DISCURSO DEL SANTO PADRE FRANCISCO
A LOS MIEMBROS DEL CUERPO DIPLOMÁTICO ACREDITADO ANTE LA SANTA SEDE
CON MOTIVO DE LAS FELICITACIONES DE AÑO NUEVO
Sala Regia
Lunes, 8 de enero de 2018
Excelencias,
señoras y señores:
Es una hermosa costumbre este encuentro que, conservando la alegría que brota de la Navidad todavía viva en el corazón, me da la oportunidad de expresaros personalmente los mejores deseos para el año que acaba de comenzar y manifestar mi cercanía y mi afecto a los pueblos que representáis. Agradezco al Decano del Cuerpo Diplomático, el Excelentísimo señor Armindo Fernandes do Espírito Santo Vieira, Embajador de Angola, las cordiales palabras que me ha dirigido en nombre de todo el Cuerpo Diplomático acreditado ante la Santa Sede. Doy mi especial bienvenida a los Embajadores llegados de fuera de Roma para esta ocasión, cuyo número ha aumentado tras el establecimiento de las relaciones diplomáticas con la República de la Unión de Myanmar en mayo pasado. También saludo a los embajadores residentes en Roma, cada vez más numerosos, entre los cuales está también ahora el Embajador de la República de Sudáfrica. Deseo dedicar un pensamiento particular al difunto Embajador de Colombia, Guillermo León Escobar-Herrán, que falleció pocos días antes de Navidad. Os agradezco las relaciones fructíferas y constantes que mantenéis con la Secretaría de Estado y con los demás Dicasterios de la Curia Romana, como muestra del interés de la Comunidad Internacional por la misión de la Santa Sede y por el compromiso de la Iglesia Católica en vuestros respectivos países. En esta perspectiva se sitúan también los acuerdos que la Santa Sede firmó el año pasado: en el mes de febrero, el Acuerdo marco con la República del Congo; y en agosto, el acuerdo entre la Secretaría de Estado y el Gobierno de la Federación Rusa sobre los viajes sin visado para los titulares de pasaportes diplomáticos.
En relación con las Autoridades civiles, la Santa Sede no pretende otra cosa que favorecer el bienestar espiritual y material de la persona humana y la promoción del bien común. Son expresión de esta solicitud los viajes apostólicos que realicé el año pasado en Egipto, Portugal, Colombia, Myanmar y Bangladesh. A Portugal fui como peregrino, cuando se cumplía el centenario de las apariciones de la Virgen en Fátima, para celebrar la canonización de los pastorcitos Jacinta y Francisco Marto. Allí pude constatar la fe llena de entusiasmo y alegría que la Virgen María suscitó en muchos de los peregrinos venidos para dicha ocasión. También en Egipto, Myanmar y Bangladesh pude reunirme con las comunidades cristianas locales que, aunque numéricamente escasas, son dignas de aprecio por su contribución al desarrollo y a la convivencia civil de sus respectivos países. No faltaron los encuentros con los representantes de otras religiones, demostrando cómo las particularidades de cada una no son un obstáculo para el diálogo, sino la savia que lo alimenta con el deseo común de conocer la verdad y practicar la justicia. Por último, en Colombia deseé bendecir los esfuerzos y la valentía de ese amado pueblo, marcado por un vivo anhelo de paz tras más de medio siglo de conflicto interno.
Queridos Embajadores:
Durante este año se celebra el centenario del final de la Primera Guerra Mundial: un conflicto que redibujó el rostro de Europa y del mundo entero, con la aparición de nuevos Estados al puesto de los antiguos Imperios. De las cenizas de la Gran Guerra se pueden sacar dos advertencias, que lamentablemente la humanidad no supo comprender inmediatamente, llegando en el arco de veinte años a combatir un nuevo conflicto aún más devastador que el anterior. La primera advertencia es que ganar no significa nunca humillar al rival derrotado. La paz no se construye como la afirmación del poder del vencedor sobre el vencido. Lo que disuade de futuras agresiones no es la ley del temor, sino la fuerza de la serena sensatez que estimula el diálogo y la comprensión mutua para sanar las diferencias[1]. De aquí se deriva la segunda advertencia: la paz se consolida cuando las naciones se confrontan en un clima de igualdad. Lo intuyó hace un siglo —un día como hoy— el Presidente estadounidense Thomas Woodrow Wilson, cuando propuso la creación de una Asociación general de las naciones destinada a promover para todos los Estados indistintamente, grandes y pequeños, mutuas garantías de independencia e integridad territorial. Así se pusieron las bases de la diplomacia multilateral, que a lo largo de los años ha ido adquiriendo un papel y una influencia cada vez mayor en toda la comunidad internacional.
