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CARTA APOSTÓLICA
 AMANTISSIMA PROVIDENTIA
DEL SUMO PONTÍFICE
JUAN PABLO II

a los obispos, sacerdotes y fieles
de la Iglesia en Italia,
al cumplirse el VI centenario
de la muerte de santa Catalina de Siena,
virgen y doctora de la Iglesia

 

 

Venerables hermanos y amados hijos:
salud y bendición apostólica:

Introducción

La amantísima Providencia de Dios manifiesta claramente que el Señor es al mismo tiempo autor y protagonista de la historia y que suscita constantemente nuevas luces en el camino de los hombres. Por otra parte, al elegir a veces para esto a personas aparentemente inadecuadas, eleva de tal manera su ingenio, que las hace aptas para superar completamente las propias facultades naturales. Y esto lo hace Dios no tanto para confundir la competencia de los sabios [1], cuanto más bien para poner de relieve su propia obra, la cual, al no tener necesidad de soportes humanos, demuestra al mismo tiempo a los hombres la dignidad a que les eleva su gracia y la grandeza a que puede y quiere llevarles bajo su guía.

Esto se manifiesta de modo evidente en la vida y en las obras de Santa Catalina de Siena, de cuya piadosísima muerte estamos celebrando el VI centenario. Con tal motivo, me complazco en proponerla como ejemplo a los fieles no sólo de Italia, sino del mundo entero. En Santa Catalina, efectivamente, el Divino Espíritu hizo resplandecer maravillosas riquezas de gracia y de humanidad, por medio de los dones de sabiduría, inteligencia y ciencia, con los cuales la mente humana se hace admirablemente sensible a las divinas inspiraciones "en el conocimiento de las cosas divinas y humanas" [2].

A Santa Catalina, pues, se le pueden aplicar muy bien las palabras del salmista: "Abriste el camino a mis pasos y no vacilaron mis pies" [3]. O aquellas otras: "Corro por el camino de tus mandamientos, porque dilataste mi corazón" [4].

I. Trayectoria humana y divina

Ciertamente, cuando Catalina vio la luz el año 1347, las condiciones de Italia y de Europa eran muy angustiosas; ya se perfilaba en el horizonte la tristemente famosa "peste negra", que el año siguiente se extendería por doquier sembrando la desolación y la muerte en todas las poblaciones y casi en todas las familias. Además, otros males perturbaban la sociedad civil de aquel tiempo, como las guerras, especialmente la de "los cien años", que ardió cruel e insistentemente entre Francia e Inglaterra, con incursiones de ejércitos mercenarios. En el mundo religioso, el principal acontecimiento de aquel siglo fue la larga permanencia de los Papas en Aviñón y después el cisma de Occidente, que se prolongó hasta 1417. La historia de la virgen de Siena se inserta en esas situaciones y en algunas de ellas Catalina juega un papel de gran importancia.

Hija de un tintorero, penúltima de 25 hermanos, muy pronto tomó conciencia de las necesidades de aquel tiempo. De ahí que, atraída por el ideal apostólico dominicano, pidió entrar en las filas de la Orden Tercera, entre las piadosas mujeres denominadas las "mantellate"; las cuales, aunque no eran propiamente religiosas ni vivían en comunidad, vestían el hábito blanco y el manto negro de la Orden de Predicadores.

Siendo todavía una adolescente, ardía en caridad hacia los pobres y enfermos; brillaba por su paciencia en soportar la maledicencia de los hombres y las luchas interiores con el demonio; sobresalía por la prudencia y humildad en su modo de actuar y pensar. Al mismo tiempo, se ejercitaba en aquella forma de vida ascética basada en criterios eficaces, que más tarde inculcaría a sus discípulos; a saber: "no dejar pasar los movimientos de la naturaleza desordenada, sino corregirlos" [5].

Porque en torno a Catalina se agruparía luego una variada representación de discípulos, procedentes de diversos sectores y condición, a los que atraían, tanto su fe pura, como su sencilla aceptación de la Palabra de Dios, sin términos medios y sin prejuicios. Eran legos, "mantellate" y religiosos de diversas Órdenes, atraídos a veces por hechos prodigiosos. Todos ellos recibían de Catalina la promesa de que les asistiría donde estuvieren e incluso respondería de sus errores. Incluso lo no prometido lo cumplía [6].

