MENSAJE DEL SANTO PADRE FRANCISCO
PARA LA XXXVII JORNADA MUNDIAL DE LA JUVENTUD 2022-2023
«María se levantó y partió sin demora» (Lc 1,39)
Queridos jóvenes:
El tema de la JMJ de Panamá fue: «He aquí la sierva del Señor: hágase en mí según tu palabra» (Lc 1,38). Después de ese acontecimiento, retomamos el camino hacia un nuevo destino —Lisboa 2023—, dejando que haga eco en nuestros corazones la apremiante invitación de Dios a levantarnos. En 2020 meditamos la palabra de Jesús: «¡Joven, a ti te digo, levántate!» (Lc 7,14). El año pasado nos inspiramos en la figura del apóstol san Pablo, a quien el Señor Resucitado le dijo: «¡Levántate! Te hago testigo de las cosas que has visto» (cf. Hch 26,16). En el tramo que aún nos queda antes de llegar a Lisboa, caminaremos junto a la Virgen de Nazaret que, inmediatamente después de la anunciación, «se levantó y partió sin demora» (Lc 1,39) para ir a ayudar a su prima Isabel. El verbo común a los tres temas es levantarse, una expresión que —es bueno recordar— adquiere también el significado de “resurgir”, “despertar a la vida”.
En estos últimos tiempos, que han sido tan difíciles, cuando la humanidad, probada ya por el trauma de la pandemia, se ve desgarrada por el drama de la guerra, María reabre para todos y especialmente para ustedes, que son jóvenes como ella, el camino de la proximidad y del encuentro. Espero, y creo firmemente, que la experiencia que muchos de ustedes vivirán en Lisboa en agosto del año próximo representará un nuevo comienzo para ustedes, jóvenes, y —con ustedes— para toda la humanidad.
María se levantó
María, después de la anunciación, hubiera podido concentrarse en sí misma, en las preocupaciones y temores debidos a su nueva condición. Pero no; ella confió plenamente en Dios. Pensaba más bien en Isabel. Se levantó y salió a la luz del sol, donde hay vida y movimiento. Aunque el impactante anuncio del ángel haya provocado un “terremoto” en sus planes, la joven no se dejó paralizar, porque en ella estaba Jesús, el poder de la resurrección. Dentro de ella ya estaba el Cordero inmolado, pero siempre vivo. Se levantó y se puso en marcha, porque estaba segura de que los planes de Dios eran el mejor proyecto posible para su vida. María se convirtió en el templo de Dios, imagen de la Iglesia en camino, la Iglesia que sale y se pone al servicio, la Iglesia portadora de la Buena Noticia.
Experimentar la presencia de Cristo resucitado en la propia vida, encontrarlo “vivo”, es la mayor alegría espiritual, una explosión de luz que no puede dejar a nadie “quieto”. Nos pone en movimiento inmediatamente y nos impulsa a llevar esta noticia a otros, a dar testimonio de la alegría de este encuentro. Es lo que animó la prisa de los primeros discípulos en los días siguientes a la resurrección: «Las mujeres, atemorizadas pero llenas de alegría, se alejaron rápidamente del sepulcro y fueron a dar la noticia a los discípulos» (Mt 28,8).
Los relatos de la resurrección utilizan a menudo dos verbos: despertar y levantarse. Con ellos, el Señor nos insta a salir a la luz, a dejarnos llevar por Él para cruzar el umbral de todas nuestras puertas cerradas. «Es una imagen significativa para la Iglesia. También nosotros, como discípulos del Señor y como comunidad cristiana, estamos llamados a levantarnos rápidamente para entrar en el dinamismo de la resurrección y dejarnos guiar por el Señor en los caminos que Él quiere mostrarnos» (Homilía en la solemnidad de san Pedro y san Pablo, 29 de junio de 2022).
La Madre del Señor es modelo de los jóvenes en movimiento, no inmóviles frente al espejo contemplando su propia imagen o “atrapados” en las redes. Ella estaba totalmente orientada hacia el exterior. Es la mujer pascual, en permanente estado de éxodo, de salida de sí misma hacia el gran Otro que es Dios y hacia los demás, los hermanos y las hermanas, especialmente los más necesitados, como lo fue su prima Isabel.