También las relaciones entre las naciones, como las relaciones humanas, «comprenden la esencia de la verdad, de la justicia, de la caridad, de la libertad»[2]. Esto conlleva «como principio sagrado e inmutable que todas las comunidades políticas son iguales en dignidad natural»[3], así como el reconocimiento de los mutuos derechos, junto al cumplimiento de los respectivos deberes[4]. La premisa fundamental de esta actitud es la afirmación de la dignidad de cada persona humana, cuyo desprecio y desconocimiento conducen a actos de barbarie que ofenden la conciencia de la humanidad[5]. Por otro lado, «la libertad, la justicia y la paz en el mundo tienen por base el reconocimiento de la dignidad intrínseca y de los derechos iguales e inalienables de todos los miembros de la familia humana»[6], como afirma la Declaración Universal de los Derechos Humanos.
Quisiera dedicar nuestro encuentro de hoy a este documento importante, cuando se cumplen setenta años desde su adopción por parte de la Asamblea General de las Naciones Unidas, que tuvo lugar el 10 de diciembre de 1948. Para la Santa Sede hablar de derechos humanos significa, ante todo, proponer la centralidad de la dignidad de la persona, en cuanto que ha sido querida y creada por Dios a su imagen y semejanza. El mismo Señor Jesús, curando al leproso, devolviendo la vista al ciego, deteniéndose con el publicano, perdonando la vida a la adúltera e invitando a preocuparse del caminante herido, nos ha hecho comprender que todo ser humano, independientemente de su condición física, espiritual o social, merece respeto y consideración. Desde una perspectiva cristiana hay una significativa relación entre el mensaje evangélico y el reconocimiento de los derechos humanos, según el espíritu de los redactores de la Declaración Universal de los Derechos Humanos.
Estos derechos tienen su fundamento en la naturaleza que aúna objetivamente al género humano. Ellos fueron enunciados para eliminar los muros de separación que dividen a la familia humana y para favorecer lo que la doctrina social de la Iglesia llama desarrollo humano integral, puesto que se refiere a «promover a todos los hombres y a todo el hombre […] hasta la humanidad entera»[7]. En cambio, una visión reduccionista de la persona humana abre el camino a la propagación de la injusticia, de la desigualdad social y de la corrupción.
Sin embargo, conviene constatar que, a lo largo de los años, sobre todo a raíz de las agitaciones sociales del «sesenta y ocho», la interpretación de algunos derechos ha ido progresivamente cambiando, incluyendo una multiplicidad de «nuevos derechos», no pocas veces en contraposición entre ellos. Esto no siempre ha contribuido a la promoción de las relaciones de amistad entre las naciones[8], puesto que se han afirmado nociones controvertidas de los derechos humanos que contrastan con la cultura de muchos países, los cuales no se sienten por este motivo respetados en sus propias tradiciones socio-culturales, sino más bien desatendidos frente a las necesidades reales que deben afrontar. Está también el peligro —en cierto sentido paradójico— de que, en nombre de los mismos derechos humanos, se vengan a instaurar formas modernas de colonización ideológica de los más fuertes y los más ricos en detrimento de los más pobres y los más débiles. Al mismo tiempo, es bueno tener presente que las tradiciones de cada pueblo no pueden ser invocadas como un pretexto para dejar de respetar los derechos fundamentales enunciados por la Declaración Universal de los Derechos Humanos.