El Señor la instruía como a una alumna y poco a poco le iba descubriendo "lo que sería útil a su alma" [7].

Los progresos de su virtud adquirieron su culminación con las bodas espirituales hechas en la fe; lo que parecía como el sello de una vida que iba a dedicarse totalmente al aislamiento y a la contemplación. En cambio, el Señor, al darle el anillo invisible, la acercaba con ello más hacia Él, para participar con Él en las empresas de su reino [8]. Ella creyó entender que tendría que separarse de su Esposo celestial; pero Cristo le aseguró que pretendía unirla más a Sí, mediante "la caridad para con el prójimo" [9]; es decir, tanto por la unión interior, como por las acciones externas, o por la mística social, como alguien ha dicho [10].

Esto fue como un impulso hacia más altos espacios, que se abrían a su mente y a sus iniciativas. Pasó de la conversión individual de los pecadores a la reconciliación entre personas y familias adversarias y a la pacificación entre ciudades y repúblicas. No tuvo miedo de pasar entre las facciones en armas ni la contuvo la amplitud cada vez mayor de los acontecimientos, que al principio la habían asustado hasta hacerla llorar. El impulso interior del Maestro divino despertó en ella una especie de humanidad creciente. Por lo cual, aunque era hija de artesanos y analfabeta por no haber tenido estudios ni instrucción, comprendió, sin embargo, las necesidades del mundo de su tiempo con tal inteligencia que superó con mucho los límites del lugar donde vivía, hasta el punto de extender su acción hacia toda la sociedad de los hombres; no había ya modo de detener su valentía, ni su ansia por la salvación de las almas. Ella misma cuenta que un día el Señor le "puso una cruz al cuello y un ramo de olivo en la mano", para que los llevara a uno y otro pueblo, el cristiano y el infiel, como si Cristo la transportase a sus propias dimensiones universales de la salvación [11].

Para hacerla más conforme a su misterio de redención y prepararla a su incansable apostolado, el Señor concedió a Catalina el don de las llagas, lo cual sucedió en la Iglesia de Santa Cristina, de Pisa, el 1 de abril de 1375.

No puedo por tanto extrañar que teniendo apenas 29 años comprendiera plenamente la grandeza de su misión que consistía en "reconstruir el equilibrio de la cristiandad" [12]. Por lo demás, desde hacia años venía propugnando el "santo paso"; es decir, la cruzada para la liberación de los Santos Lugares, tanto para apartar a las armas cristianas de las guerras fratricidas [13], como para dar a los infieles el "condimento de la fe" [14].

Con el mismo ardor, e incluso podría decirse que más apasionadamente, exhortaba al Papa a la reforma moral de la Iglesia, comenzando por la designación de buenos Pastores; en este punto, encontraba las palabras más ardientes, porque para ella "la Iglesia no es otra cosa que el mismo Cristo" [15]. Reprocha y denuncia los desórdenes, pero con espíritu angustiado, manifestando por la Iglesia una ternura maternal, unida a la valentía de sus propuestas, cuando escribe a Gregorio XI: "Id rápidamente hacia vuestra esposa, que os espera pálida, y restituidle el color [16]; devolvedle la ardentísima caridad que ha perdido en su corazón, pues le han sacado tanta sangre los inicuos devoradores que ha quedado toda pálida" [17].

Y llega ya el momento de su empresa más gloriosa. En junio de 1376 se dirige a Aviñón como mediadora de paz entre la Santa Sede y la ciudad de Florencia; se trataba de una cuestión difícil, que se resolvería dos años más tarde, no sin una nueva mediación. Pero Catalina se preocupaba mientras tanto de otras más grandes todavía. Había encomendado a su confesor, fray Raimundo de Capua, que entregara al Papa la carta aludida, en la que le expone "de parte de Cristo crucificado" las tres principales cosas que debe hacer para tener paz en toda dirección: nombrar dignos Pastores, alzar la bandera de la cruz para rescatar Tierra Santa y llevar de nuevo la sede papal a Roma.

Sus palabras resuenan con un fuerte eco profético, especialmente cuando toca el tema de la pobreza de la Iglesia y del daño que le acarrea el cuidado de los bienes temporales. Sobre el regreso del Vicario de Cristo a su sede, dice sin titubeos: "Responded al Espíritu Santo que os llama. Yo os digo: venid, venid, venid". Y, tras haberle exhortado a volver "como manso cordero", para dar nueva fuerza a su mensaje, añade con respetuosa franqueza: "Séame hombre viril y no titubeante" [18]. La pena por la larga espera y por la ruina de las almas, le arranca del corazón este grito: "Ay de mí, Santo Padre, que muero de dolor y no puedo morir" [19].