...y partió sin demora
San Ambrosio de Milán, en su comentario al Evangelio de Lucas, escribe que María partió hacia la montaña porque «llena de gozo y sin demora […] se sentía impulsada por el deseo de cumplir un deber de piedad, anhelante de prestar sus servicios y presurosa por la intensidad de su alegría. Llena ya totalmente de Dios, ¿a dónde podía dirigirse María con prisa sino hacia las alturas? En efecto, la gracia del Espíritu Santo ignora la lentitud». La prisa de María es, por tanto, la solicitud del servicio, del anuncio gozoso, de la respuesta pronta a la gracia del Espíritu Santo.
María se dejó interpelar por la necesidad de su prima anciana. No se echó atrás, no permaneció indiferente. Pensaba más en los demás que en sí misma. Y esto dio dinamismo y entusiasmo a su vida. Cada uno de ustedes puede preguntarse: ¿Cómo reacciono ante las necesidades que veo a mi alrededor? ¿Pienso inmediatamente en una justificación para desentenderme, o me intereso y me pongo a disposición? Por supuesto, ustedes no pueden resolver todos los problemas del mundo. Pero tal vez puedan empezar con los más cercanos, con los problemas de su propia zona. A la Madre Teresa le dijeron una vez: “Lo que usted hace es sólo una gota en el océano”. Y ella respondió: “Pero si no lo hiciera, el océano tendría una gota menos”.
Ante una necesidad concreta y urgente, hay que actuar con rapidez. ¡Cuántas personas en el mundo están esperando la visita de alguien que los atienda! ¡Cuántas personas mayores, cuántos enfermos, presos, refugiados necesitan nuestra mirada compasiva, nuestra visita, un hermano o una hermana que rompa las barreras de la indiferencia!
Queridos jóvenes, ¿qué “prisas” los mueven? ¿Qué les hace sentir el impulso de moverse, tanto que no pueden quedarse quietos? Muchos —afectados por realidades como la pandemia, la guerra, la migración forzosa, la pobreza, la violencia, las catástrofes climáticas— se preguntan: ¿Por qué me pasa esto a mí? ¿Por qué justo a mí? ¿Por qué ahora? Por ello, la pregunta central de nuestra existencia es: ¿Para quién soy yo? (cf. Exhort. ap. postsin. Christus vivit, 286).
La prisa de la joven de Nazaret es la de quienes han recibido dones extraordinarios del Señor y no pueden dejar de compartir, de hacer desbordar la inmensa gracia que han experimentado. Es la prisa de los que saben poner las necesidades de los demás por encima de las suyas. María es un ejemplo de persona joven que no pierde el tiempo buscando la atención o la aprobación de los demás —como ocurre cuando dependemos de los “me gusta” en las redes sociales—, sino que se mueve para buscar la conexión más genuina, la que surge del encuentro, del compartir, del amor y del servicio.
A partir de la anunciación, desde que fuera por primera vez a visitar a su prima, María no deja de cruzar espacios y tiempos para visitar a sus hijos necesitados de su ayuda solícita. Nuestro caminar, si está habitado por Dios, nos lleva directamente al corazón de cada uno de nuestros hermanos y hermanas. ¡Cuántos testimonios nos llegan de personas “visitadas” por María, Madre de Jesús y Madre nuestra! ¡En cuántos lugares remotos de la tierra, a lo largo de los siglos —con apariciones o gracias especiales— María ha visitado a su pueblo! Prácticamente no hay lugar en esta tierra que no haya sido visitado por ella. La Madre de Dios camina en medio de su pueblo, movida por una ternura amorosa, y asume sus angustias y vicisitudes. Y allí donde hay un santuario, una iglesia, una capilla dedicada a ella, sus hijos acuden en gran número. ¡Cuántas expresiones de piedad popular! Las peregrinaciones, las fiestas, las súplicas, la acogida de imágenes en los hogares y tantas otras son ejemplos concretos de la relación viva entre la Madre del Señor y su pueblo, que se visitan mutuamente.