Después de setenta años, duele constatar cómo muchos derechos fundamentales están siendo todavía hoy pisoteados. El primero entre todos el derecho a la vida, a la libertad y a la inviolabilidad de toda persona humana[9]. No son menoscabados sólo por la guerra o la violencia. En nuestro tiempo, hay formas más sutiles: pienso sobre todo en los niños inocentes, descartados antes de nacer; no deseados, a veces sólo porque están enfermos o con malformaciones o por el egoísmo de los adultos. Pienso en los ancianos, también ellos tantas veces descartados, sobre todo si están enfermos, porque se les considera un peso. Pienso en las mujeres, que a menudo sufren violencias y vejaciones también en el seno de las propias familias. Pienso también en los que son víctimas de la trata de personas, que viola la prohibición de cualquier forma de esclavitud. ¿Cuántas personas, que huyen especialmente de la pobreza y de la guerra, son objeto de este comercio perpetrado por sujetos sin escrúpulos?
Defender el derecho a la vida y a la integridad física significa además proteger el derecho a la salud de la persona y de sus familias. Hoy, este derecho ha asumido implicaciones que superan los propósitos originarios de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, que pretendía afirmar el derecho de cada uno a tener los cuidados médicos y los servicios sociales necesarios[10]. En esta perspectiva, deseo que, en los foros internacionales competentes, se trabaje también para favorecer en primer lugar un acceso fácil a todos los cuidados y tratamientos sanitarios. Es importante unir los esfuerzos para que se adopten políticas que garanticen, a precios accesibles, el suministro de medicamentos esenciales para la supervivencia de las personas más necesitadas, sin descuidar la investigación y el desarrollo de tratamientos que, aunque no sean económicamente relevantes para el mercado, son determinantes para salvar vidas humanas.
Defender el derecho a la vida implica también trabajar activamente por la paz, reconocida universalmente como uno de los valores más altos que hay que buscar y defender. Sin embargo, existen graves conflictos locales que siguen incendiando distintas regiones de la tierra. Los esfuerzos colectivos de la comunidad internacional, la acción humanitaria de las organizaciones internacionales y las incesantes peticiones de paz que provienen de las tierras ensangrentadas por los combates parecen ser cada vez menos eficaces ante la lógica aberrante de la guerra. Este escenario no puede lograr que disminuya nuestro deseo y nuestro compromiso por la paz, pues somos conscientes de que sin ella el desarrollo integral del hombre se convierte en algo inalcanzable.
El desarme completo y el desarrollo integral están estrechamente relacionados entre sí. Por otra parte, la búsqueda de la paz como condición previa para el desarrollo implica combatir la injusticia y erradicar, de manera no violenta, la causa de las discordias que conducen a las guerras. La proliferación de armas agrava ciertamente las situaciones de conflicto y supone grandes costes en términos materiales y de vidas humanas que socavan el desarrollo y la búsqueda de una paz duradera. El deseo de paz está siempre presente y lo manifiesta el resultado histórico alcanzado el año pasado con la aprobación del Tratado sobre la prohibición de armas nucleares, al término de la Conferencia de las Naciones Unidas, cuya finalidad era negociar un instrumento jurídicamente vinculante para prohibir las armas nucleares. La promoción de la cultura de la paz para un desarrollo integral requiere esfuerzos perseverantes hacia el desarme y la reducción del uso de la fuerza armada en la gestión de los asuntos internacionales. Deseo invitar a todos a un debate sereno y lo más amplio posible sobre el tema, que evite la polarización de la comunidad internacional sobre una cuestión tan delicada. Cualquier esfuerzo en esta dirección, aun cuando sea modesto, representa un logro importante para la humanidad.
Por su parte la Santa Sede ha firmado y ratificado, también en nombre y por cuenta del Estado de la Ciudad del Vaticano, el Tratado sobre la prohibición de armas nucleares, en la idea expresada por san Juan XXIII en la Pacem in terris, según la cual «la justicia, la recta razón y el sentido de la dignidad humana exigen urgentemente que cese ya la carrera de armamentos; que, de un lado y de otro, las naciones que los poseen los reduzcan simultáneamente; que se prohíban las armas atómicas»[11]. De hecho, «si bien parece difícilmente creíble que haya hombres con suficiente osadía para tomar sobre sí la responsabilidad de las muertes y de la asoladora destrucción que acarrearía una guerra, resulta innegable, en cambio, que un hecho cualquiera imprevisible puede de improviso e inesperadamente provocar el incendio bélico»[12].