Tras llegar a Aviñón el 18 de junio, logró, incluso en coloquios directos con el Papa, hacer prevalecer sin dilaciones el sentido de su deber, hablándole sin presunción ni timidez. Y así, el piadoso Pontífice, que tardaba en tomar la última decisión, hubo de convencerse de que, por boca de Catalina, hablaba realmente el Señor expresándole así ciertamente su voluntad.

Gregorio XI dejó definitivamente Aviñón el 13 de septiembre de 1376 y entró en Roma, entre el delirio del pueblo en fiesta, el 17 de enero de 1377.

Más tarde, Catalina, tras una larga misión en Valdorcia, volvió a tomar en su mano la cuestión de la paz con los florentinos y llegó a correr peligro de resultar muerta en uno de los episodios tumultuosos del verano de 1378. De ahí que, habiéndose visto cercana al martirio, se quejase después amablemente, escribiendo, un poco desilusionada, que "el Esposo Eterno casi se había burlado de ella" [20].

Por desgracia, aquel año, tras la muerte de Gregorio XI y elegido, entre borrascosos incidentes, Urbano VI, hombre inclinado a la austeridad de costumbres y a la reforma moral, estalló el gran cisma que, durante casi cuarenta años, turbaría la unidad de la Iglesia. Catalina, aunque lo había previsto, sintió penetrar en su carne esa herida mortífera. Y, abandonando cualquier otro pensamiento, se dedicó con todas sus fuerzas a luchar por la unidad del Cuerpo místico de Cristo y por el único verdadero Papa. De allí en adelante, sus cartas enfervorizadas pueden perfectamente definirse como "mensajes de la unidad cristiana", por la cual ardía su alma en amor a la Iglesia y al Papa.

De ahí que, invitada por Urbano VI, acudiera a Roma con ágil prontitud para actuar en el centro mismo de la Iglesia. Sugirió y estimuló la idea de que se unieran en torno al "dulce Cristo en la tierra" hombres de vida íntegra para asistirlo con su consejo, oraciones y santidad. Su misma casa, radicada en vía "del Papa" (detalle muy significativo), se convirtió en centro de actividad diplomática y de allí partían cartas y mensajeros hacia los hombres poderosos de Italia, los Soberanos de Europa, los cardenales rebeldes y los siervos de Dios a quienes había que estimular. Además, la santa virgen animaba a los soldados que combatían por Urbano, aplacaba al tumultuoso pueblo de Roma, frenaba los ímpetus del Pontífice, iba fatigosamente a rezar ante la tumba de San Pedro.

Así pasó año y medio de actividad agotadora y de oraciones llenas de amor: "Oh Dios eterno, -decía frecuentemente- recibe esta vida mía como sacrificio, en este Cuerpo místico de tu Santa Iglesia" [21].

De este modo, entre invocaciones y vehementes deseos de su alma, expiró en Roma el domingo 29 de abril de 1380 a los 33 años de edad, como su Esposo crucificado.

Su cuerpo fue sepultado en la iglesia de Santa María sopra Minerva, en Roma, donde se venera bajo el altar mayor. Su cabeza fue enviada a Siena, donde fue acogida triunfalmente por el clero y el pueblo, con la presencia también de Lapa, madre de Catalina. En dicha ciudad se conserva, dentro del templo de Santo Domingo.

Catalina fue canonizada por el Sumo Pontífice Pío II, con la Bula "Misericordias Domini", el 29 de junio de 1461; fue así solemnemente propuesta a la Iglesia universal como modelo de santidad. Además, Catalina puede ser tomada como ejemplo de esa sublime grandeza, a la que una mujer sencilla del pueblo puede llegar, impulsada por la gracia de Dios Omnipotente.

II. Los escritos

Si consideramos a Catalina desde el punto de vista literario, hay que decir que es una mujer singular. Porque, sin haber ido nunca a la escuela ni aprendido a leer y escribir (quizá sólo muy tarde e imperfectamente), dictó un numero tal de textos que la hacen figurar entre los mejores autores italianos del siglo XIV y entre los más importantes escritores místicos; hasta el punto de merecer el título de Doctora de la Iglesia, que le confirió Pablo VI el 4 de octubre de 1970.

