VIGILIA PENITENCIAL
REFLEXIÓN DEL SANTO PADRE FRANCISCO
Basílica de San Pedro, Altar de la Confesión
Martes, 1 de octubre de 2024
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Queridos hermanos y hermanas:
Como nos recuerda el Sirácida, «la súplica del pobre atraviesa las nubes» (Si 35,17).
Nosotros estamos aquí mendigando la misericordia del Padre, pidiendo perdón.
La Iglesia es siempre Iglesia de los pobres en espíritu y de los pecadores en busca de perdón, y no sólo la Iglesia de los justos y de los santos, más aún de los justos y de los santos que se reconocen pobres y pecadores.
He querido escribir las peticiones de perdón que han sido leídas por algunos cardenales, porque era necesario llamar por nombre y apellido a nuestros principales pecados. Y nosotros los escondemos o los decimos con palabras muy refinadas.
El pecado es siempre una herida en las relaciones, en la relación con Dios y en la relación con los hermanos y hermanas. Hermanas, hermanos, nadie se salva solo, pero es cierto que el pecado de uno produce efectos sobre muchos y del mismo modo como todo está conectado en el bien, también está conectado en el mal.
La Iglesia es en su esencia una Iglesia de fe y de anuncio siempre relacional, y sólo curando las relaciones enfermas podemos llegar a ser Iglesia sinodal. ¿Cómo podemos ser creíbles en la misión si no reconocemos nuestros errores y no nos inclinamos a curar las heridas que hemos causado con nuestros pecados?
Y la sanación de la herida comienza con la confesión del pecado que hemos cometido.
La parábola del evangelio de Lucas que hemos escuchado nos presenta a dos hombres, un fariseo y un publicano, que van al templo para orar. Uno está de pie, con la frente alta, el otro se queda atrás, con los ojos bajos.
El fariseo llena la escena con su estatura atrayendo las miradas e imponiéndose como modelo. De esta manera presume de orar, pero en realidad se está exaltando a sí mismo para enmascarar, con su efímera seguridad, sus debilidades. ¿Qué espera de Dios? Espera un premio por sus méritos, y de esta manera se priva de la sorpresa de la gratuidad de la salvación, fabricándose un dios que no podría hacer otra cosa que firmar un certificado de presunta perfección. Un hombre cerrado a la sorpresa, cerrado a todas las sorpresas. Está totalmente encerrado en sí mismo, cerrado a la gran sorpresa de la misericordia. Su ego no da espacio a nada ni a nadie, ni siquiera a Dios.
¿Cuántas veces en la Iglesia nos comportamos de esta manera? ¿Cuántas veces también nosotros hemos ocupado todo el espacio, con nuestras palabras, nuestros juicios, nuestros títulos, la convicción de tener solamente méritos? Y de esta manera se perpetúa lo que sucedió cuando José y María, llevando al Hijo de Dios en su vientre, llamaban a las puertas de la hospitalidad. Jesús nacerá en un pesebre porque, como nos dice el Evangelio, «no había lugar para ellos en el albergue» (Lc 2,7).
Y hoy todos nosotros somos como el publicano, tenemos o queremos tener los ojos bajos y sentimos, queremos sentir vergüenza por nuestros pecados. Como él, nos quedamos en el último lugar, liberando el espacio ocupado por la presunción, la hipocresía y el orgullo. Digámoslo también nosotros obispos, sacerdotes, consagradas, consagrados: liberando el espacio ocupado por la presunción, por la hipocresía y por el orgullo.
No podríamos invocar el nombre de Dios sin pedir perdón a los hermanos y hermanas, a la tierra y a todas las criaturas.
Comenzamos esta etapa del Sínodo, ¿y cómo podríamos ser Iglesia sinodal sin reconciliación? ¿Cómo podríamos afirmar que queremos caminar juntos sin recibir y dar el perdón que restablece la comunión en Cristo? El perdón, pedido y ofrecido, genera una nueva concordia en la que las diferencias no se oponen, y el lobo y el cordero son capaces de vivir juntos (cf. Is 11,6). ¡Valiente ejemplo el de Isaías!
Ante el mal y el sufrimiento inocente nos preguntamos: ¿dónde estás, Señor? Pero la pregunta nos la debemos plantear a nosotros mismos, interrogándonos sobre las responsabilidades que tenemos cuando no conseguimos detener el mal con el bien. No podemos pretender resolver los conflictos alimentando la violencia que se hace cada vez más atroz, redimirnos provocando dolor, salvarnos con la muerte del otro. ¿Cómo podemos perseguir una felicidad pagada a precio de la infelicidad de los hermanos y hermanas?
Y esto es para todos, para todos: laicas, laicos, consagradas, consagrados, para todos. En vísperas del inicio de la Asamblea del Sínodo, la confesión es una ocasión para restablecer la confianza en la Iglesia, confianza rota por nuestros errores y pecados, y para comenzar a sanar las heridas que no dejan de sangrar, rompiendo «las cadenas injustas» (Is 58,6).
Lo decimos en la oración del Adsumus con la que mañana introduciremos la celebración del Sínodo: «Estamos aquí oprimidos por la enormidad de nuestro pecado». Y no queremos que este peso frene el camino del Reino de Dios en la historia.
Nosotros hemos hecho nuestra parte, incluso hemos cometido errores. Seguimos en la misión con nuestras pobres fuerzas. Pero ahora nos dirigimos a ustedes jóvenes que esperan de nosotros la entrega del relevo, pidiéndoles perdón si no hemos sido testigos creíbles.
Y hoy en la memoria litúrgica de santa Teresa del Niño Jesús, patrona de las misiones, supliquemos su intercesión.
[Breve pausa de silencio. Luego, todos puestos en pie inclinan la cabeza.
El Santo Padre concluye con una oración:]
Oh Padre, estamos aquí reunidos conscientes de que necesitamos tu mirada de amor. Tenemos las manos vacías, sólo podemos recibir lo que tú nos das. Te pedimos perdón por nuestros pecados, ayúdanos a restaurar tu rostro que hemos desfigurado con nuestra infidelidad. Pedimos perdón, avergonzándonos, a aquellos que han sido heridos por nuestros pecados.
Danos el valor de tener un sincero arrepentimiento para llegar a la conversión.
Te lo pedimos invocando al Espíritu Santo para que llene de su gracia los corazones que has creado, en Cristo Jesús nuestro Señor.
Todos pedimos perdón, todos somos pecadores, pero todos tenemos la esperanza de tu amor, Señor. Amén.
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