La Santa Sede reitera la profunda «convicción de que las diferencias que eventualmente surjan entre los pueblos deben resolverse no con las armas, sino por medio de negociaciones»[13]. Por otra parte, precisamente la continua producción de armas cada vez más sofisticadas y «perfeccionadas», y la persistencia de numerosos focos de conflicto —que en varias ocasiones he calificado como la «tercera guerra mundial a trozos»— nos lleva a repetir con fuerza las palabras de mi santo predecesor: «En nuestra época, que se jacta de poseer la energía atómica, resulta un absurdo sostener que la guerra es un medio apto para resarcir el derecho violado. […] Cabe esperar que los pueblos, por medio de relaciones y contactos institucionalizados, lleguen a conocer mejor los vínculos sociales con que la naturaleza humana los une entre sí y a comprender con claridad creciente que entre los principales deberes de la común naturaleza humana hay que colocar el de las relaciones individuales e internacionales que obedezcan al amor y no al temor, porque ante todo es propio del amor llevar a los hombres a una sincera y múltiple colaboración material y espiritual, de la que tantos bienes pueden derivarse para ellos»[14].
En esta perspectiva, es primordial que se pueda sostener todo esfuerzo de diálogo en la península coreana, con el fin de encontrar nuevas vías para que se superen las actuales confrontaciones, aumente la confianza mutua y se asegure un futuro de paz al pueblo coreano y al mundo entero.
También es importante que continúen las distintas iniciativas de paz a favor de Siria en un clima propositivo de creciente confianza entre las partes, para que se logre poner fin, de una vez para siempre, al largo conflicto que ha afectado a todo el país y que ha causado enormes sufrimientos. El deseo de todos es que, después de tanta destrucción, llegue el tiempo de la reconstrucción. Pero más que construir edificios es necesario reconstruir los corazones, volver a tejer la tela de la confianza mutua, premisa imprescindible para el crecimiento de cualquier sociedad. Es fundamental esforzarse en favorecer las condiciones jurídicas, políticas y de seguridad, para una recuperación de la vida social, donde cada ciudadano, independientemente de su condición étnica y religiosa, pueda participar en el desarrollo del país. En este sentido, es vital que se protejan a las minorías religiosas, entre las cuales se encuentran los cristianos, que desde hace siglos contribuyen activamente a realizar la historia de Siria.
Es igualmente importante que puedan regresar a su patria los numerosos refugiados que han encontrado acogida y protección en las naciones vecinas, especialmente en Jordania, Líbano y Turquía. El compromiso y el esfuerzo realizado por estos países en esta difícil circunstancia merece el reconocimiento y el apoyo de toda la comunidad internacional, la cual al mismo tiempo está llamada a trabajar para que se creen las condiciones que permitan el regreso de los refugiados procedentes de Siria. Es un compromiso que esta debe asumir concretamente, y empezando por el Líbano, para que ese amado país siga siendo un «mensaje» de respeto y convivencia, y un modelo a imitar para toda la región y para el mundo entero.
La voluntad de diálogo es necesaria también en el amado Irak, para que los distintos elementos étnicos y religiosos vuelvan a encontrar el camino de la reconciliación, la convivencia y la colaboración pacífica, así también en el Yemen y en otras partes de la región, igual que en Afganistán.
Un pensamiento particular dirijo a israelíes y palestinos, tras las tensiones de las últimas semanas. La Santa Sede expresa su dolor por los que han perdido la vida en los recientes enfrentamientos y renueva su llamamiento a ponderar toda iniciativa para que se evite exacerbar las contradicciones, e invita a un compromiso por parte de todos para que se respete, en conformidad con las resoluciones pertinentes de las Naciones Unidas, el status quo de Jerusalén, ciudad sagrada para cristianos, judíos y musulmanes. Setenta años de enfrentamientos obliga a que se encuentre una solución política que permita la presencia en la región de dos Estados independientes dentro de las fronteras internacionalmente reconocidas. A pesar de las dificultades, la voluntad de dialogar y de reanudar las negociaciones sigue siendo la vía maestra para llegar finalmente a una coexistencia pacífica de los dos pueblos.