Nos han quedado de ella 381 Cartas [22], dirigidas a toda clase de personas, humildes e importantes. Reflejan estas cartas una insigne y alta espiritualidad, claro espejo de un alma que vive intensamente lo que expresa con acentos sencillos no exentos de impresionante elocuencia y a veces sumamente poéticos. Arde en sus cartas una constante pasión por el hombre imagen de Dios y, al mismo tiempo, pecador; por Cristo redentor y por su Iglesia, que es el campo donde el Salvador hace fructificar el tesoro de su sangre por la salvación del hombre. Se percibe también en ellas un espíritu sensible a todas las penas de la humanidad; una fe que le hace arder como fuego cuando denuncia los vicios, pero endulza su palabra hasta la ternura cuando amonesta a los tibios o anima a los afligidos. En este modo de obrar no hay nada de falso ni de convencional, sino una sólida fuerza incluso en la misma piedad.

Además de las cartas, Catalina dictó, entre los años 1377 y 1378, con intervalos de tiempo y ocupaciones, un libro que ordinariamente se conoce con el título de Diálogo de la Divina Providencia o de la Divina Doctrina [23], en el cual su alma entabla un coloquio extasiado con el Señor y refiere todo cuanto la Eterna Verdad le dice respondiendo a sus preguntas respecto al bien de la Iglesia, de sus hijos y del mundo entero. Sobresale en esta obra un sentido profético, un equilibrio de pensamiento y una gran lucidez de expresión, siendo así que aborda, junto con los misterios más augustos de nuestra religión, las cuestiones más arduas de la ascética y de la mística. Su pensamiento vigilante e implorante se dirige a los hermanos de cualquier parte del mundo, a quienes ve perderse en el mal y trata de despertarlos de su mortal sopor. Al mismo tiempo, como perspicaz conocedora del alma humana, lanza rayos de luz sobre el camino de la perfección y exalta la elevación del hombre, el cual, si sigue a Cristo obediente, encontrará el camino seguro hacia la beatísima Trinidad. La amplitud de perspectivas, la verdad de las cosas que Catalina trata como gran experta, así como el vigor y brillantez de palabras y conceptos hacen que esta obra "sea considerada como una joya de la literatura religiosa italiana" [24].

Están, por fin, las Oraciones [25] o plegarias, salidas de sus propios labios en los últimos años de su vida, cuando la virgen de Siena derramaba su alma y sus ansias en coloquios directos con Dios. Se trata de auténticas improvisaciones, que surgen espontáneas de su mente inmersa en la luz divina y de su corazón dolorido por las miserias de los hombres; que no se reducen a conceptos banales o a meras peticiones, sino que son vivas, confidentes y, aunque expresadas a veces con palabras audaces, resultan totalmente sinceras y ortodoxas.

III. El mensaje

La imagen más expresiva y amplia de esta maestra de verdad y de amor es la del puente, una construcción simbólica que anticipa, en cierto modo, la obra de San Juan de la Cruz, titulada Subida al Monte Carmelo. La alegoría describe, en conciso y fino análisis psicológico, el camino del hombre desde el pecado hasta el vértice de la perfección. La característica cualidad de esa alegoría es que acentúa el "Cristocentrismo" en que se apoya toda la estructura: el puente, en efecto, es Jesucristo, tanto con la figura de su Cuerpo alzada sobre la cruz, como con su doctrina y con su gracia.

Ese puente fue alzado sobre el inmenso abismo abierto por el pecado y surcado por el río cenagoso de la corrupción mundana, para unir las orillas del cielo y de la tierra, cuando el Hijo de Dios se encarnó uniendo en sí la naturaleza divina con la humana [26]; y ese es el único camino para quienes desean realmente alcanzar la vida eterna. Pues todo hombre, siguiendo la atracción de la gracia de Cristo (Jn 12, 32; "y yo,... atraeré a todos a mí") y, rompiendo poco a poco los lazos del pecado, se libera del temor imperfecto, o servil; e incluso abandona el amor propio, tanto sensible como espiritual, hasta quedar despojado de toda imperfección.

