado nuevo orden de la sociedad civil, nacional e internacional, para el que indicaba como fundamento imprescindible la justicia, verdadero presupuesto para una convivencia pacífica entre los pueblos: "opus iustitiae pax".
Merece también una mención especial la enseñanza mariológica de Pío XII, que alcanzó su culmen en la proclamación del dogma de la Asunción de María santísima, por medio del cual el Santo Padre quería subrayar la dimensión escatológica de nuestra existencia y exaltar igualmente la dignidad de la mujer.
Y ¿qué decir de la calidad de la enseñanza de Pío XII? Era contrario a las improvisaciones: escribía cada discurso con sumo esmero, sopesando cada frase y cada palabra antes de pronunciarla en público. Estudiaba atentamente las diversas cuestiones y tenía la costumbre de pedir consejo a eminentes especialistas, cuando se trataba de temas que exigían una competencia particular. Por naturaleza e índole, Pío XII era un hombre mesurado y realista, alejado de fáciles optimismos, pero también estaba inmune del peligro del pesimismo, impropio de un creyente. Odiaba las polémicas estériles y desconfiaba profundamente del fanatismo y del sentimentalismo.
Estas actitudes interiores dan razón del valor y la profundidad, así como de la fiabilidad de su enseñanza, y explican la adhesión confiada que le prestaban no sólo los fieles, sino también numerosas personas que no pertenecían a la Iglesia. Considerando la gran amplitud y la elevada calidad del magisterio de Pío XII, cabe preguntarse cómo lograba hacer tanto, dado que debía dedicarse a las demás numerosas tareas relacionadas con su oficio de Sumo Pontífice: el gobierno diario de la Iglesia, los nombramientos y las visitas de los obispos, las visitas de jefes de Estado y de diplomáticos, las innumerables audiencias concedidas a personas particulares y a grupos muy diversos.
Todos reconocen que Pío XII poseía una inteligencia poco común, una memoria de hierro, una singular familiaridad con las lenguas extranjeras y una notable sensibilidad. Se ha dicho que era un diplomático consumado, un jurista eminente y un óptimo teólogo. Todo esto es verdad, pero eso no lo explica todo. En él se daba también un continuo esfuerzo y una firme voluntad de entregarse a Dios sin escatimar nada y sin cuidar su salud enfermiza.
Este fue el verdadero motivo de su comportamiento: todo nacía del amor a su Señor Jesucristo y del amor a la Iglesia y a la humanidad. En efecto, era ante todo el sacerdote en constante e íntima unión con Dios, el sacerdote que encontraba la fuerza para su enorme trabajo en largos ratos de oración ante el Santísimo Sacramento, en diálogo silencioso con su Creador y Redentor. Allí tenía origen e impulso su magisterio, como por lo demás todas sus restantes actividades.
Así pues, no debe sorprender que su enseñanza siga difundiendo también hoy luz en la Iglesia. Ya han transcurrido cincuenta años desde su muerte, pero su poliédrico y fecundo magisterio sigue teniendo un valor inestimable también para los cristianos de hoy. Ciertamente, la Iglesia, Cuerpo místico de Cristo, es un organismo vivo y vital, y no ha quedado inmóvil en lo que era hace cincuenta años. Pero el desarrollo se realiza con coherencia. Por eso, la herencia del magisterio de Pío XII fue recogida por el concilio Vaticano II y propuesta de nuevo a las generaciones cristianas sucesivas.
Es sabido que en las intervenciones orales y escritas presentadas por los padres del concilio Vaticano II se registran más de mil referencias al magisterio de Pío XII. No todos los documentos del Concilio tienen aparato de notas, pero en los documentos que lo tienen, el nombre de Pío XII aparece más de doscientas veces. Eso quiere decir que, con excepción de la Sagrada Escritura, este Papa es la fuente autorizada que se cita con más frecuencia.
Además, se sabe que, por lo general, las notas de esos documentos no son simples referencias explicativas, sino que a menudo constituyen auténticas partes integrantes de los textos conciliares; no sólo proporcionan justificaciones para apoyar lo que se afirma en el texto, sino que ofrecen asimismo una clave para su interpretación.
Así pues, podemos muy bien decir que, en la persona del Sumo Pontífice Pío XII, el Señor hizo a su Iglesia un don excepcional, por el que todos debemos estarle agradecidos. Por tanto, renuevo la expresión de mi aprecio por el importante trabajo que habéis realizado en la preparación y en el desarrollo de este congreso internacional sobre el magisterio de Pío XII y deseo que se siga reflexionando sobre la valiosa herencia que dejó a la Iglesia este inmortal Pontífice, para sacar provechosas aplicaciones a los problemas que surgen en la actualidad. Con este deseo, a la vez que invoco sobre vuestro esfuerzo la ayuda del Señor, de corazón imparto a cada uno mi bendición.
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