También dentro de contextos nacionales, la apertura y la disponibilidad del encuentro son esenciales. Pienso especialmente en la querida Venezuela, que está atravesando una crisis política y humanitaria cada vez más dramática y sin precedentes. La Santa Sede, mientras que exhorta a responder sin demora a las necesidades primarias de la población, desea que se creen las condiciones para que las elecciones previstas durante el año en curso logren dar inicio a la solución de los conflictos existentes, y se pueda mirar al futuro con renovada serenidad.
Que la Comunidad internacional no olvide tampoco el sufrimiento en tantas partes del Continente africano, especialmente en Sudán del Sur, en la República Democrática del Congo, en Somalia, en Nigeria y en la República Centroafricana, en las que el derecho a la vida está amenazado por el abuso indiscriminado de los recursos, por el terrorismo, la proliferación de grupos armados y por los conflictos que perduran. No basta con indignarse ante tanta violencia. Es necesario más bien que cada uno en su ámbito propio se esfuerce activamente por remover las causas de la miseria y construir puentes de fraternidad, premisa fundamental para un auténtico desarrollo humano.
También en Ucrania es urgente que haya un compromiso común para reconstruir puentes. El año apenas terminado ha cosechado nuevas víctimas en el conflicto que aflige al país, y sigue produciendo gran sufrimiento a la población, en particular a las familias que habitan en las zonas afectadas por la guerra y que han perdido a sus seres queridos, con frecuencia ancianos y niños.
Quisiera dedicar un recuerdo especial precisamente a las familias. El derecho a formar una familia, en cuanto «elemento natural y fundamental de la sociedad y [que] tiene derecho a la protección de la sociedad y del Estado»[15], está reconocido efectivamente por la misma Declaración de 1948. Por desgracia, se sabe que la familia, especialmente en Occidente, está considerada como una institución superada. Frente a la estabilidad de un proyecto definitivo, hoy se prefieren vínculos fugaces. Pero una casa construida sobre la arena de los vínculos frágiles e inconstantes no se mantiene en pie. Se necesita más bien la roca, sobre la que se establecen cimientos sólidos. Y la roca es precisamente esa comunión de amor, fiel e indisoluble, que une al hombre y a la mujer, una comunión que tiene una belleza austera y sencilla, un carácter sagrado e inviolable y una función natural en el orden social[16]. Considero por eso urgente que se lleven a cabo políticas concretas que ayuden a las familias, de las que por otra parte depende el futuro y el desarrollo de los Estados. Sin ellas, de hecho, no se pueden construir sociedades que sean capaces de hacer frente a los desafíos del futuro. El desinterés por las familias trae además otra dramática consecuencia —especialmente actual en algunas regiones— como es la caída de la natalidad. Estamos ante un verdadero invierno demográfico. Esto es un signo de sociedades que tienen dificultad para afrontar los desafíos del presente y que, volviéndose cada vez más temerosas con respecto al futuro, terminan por encerrarse en sí mismas.
Al mismo tiempo, no podemos olvidar la situación de las familias rotas a causa de la pobreza, de las guerras y las migraciones. Con demasiada frecuencia, tenemos ante nuestros ojos el drama de niños que cruzan solos los confines que separan al norte del sur del mundo, muchas veces víctimas del tráfico de seres humanos.
Hoy se habla mucho de migrantes y migraciones, en ocasiones sólo para suscitar miedos ancestrales. No hay que olvidar que las migraciones han existido siempre. En la tradición judeo-cristiana, la historia de la salvación es esencialmente una historia de migraciones. Tampoco hay que olvidar que la libertad de movimiento, como la de dejar el propio país y de volver a él, pertenece a los derechos humanos fundamentales[17]. Es necesario por tanto salir de una extendida retórica sobre el tema y partir de la consideración esencial de que ante nosotros se encuentran sobre todo personas.