Contemporáneamente se realiza la subida, toda ella en el signo del amor; pues Catalina, al igual que Santo Tomás y los mejores teólogos, piensa que la perfección está en la "virtud de la caridad" [27], y concuerda también con el Concilio Vaticano II [28], tanto en esto como en la universalidad de la llamada a la santidad [29]. Y señala tres grados en Cristo-puente (ella los llama "escalones" en lenguaje popular), por los que sube el alma, los cuales significan tanto las tres potencias del alma elevadas por el amor, como los tres estados progresivos de la propia alma: imperfectos, perfectos, perfectísimos [30].

Así, pues, en ese puente, a modo de escalera, el primer grado consiste en el amor de los siervos, el segundo en el amor de los amigos y el tercero en el amor de los hijos [31]. La división ternaria no es simplemente esquemática y tradicional, sino que va acompañada didácticamente con anotaciones particulares, que caracterizan los grados de esa subida y el modo de superar, por así decirlo, las etapas inferiores del camino; todo ello, con profundas observaciones que Catalina extrae de la cotidiana experiencia espiritual.

También los siguientes capítulos del Diálogo [32] que suele llamarse Tratado de las lágrimas, siguen el mismo camino ascendente, pero en modo completamente nuevo; lo que demuestra que Catalina es no solamente una maestra de fecundo y singular ingenio, sino también de una didáctica madura y precisa, pese a la improvisación de sus dictados.

Sin embargo, el progreso espiritual no está limitado al ámbito de cada persona. Santa Catalina sabe muy bien, como todos los santos, que existen los demás y que el prójimo tiene una gran importancia; y se da perfecta cuenta de que el amor del prójimo está íntimamente ligado al amor de Dios, como también ha puesto de relieve el sacrosanto Concilio Vaticano II [33]. Suya es la sorprendente afirmación, puesta en boca de Cristo: "Te haré saber que toda virtud se hace por medio del prójimo, así como todo defecto" [34]. Lo que quiere decir Catalina es que, por la comunión de la caridad y de la gracia, el prójimo queda siempre envuelto en el bien y en el mal que hacemos [35]; pero su pensamiento va más allá de las palabras; el prójimo es el "instrumento" por excelencia para la actuación de la caridad, el lugar donde toda virtud se ejercita necesariamente, cuando no exclusivamente.

En boca del mismo Eterno Padre pone estas palabras: "El alma que realmente me ama, es útil de ese modo a su prójimo; ...y cuanto me ama a mí tanto ama a él, porque el amor al prójimo procede de Mí. Ese es el medio que Yo os he proporcionado para que ejercitéis y probéis la virtud en vosotros; ya que no pudiendo ser útiles a Mí, lo seáis para con el prójimo" [36].

De este principio, repetido innumerables veces, se deduce que el prójimo es el terreno en el que principalmente se expresan, se ejercitan, se prueban y se miden la caridad fraterna, la paciencia, la justicia social. Porque en el trato cotidiano con los demás, los mismos contrastes pueden ser ocasión para ejercer la virtud [37] y, permaneciendo firme la comparación existencial con el amor de Dios, "con la misma perfección con que amamos a Dios, amamos también a la criatura racional" [38].

La insistencia de Catalina en el tema de la necesidad de solidaridad humana, la lleva también a demostrar la raíz profunda de la fraternidad humana enseñada por Cristo. Viviendo en esta realidad, cada hombre es como un complemento de los demás. La divina Providencia les dotó de cualidades físicas y morales diferenciadas, para que cada uno tenga necesidad de los demás, "de modo que, forzosamente, tengan materia para usar la caridad mutuamente"[39] y todos estén ligados por la necesidad de la ayuda recíproca, "como los miembros del cuerpo"[40].

Del mismo modo en la Iglesia universal hay solidaridad entre los diversos sectores; lo cual se explica con la alegoría de las tres viñas: la propia o personal, la del prójimo y la universal del Pueblo de Dios. Las dos primeras están tan unidas que "nadie puede hacer bien a si mismo, sin hacerlo simultáneamente al prójimo, ni puede hacer mal sin hacerlo también al otro" [41].