La prisa “buena” siempre nos empuja hacia arriba y hacia los demás
La prisa buena siempre nos empuja hacia arriba y hacia los demás. También existe una prisa que no es buena, como por ejemplo la que nos lleva a vivir superficialmente, a tomar todo a la ligera, sin compromiso ni atención, sin participar realmente en las cosas que hacemos; la prisa de cuando vivimos, estudiamos, trabajamos, salimos con los demás sin poner en ello la cabeza y, mucho menos, el corazón. Puede ocurrir en las relaciones interpersonales: en la familia, cuando no escuchamos realmente a los demás ni les dedicamos tiempo; en las amistades, cuando esperamos que un amigo nos entretenga y satisfaga nuestras necesidades, pero lo evitamos inmediatamente y acudimos a otro si vemos que está en crisis y nos necesita; e incluso en las relaciones afectivas, entre novios, pocos tienen la paciencia de conocerse y entenderse a fondo. Podemos tener esta misma actitud en la escuela, en el trabajo y en otros ámbitos de la vida cotidiana. Pues bien, todas estas cosas vividas con prisas es poco probable que den fruto. Existe el riesgo de que permanezcan estériles. Esto es lo que leemos en el libro de los Proverbios: «Los proyectos del hombre laborioso son pura ganancia, el que se precipita —la prisa mala— acaba en la indigencia» (21,5).
Cuando María llegó finalmente a la casa de Zacarías e Isabel se produjo un encuentro maravilloso. Isabel había experimentado una prodigiosa intervención de Dios sobre ella, que le había dado un hijo en su vejez. Hubiera tenido razones suficientes para hablar primero de sí misma, pero no estaba llena de sí, sino inclinada a acoger a su joven prima y al fruto de su vientre. En cuanto escuchó su saludo, Isabel se llenó del Espíritu Santo. Estas sorpresas e irrupciones del Espíritu ocurren cuando experimentamos la verdadera hospitalidad, cuando ponemos en el centro al huésped, y no a nosotros mismos. Esto es también lo que vemos en la historia de Zaqueo. En Lucas 19,5-6 leemos: «Al llegar a ese lugar [donde estaba Zaqueo], Jesús miró hacia arriba y le dijo: “Zaqueo, baja pronto, porque hoy tengo que alojarme en tu casa”. Zaqueo bajó rápidamente y lo recibió con alegría».
A muchos de nosotros nos ha sucedido que, inesperadamente, Jesús salió a nuestro encuentro: por primera vez, experimentamos en Él una cercanía, un respeto, una ausencia de prejuicios y condenas, una mirada de misericordia que nunca habíamos encontrado en los demás. No sólo eso, también sentimos que a Jesús no le bastaba con mirarnos desde lejos, sino que quería estar con nosotros, quería compartir su vida con nosotros. La alegría de esta experiencia despertó en nosotros una prisa por acogerlo, una urgencia por estar con Él y conocerlo mejor. Isabel y Zacarías acogieron a María y a Jesús. ¡Aprendamos de estos dos ancianos el significado de la hospitalidad! Pregunten a sus padres y abuelos, y también a los miembros mayores de sus comunidades, qué significa para ellos ser hospitalarios con Dios y con los demás. Les hará bien escuchar la experiencia de los que les han precedido.
Queridos jóvenes, es hora de volver a emprender sin demora el camino de los encuentros concretos, de una verdadera acogida de los que son diferentes a nosotros, como ocurrió entre la joven María y la anciana Isabel. Sólo así superaremos las distancias —entre generaciones, entre clases sociales, entre etnias y categorías de todo tipo— e incluso las guerras. Los jóvenes son siempre la esperanza de una nueva unidad para la humanidad fragmentada y dividida. Pero sólo si tienen memoria, sólo si escuchan los dramas y los sueños de sus mayores. «No es casual que la guerra haya vuelto en Europa en el momento en que la generación que la vivió en el siglo pasado está desapareciendo» (Mensaje para la II Jornada Mundial de los abuelos y de los mayores). Es necesaria una alianza entre los jóvenes y los ancianos, para no olvidar las lecciones de la historia, para superar las polarizaciones y los extremismos de este tiempo.