Esto ha sido lo que he querido reafirmar con el Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz, celebrada el pasado 1 de enero, dedicado a: «Migrantes y refugiados: hombres y mujeres que buscan la paz». Aun reconociendo que no todos están siempre animados por buenas intenciones, no se puede olvidar que la mayor parte de los emigrantes preferiría estar en su propia tierra, mientras que se encuentran obligados a dejarla «a causa de la discriminación, la persecución, la pobreza y la degradación ambiental. […] Acoger al otro exige un compromiso concreto, una cadena de ayuda y de generosidad, una atención vigilante y comprensiva, la gestión responsable de nuevas y complejas situaciones que, en ocasiones, se añaden a los numerosos problemas ya existentes, así como a unos recursos que siempre son limitados. El ejercicio de la virtud de la prudencia es necesaria para que los gobernantes sepan acoger, promover, proteger e integrar, estableciendo medidas prácticas que, “respetando el recto orden de los valores, ofrezcan al ciudadano la prosperidad material y al mismo tiempo los bienes del espíritu” (Pacem in terris, 57). Tienen una responsabilidad concreta con respecto a sus comunidades, a las que deben garantizar los derechos que les corresponden en justicia y un desarrollo armónico, para no ser como el constructor necio que hizo mal sus cálculos y no consiguió terminar la torre que había comenzado a construir (cf. Lc 14, 28-30)»[18].
Deseo una vez más agradecer a las autoridades de aquellos Estados que se han prodigado en estos años en ofrecer ayuda a los numerosos emigrantes llegados a sus fronteras. Pienso sobre todo en el esfuerzo de no pocos países en Asia, África y en América, que acogen y ayudan a numerosas personas. Conservo todavía vivo en el corazón el recuerdo del encuentro que tuve en Dacca con algunos miembros del pueblo Rohingya y deseo renovar mis sentimientos de gratitud a las autoridades de Bangladesh por la ayuda que les dan en su propio territorio.
Deseo además dar las gracias de modo especial a Italia que en estos años ha mostrado un corazón abierto y generoso, y ha sabido ofrecer también ejemplos positivos de integración. Espero que las dificultades que el país ha atravesado en estos años, y cuyas consecuencias todavía perduran, no conduzcan a clausuras y preclusiones, sino más bien a descubrir de nuevo esas raíces y tradiciones que han alimentado la rica historia de la nación y que constituyen un tesoro inestimable para ofrecer a todo el mundo. Igualmente, expreso mi aprecio por los esfuerzos realizados por otros Estados europeos, especialmente Grecia y Alemania. No hay que olvidar que muchos refugiados y emigrantes buscan alcanzar Europa porque saben que allí pueden encontrar paz y seguridad, las cuales son por otra parte fruto de un largo camino alumbrado por los ideales de los Padres fundadores del proyecto europeo después de la Segunda Guerra Mundial. Europa debe sentirse orgullosa de este patrimonio, basado en principios firmes y en una visión del hombre que ahonda sus raíces en su historia milenaria, inspirada en la concepción cristiana de la persona humana. La llegada de los inmigrantes debe estimularla a redescubrir su propio patrimonio cultural y religioso, de tal manera que, adquiriendo nueva conciencia de los valores sobre los que está edificada, pueda mantener viva al mismo tiempo su propia tradición y seguir siendo un lugar de acogida, heraldo de paz y desarrollo.
Durante el año pasado, los gobiernos, las organizaciones internacionales y la sociedad civil se han planteado recíprocamente los principios básicos, las prioridades y el modo más conveniente de responder al movimiento migratorio y a las situaciones que todavía afectan a los refugiados. Las Naciones Unidas, después de la Declaración de Nueva York para los Refugiados y los Migrantes de 2016, ha puesto en marcha importantes procesos de preparación en vistas a la adopción de dos Pactos Mundiales (Global Compacts), sobre los refugiados y por una migración segura, ordenada y regulada, respectivamente.
La Santa Sede espera que estos esfuerzos, con las negociaciones que pronto comenzarán, darán unos resultados que sean dignos de una comunidad mundial cada vez más interdependiente, fundada en los principios de la solidaridad y la ayuda mutua. En el actual contexto internacional no faltan las posibilidades y los medios para que se aseguren unas condiciones de vida digna del ser humano a cada hombre y mujer que viven en la tierra.