Pero donde aparece más evidente el sentido del equilibrio y del orden de Catalina es al delinear la conexión con la tercera viña. Porque en esa viña universal está plantada la única y verdadera vid, Jesucristo, en la cual ha de injertarse cada una de las otras para recibir la vida [42]. En esa viña el más importante de cuantos trabajan en ella es el Papa, "Cristo en la tierra, el cual tiene que administrarnos su sangre" [43]; es claro que de él depende cualquier otro obrero de la viña, tanto por la debida obediencia, cuanto porque él "tiene las llaves de la sangre del manso Cordero" [44]. Con estas afirmaciones se expresa clarísimamente el primado de Pedro, tanto de magisterio como de gobierno, "establecido por la primera dulce Verdad" [45], primado por el cual la institución y el carisma se juntan en Cristo, que es su única fuente.

En esa lógica se inspira toda la acción, en pro del pontificado romano, de ese ángel tutelar de la Iglesia, que es Catalina.

Conclusión

La función excepcional que ejerció Catalina de Siena, según los planes misteriosos de la Providencia divina, en la historia de la salvación, no se concluyó con su feliz tránsito a la patria celestial. Ella, en efecto, ha continuado influyendo provechosamente en la Iglesia, tanto con sus excelsos ejemplos de virtud como con sus admirables escritos.

Por eso, los Sumos Pontífices, mis predecesores, han puesto de relieve su perenne actualidad, proponiéndola, en el transcurso de los siglos, a la admiración e imitación de los fieles cristianos. Entre esos Pontífices, por recordar algunos datos, Pío II, en la Bula de canonización, la definió, casi con palabras proféticas, "virgen de ilustre e indeleble memoria" [46]; Pío IX en el año 1866, la declaró segunda patrona de Roma; Pío X la propuso como modelo de las mujeres de Acción Católica y la nombró también su patrona; Pío XII proclamó a San Francisco de Asís y a Santa Catalina de Siena patronos principales de Italia, con la Carta Apostólica "Licet commissa", el 18 de junio de 1939; y el mismo Papa, en el memorable discurso que pronunció, en honor de los dos santos, el 15 de mayo de 1940 en la Iglesia de Santa María sopra Minerva, tributó a la Santa de Siena el siguiente elogio: "En este servicio a la Iglesia, comprendéis bien, queridos hijos, que Catalina se adelantó a nuestros tiempos, con una acción que eleva el alma de la gente católica y la coloca al lado de los ministros de la fe, súbdita y cooperadora en la difusión y defensa de la verdad y de la restauración moral y social de la vida civil" [47].

No son menos palpitantes de actualidad las alabanzas que a la figura y actividades de Catalina tributaba el Sumo Pontífice Pablo VI, de feliz memoria, en ocasión de la festividad anual de la Santa. Quiero recordar, por considerarlas muy adecuadas a nuestro tiempo, las siguientes palabras de ese nuestro venerable predecesor: "Santa Catalina (decía Pablo VI el 30 de abril de 1969) amó a la Iglesia en el doble aspecto de su naturaleza; a saber, el místico, espiritual, invisible, esencial, fundido con Cristo redentor glorioso, que no cesa de derramar su sangre, (¿quién habló de la Sangre de Cristo tanto como Catalina?), sobre el mundo, a través de la Iglesia; y el otro aspecto humano, histórico, jerárquico, que es el que vemos, pero que jamás se separa del otro. Convendría preguntarse si nuestros modernos críticos del aspecto institucional de la Iglesia, se han dado cuenta de esta identidad" [48].

Pero Pablo VI testimonió con mayor autoridad aún su estima por el perenne valor de la doctrina ascética y mística de Santa Catalina, cuando le confirió, al mismo tiempo que a Santa Teresa de Avila, el título de Doctora de la Iglesia; y con tal motivo, recordó su soberana sabiduría en el discurso pronunciado en la basílica vaticana de San Pedro el 4 de octubre de 1970 [49].

Verdaderamente, en la vida de Santa Catalina y en su obra, tanto literaria como apostólica, aparece claro que Dios realizó con ella cuanto, en cierta ocasión, recordé yo a un grupo de obispos que hacían su visita "ad Limina"; a saber: que el Espíritu Santo se muestra muy activo para iluminar las mentes de los fieles con su verdad e inflamarles los corazones con su amor. Pero esas percepciones de la fe y ese sentido de los fieles no son independientes del Magisterio de la Iglesia, que es un instrumento del mismo Espíritu Santo y que está asistido por Él. Solamente cuando los fieles cristianos han sido alimentados con la Palabra de Dios, fielmente transmitida en su pureza e integridad, sus carismas propios son plenamente operativos y fecundos [50].