Escribiendo a los efesios, san Pablo anunció: «Ahora, en Cristo Jesús, ustedes, los que antes estaban lejos, han sido acercados por la sangre de Cristo. Porque Cristo es nuestra paz; él ha unido a los dos pueblos en uno solo, derribando el muro de enemistad que los separaba, a través de su propia carne» (2,13-14). Jesús es la respuesta de Dios a los desafíos de la humanidad en cada época. Y esta respuesta, María la llevaba dentro cuando fue al encuentro de Isabel. El mayor regalo de María a su parienta anciana fue llevarle a Jesús. Ciertamente, la ayuda concreta también es inestimable. Pero nada más podría haber llenado la casa de Zacarías de una alegría y un significado tan grandes como la presencia de Jesús en el seno de la Virgen, que se había convertido en el sagrario del Dios vivo. En esa región montañosa, Jesús, solamente con su presencia, sin decir una palabra, pronunció su primer “sermón de la montaña”: proclamó en silencio la bendición de los pequeños y los humildes que se confían a la misericordia de Dios.
¡Mi mensaje para ustedes, jóvenes, el gran mensaje del que es portadora la Iglesia, es Jesús! Sí, Él mismo, su amor infinito por cada uno de nosotros, su salvación y la nueva vida que nos ha dado. Y María es el modelo de cómo acoger este inmenso don en nuestras vidas y comunicarlo a los demás, haciéndonos a su vez portadores de Cristo, portadores de su amor compasivo, de su generoso servicio a la humanidad que sufre.
¡Todos juntos en Lisboa!
María era una joven como muchos de ustedes. Era una de nosotros. El obispo Tonino Bello escribió sobre ella: «Santa María, [...] bien sabemos que fuiste destinada a singladuras en alta mar, pero si te obligamos a navegar a vela próxima a la costa, no es porque queramos reducirte a los niveles de nuestro pequeño cabotaje. Es porque, viéndote tan cerca de las playas de nuestro desánimo, nos pueda salvar la conciencia de que también nosotros hemos sido llamados a aventurarnos, como tú, por los océanos de la libertad» (María, mujer de nuestros días, Paulinas, Madrid 1996, 11).
Desde Portugal, como recordé en el primer Mensaje de esta trilogía, en los siglos XV y XVI, numerosos jóvenes —muchos de ellos misioneros— partieron hacia tierras desconocidas, para compartir también su experiencia de Jesús con otros pueblos y naciones (cf. Mensaje de la JMJ 2020). Y a esta tierra, a principios del siglo XX, María quiso hacer una visita especial, cuando desde Fátima lanzó a todas las generaciones el poderoso y admirable mensaje del amor de Dios que llama a la conversión, a la verdadera libertad. A cada uno y cada una de ustedes les renuevo mi calurosa invitación a participar en la gran peregrinación intercontinental de jóvenes que culminará en la JMJ de Lisboa en agosto del próximo año; y les recuerdo que el próximo 20 de noviembre, solemnidad de Cristo Rey, celebraremos la Jornada Mundial de la Juventud en las Iglesias particulares de todo el mundo. A este respecto, el reciente documento del Dicasterio para los Laicos, la Familia y la Vida —Orientaciones pastorales para la celebración de la Jornada Mundial de la Juventud en las Iglesias particulares— puede ser de gran ayuda para todas las personas que trabajan en la pastoral juvenil.
Queridos jóvenes, sueño que en la JMJ vuelvan a experimentar la alegría del encuentro con Dios y con los hermanos y las hermanas. Tras largos periodos de distancia y aislamiento, en Lisboa —con la ayuda de Dios— redescubriremos juntos la alegría del abrazo fraternal entre los pueblos y entre las generaciones, el abrazo de la reconciliación y la paz, ¡el abrazo de una nueva fraternidad misionera! Que el Espíritu Santo encienda en sus corazones el deseo de levantarse y la alegría de caminar todos juntos, en estilo sinodal, abandonando las falsas fronteras. ¡El momento de levantarse es ahora! ¡Levantémonos sin demora! Y, como María, llevemos a Jesús dentro de nosotros para comunicarlo a todos. En este hermoso momento de sus vidas, sigan adelante, no pospongan lo que el Espíritu puede hacer en ustedes. De todo corazón bendigo sus sueños y sus pasos.
Roma, San Juan de Letrán, 15 de agosto de 2022, solemnidad de la Asunción de la Bienaventurada Virgen María.
Francisco
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