En el Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz de este año, sugerí cuatro «piedras angulares» para la acción: acoger, proteger, promover e integrar[19]. Me gustaría centrarme en particular en esta última, sobre la que existen posiciones contrapuestas en virtud de diferentes evaluaciones, experiencias, preocupaciones y convicciones. La integración es «un proceso bidireccional», con derechos y deberes recíprocos. De hecho, quien acoge está llamado a promover el desarrollo humano integral, mientras que al que es acogido se le pide la conformación indispensable a las normas del país que lo recibe, así como el respeto a los principios de identidad del mismo. Todo proceso de integración debe mantener siempre, como aspecto central de la regulación de los diversos aspectos de la vida política y social, la protección y la promoción de las personas, especialmente de aquellas que se encuentran en situación de vulnerabilidad.
La Santa Sede no tiene la intención de interferir en las decisiones que corresponden a los Estados, que a la luz de sus respectivas situaciones políticas, sociales y económicas, así como de sus propias capacidades y posibilidades de recepción e integración, tienen la responsabilidad principal de la acogida. Sin embargo, cree que debe desempeñar un papel de «llamada» del principio de humanidad y de fraternidad, que son fundamento de toda sociedad cohesionada y armónica. En esta perspectiva, es importante no olvidar la interacción con las comunidades religiosas, tanto a nivel institucional como asociativo, que pueden desempeñar un papel valioso reforzando la asistencia y la protección, la mediación social y cultural, la pacificación y la integración.
Uno de los derechos humanos sobre el que me gustaría hoy llamar la atención es el derecho a la libertad de pensamiento, de conciencia y de religión, que incluye la libertad de cambiar de religión[20]. Se sabe por desgracia que el derecho a la libertad religiosa, a menudo, no se respeta y la religión con frecuencia se convierte en un motivo para justificar ideológicamente nuevas formas de extremismo o un pretexto para la exclusión social, e incluso para la persecución en diversas formas de los creyentes. La condición para construir sociedades inclusivas está en una comprensión integral de la persona humana, que se siente verdaderamente acogida cuando se le reconocen y aceptan todas las dimensiones que conforman su identidad, incluida la religiosa.
Por último, me gustaría recordar la importancia del derecho al trabajo. No hay paz ni desarrollo si el hombre se ve privado de la posibilidad de contribuir personalmente, a través de su trabajo, en la construcción del bien común. En cambio, es triste ver cómo el trabajo en muchas partes del mundo es un bien escaso. Hay pocas oportunidades para encontrar trabajo, especialmente para los jóvenes. Con frecuencia resulta fácil perderlo, no sólo por las consecuencias de la alternancia de los ciclos económicos, sino también por el recurso progresivo a tecnologías y maquinarias cada vez más perfectas y precisas que reemplazan al hombre. Y aunque, por un lado, hay una distribución desigual de las oportunidades de trabajo, por el otro, existe una tendencia a exigir a los trabajadores ritmos cada vez más estresantes. Las exigencias del beneficio, dictadas por la globalización, han llevado a una reducción progresiva de los tiempos y días de descanso, perdiéndose así una dimensión fundamental de la vida —el descanso—, que sirve para regenerar a la persona tanto física como espiritualmente. Dios mismo reposó el séptimo día: lo bendijo y lo consagró, «porque en él descansó de toda la obra que Dios había hecho cuando creó» (Gn 2,3). En el sucederse de fatiga y sosiego, el hombre participa en la «santificación del tiempo» realizada por Dios y ennoblece su trabajo, liberándolo de la dinámica repetitiva de una vida cotidiana árida que no conoce descanso.
Los datos publicados recientemente por la Organización Mundial del Trabajo, sobre el aumento del número de niños empleados en actividades laborales y sobre las víctimas de nuevas formas de esclavitud, son también un motivo de especial preocupación. El flagelo del trabajo infantil pone en peligro seriamente el desarrollo psicofísico de los niños, privándolos de la alegría de la infancia, cosechando víctimas inocentes. No podemos pretender que se plantee un futuro mejor, ni esperar que se construyan sociedades más inclusivas, si seguimos manteniendo modelos económicos orientados a la mera ganancia y a la explotación de los más débiles, como son los niños. La eliminación de las causas estructurales de este flagelo debería ser una prioridad para los gobiernos y las organizaciones internacionales, que están llamados a intensificar sus esfuerzos para adoptar estrategias integradas y políticas coordinadas, destinadas a acabar con el trabajo infantil en todas sus formas.