Que pueda, queridísimos hermanos e hijos, el ejemplo de Santa Catalina -cuya vida fue tan admirablemente activa y fecunda, tanto para su patria como la Iglesia, porque fue dócil a la inspiración del Espíritu Santo y guiada por el Magisterio de la Iglesia- que pueda, repito, suscitar en muchas almas una mayor admiración y deseo de imitar sus excelsas virtudes; con lo que tendremos una nueva confirmación de que su muerte fue y sigue siendo preciosa a los ojos de Dios, como suele ser la "muerte de sus santos" [51].

Manifestados así mis sentimientos, a vosotros, venerables hermanos y queridos hijos de Italia, así como a cuantos en todas partes del mundo conmemoran con mente devota el sexto centenario de la muerte de Santa Catalina, especialmente a la Orden de Predicadores y a las monjas, de clausura o no, que han consagrado su vida a Dios siguiendo las reglas de esa familia religiosa, imparto afectuosamente la bendición apostólica.

Dado en Roma, junto a San Pedro, el día 29 de abril, festividad de Santa Catalina de Siena, virgen y Doctora de la Iglesia, del año 1980, II de nuestro Pontificado.

JOANNES PAULUS PP. II


[1] 1 Cor 1, 19.

[2] Sum. Th. Iª IIae, q. 68, a. 5 ad 1.

[3] Sal 17 (18), 37.

[4] Sal 118 (119), 32.

[5] Diál., c. 73 (ed. Cavallini, pág. 161, cf. c. 60) y Cartas passim.

[6] Cf. Carta 99 en ed. Tommaseo, en Ed. Dupré-Theseider, VII.

[7] Raimundus Capuanus, Legenda maior, (en Acta Sanctorum, abril. Trad. Ital. Tinagli, ed. 3 y 4; 1969-1978), parágrafo 84.

[8] Legenda maior, 115.

[9] Legenda maior, 115.

[10] J. Leclerq, La mystique de l'apostolat, 1922-1947.

[11] Carta 219 o LXV.

[12] G. La Pira en Comentarios Vita cristiana, 1940, pág. 206.

[13] Cf. Carta 206 o LXIII.

[14] Carta 218 o LXXIV.

[15] Carta 171 o LX.

[16] Carta 231 o LXXVII.

[17] Carta 206 o LXIII.

[18] Carta 206 o LXIII.

[19] Carta 196 o LXIV.

[20] Carta 295.

[21] Carta 371.

[22] Son varias las ediciones más recientes (cf. Tommaseo, Misciatelli, Ferretti, Meattini), que siguen todas la numeración de Tommaseo. Está también la que contiene 88 Cartas con numeración romana, que hicieron Dupré-Theseider en 1940.

[23] Edición de Cavallini, Roma 1968.

[24] E. Underhill, Mysticism., ed. Meridian Book, 1955, pág. 467.

[25] Edición crítica de Cavallini Roma 1978.

[26] Diálogo capítulos 21-22; Carta 272.

[27] Diálogo cap. 11.

[28] Lumen gentium, 5.

[29] Diálogo cap. 53.

[30] Diálogo cap. 26.

[31] Diálogo capítulos 56-57.

[32] Diálogo capítulos 87-96.

[33] Lumen gentium, 5.

[34] Diálogo cap. 6.

[35] Cf. T. Deman, La parte del prossimo nella vita spirituale secondo il Dialogo, en Vita cristiana, 1947, núm. 3, págs. 250-258.

[36] Diálogo cap. 7.

[37] Diálogo capítulos 7-8.

[38] Carta 263. Cf. Diálogo capítulos 7 y 64.

[39] Diálogo cap. 7.

[40] Diálogo cap. 148.

[41] Diálogo cap. 24.

[42] Diálogo cap. 24.

[43] Carta 313 y 321.

[44] Carta 339; cf. 309 y 305.

[45] Carta 24 o X.

[46] Bula Misericordias Domini, Bullar. Roman., V, año 1860, pág. 165.

[47] Discursos, II, pág. 100.

[48] Enseñanzas de Pablo VI, I, 1969, pág. 66.

[49] Cf. AAS 62, 1970, págs. 673-678.

[50] Cf. Alocución a un grupo de obispos de India. L´Osservatore Romano, Edición en Lengua Española, 19 de agosto de 1979, pág. 2.

[51] Sal. 116, 15.

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