Excelencias, señoras y señores:
Al recordar algunos de los derechos contenidos en la Declaración Universal de 1948, no pretendo ignorar un aspecto estrechamente relacionado con ella: todo individuo tiene también deberes hacia la comunidad, dirigidos a «satisfacer las justas exigencias de la moral, del orden público y del bienestar general en una sociedad democrática»[21]. El reclamo a los derechos de todo ser humano debe tener en cuenta que cada uno es parte de un cuerpo más grande. Al igual que el cuerpo humano, también nuestras sociedades gozan de buena salud si cada miembro cumple su tarea, sabiendo que la misma está al servicio del bien común.
Entre los deberes particularmente urgentes en la actualidad se encuentra el cuidado de nuestra Tierra. Sabemos que la naturaleza puede ser cruenta, incluso cuando no es responsabilidad del hombre. Lo hemos visto el año pasado con los terremotos que han golpeado en distintos lugares de la tierra, especialmente en los últimos meses en México e Irán, provocando numerosas víctimas, así como con la fuerza de los huracanes que han afectado a varios países del Caribe alcanzando las costas estadounidenses, y que, aún más recientemente, han golpeado Filipinas. Sin embargo, no debemos olvidar que hay también una responsabilidad primaria del hombre en la interacción con la naturaleza. El cambio climático, con el aumento global de las temperaturas y los efectos devastadores que conllevan, son también una consecuencia de la acción del hombre. Por lo tanto, es necesario afrontar, con un esfuerzo colectivo, la responsabilidad de dejar a las generaciones siguientes una Tierra más bella y habitable, trabajando a la luz de los compromisos acordados en París en 2015, para reducir las emisiones a la atmósfera de gases nocivos y perjudiciales para la salud humana.
El espíritu que debe animar a cada persona y a las naciones en esta obra se asemeja al de los constructores de catedrales medievales repartidas por toda Europa. Estos edificios impresionantes muestran la importancia de la participación de todos en un trabajo capaz de ir más allá de los límites del tiempo. El constructor de catedrales sabía que no vería la terminación de su trabajo. Sin embargo, trabajó activamente, entendiendo que era parte de un proyecto que sus hijos disfrutarían y que ellos, a su vez, embellecerían y ampliarían para sus hijos. Todos los hombres y mujeres de este mundo, y en particular los que tienen responsabilidades de gobierno, están llamados a cultivar el mismo espíritu de servicio y solidaridad intergeneracional, y así ser un signo de esperanza para nuestro mundo atribulado.
Con estas consideraciones, les renuevo a cada uno de ustedes, a sus familias y a sus pueblos, mi deseo de un año lleno de alegría, esperanza y paz. Gracias.
[1] Cf. Juan XXIII, Carta enc. Pacem in terris (11 abril 1963), 126-129.
[5] Cf. Declaración Universal de los Derechos Humanos (10 diciembre 1948).
[6] Ibíd., Preámbulo.
[7] Pablo VI, Carta enc. Populorum Progressio (26 marzo 1967), 14.
[8] Cf. Declaración Universal de los Derechos Humanos, Preámbulo.
[9] Cf. ibíd., art. 3.
[10] Cf. ibíd., art. 25.
[11] Cf. Juan XXIII, Carta enc. Pacem in terris, 112.
[15] Declaración Universal de los Derechos Humanos, art. 16.
[16] Cf. Pablo VI, Discurso con motivo de la visita a la Basílica de la Anunciación, Nazaret (5 enero 1964).
[17] Cf. Declaración Universal de los Derechos Humanos, art. 13.
[18] Mensaje para la LI Jornada Mundial de la Paz (13 noviembre 2017), 1.
[20] Cf. Declaración Universal de los Derechos Humanos, art. 18.
[21] Ibíd., art. 29.
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