VIAJE APOSTÓLICO A AMÉRICA CENTRAL
SANTA MISA EN EL METRO CENTRO DE EL SALVADOR
HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
El Salvador, 6 de marzo de 1983
Amados hermanos en el Episcopado,
queridos hermanas y hermanas:
1. Nos hallamos reunidos en este Metro Centro, para celebrar la Eucaristía del día del Señor, en el III domingo de Cuaresma. A vosotros y a toda la Iglesia de Cristo que camina hacia el Padre en El Salvador ―en particular al Pastor de esta querida arquidiócesis y a los otros hermanos obispos―, os saludo con afecto.
Esta Iglesia que, unida a todos los hermanos en la fe de América Central y del mundo, se congrega con el Papa junto al altar del Señor, viene a buscar en El la raíz de su unión, de su vida y esperanza, la fuente de la paz y la reconciliación.
Porque el cristiano cree en el triunfo de la vida sobre la muerte. Por eso la Iglesia, comunidad pascual del Resucitado, proclama siempre al mundo: “No busquéis entre los muertos al que vive” (Lc 24, 5). Por eso halla en El, en Cristo, el secreto de su energía y esperanza. En El, que es “Príncipe de la Paz” (Is 9, 5), que ha derribado los muros de la enemistad y ha reconciliado mediante su cruz a los pueblos divididos (cf. Ef 2, 16).
2. Herida la humanidad por el pecado, fue desgarrada nuestra unidad interior. Alejándose de la amistad de Dios, el corazón del hombre se volvió zona de tormentas, campo de tensiones y de batallas. De ese corazón dividido vienen los males a la sociedad y al mundo. Este mundo, escenario para d desarrollo del hombre en el amor, padece la contaminación del “misterio de la iniquidad” (cf. Gaudium et Spes, 103; cf. 2 Ts 2, 7).
El hombre, creado a imagen y semejanza de Dios, con definida vocación de trascendencia, de búsqueda de Dios y de fraterna relación con los demás, atormentado y dividido en sí mismo, se aleja de sus semejantes.
Y sin embargo, no es el plan original de Dios que el hombre sea enemigo, lobo para el hombre, sino su hermano. El designio de Dios no revela la dialéctica del enfrentamiento, sino la del amor que todo lo hace nuevo. Amor sacado de esa roca espiritual que es Cristo, como nos indica el texto de la epístola de esta Misa (cf. 1 Cor 10, 4).
3. Si Dios nos hubiera abandonado a nuestras propias fuerzas, tan limitadas y volubles, no tendríamos razones para esperar que la humanidad viva como familia, como hijos de un mismo Padre. Pero Dios se nos ha acercado definitivamente en Jesús; en su cruz experimentamos la victoria de la vida sobre la muerte, del amor sobre el odio. La cruz, antes símbolo de afrenta y amarga derrota, se vuelve manantial de vida.
Desde la cruz mana a torrentes el amor de Dios que perdona y reconcilia. Con la sangre de Cristo podemos vencer al mal con el bien. El mal que penetra en los corazones y en las estructuras sociales. El mal de la división entre los hombres, que ha sembrado el mundo de sepulcros con las guerras, con esa terrible espiral del odio que arrasa, aniquila, en forma tétrica e insensata.
¡Cuántos hogares destruidos! ¡Cuántos refugiados, exiliados y desplazados! ¡Cuántos niños huérfanos! ¡Cuántas vidas nobles, inocentes, tronchadas cruel y brutalmente! También de sacerdotes, religiosos, religiosas, de fieles servidores de la Iglesia, e incluso de un Pastor celoso y venerado, arzobispo de esta grey, monseñor Oscar Arnulfo Romero, quien trató, así como los otros hermanos en el Episcopado, de que cesara la violencia y se restableciera la paz. Al recordarlo, pido que su memoria sea siempre respetada y que ningún interés ideológico pretenda instrumentalizar su sacrificio de Pastor entregado a su grey.
La cruz derrumba el muro de separación: el odio. El hombre busca con frecuencia argumentos para tranquilizar su conciencia, la cual lo acusa si obra mal. Y llega a veces a elevar el odio a un rango tal, que se le confunde con la nobleza de una causa; hasta identificarlo con un acto restaurador de amor. Cristo sana en su raíz el corazón del hombre. Su amor nos purifica y abre los ojos para que distingamos entre lo que viene de Dios y lo que procede de nuestras pasiones.
4. El perdón de Cristo despunta como una nueva alborada, como un nuevo amanecer. Es la nueva tierra, “buena y espaciosa”, hacia la que Dios nos llama, como hemos leído antes en el libro del Éxodo (Es 3, 8). Esa tierra en la que debe desaparecer la opresión del odio y dejar el puesto a los sentimientos cristianos: “Revestìos de sentimientos de tierna comprensión, de benevolencia, de humildad, de dulzura, de paciencia; soportaos los unos a los otros y perdonaos mutuamente, si uno tiene contra el otro algo de qué quejarse. Es el Señor el que os ha perdonado, haced lo mismo a vuestro turno” (Col 3, 12-13).
El amor redentor de Cristo no permite que nos encerremos en la prisión del egoísmo que se niega al auténtico diálogo, desconoce los derechos de los demás y los clasifica en la categoría de enemigos que hay que combatir.
He indicado en mi último Mensaje para la Jornada de la Paz, al invitar a superar los obstáculos que se oponen al diálogo: “Con mayor razón hay que mencionar la mentira táctica y deliberada que abusa del lenguaje, recurre a las formas más sofisticadas de propaganda, enrarece el diálogo y exaspera la agresividad. Finalmente, cuando algunas partes son alimentadas con ideologías que, a pesar de sus declaraciones, se oponen a la dignidad de la persona humana, a sus justas aspiraciones, según los sanos propósitos de la razón, de la ley natural y eterna ―ideologías que ven en la lucha el motor de la historia, en la fuerza la fuente del derecho, en la clasificación del enemigo el a-b-c de la política―, el diálogo resulta difícil y estéril” (Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz de 1983).
El diálogo que nos pide la Iglesia no es una tregua táctica para fortalecer posiciones en orden a la prosecución de la lucha, sino el esfuerzo sincero de responder con la búsqueda de oportunas soluciones a la angustia, el dolor, el cansancio, la fatiga de tantos y tantos que anhelan la paz. Tantos y tantos que quieren vivir, renacer de las cenizas, buscar el calor de la sonrisa de los niños, lejos del terror y en un clima de convivencia democrática.
5. La cadena terrible de reacciones, propia de la dialéctica amigo-enemigo, se ilumina con la Palabra de Dios que exige amar incluso a los enemigos y perdonarlos. Urge pasar de la desconfianza y agresividad, al respeto, la concordia, en un clima que permita la ponderación leal y objetiva de las situaciones y la búsqueda prudente de los remedios. El remedio es la reconciliación, a la que exhorté en mi Carta dirigida al Episcopado de este país (cf. Carta a los obispos de El Salvador, 6 de agosto de 1982: Insegnamenti di Giovanni Paolo II, V/3 [1982] 179).
El amor de Dios nunca desahucia mientras se peregrina en la historia. Sólo la dureza del hombre acosado por la lucha sin cuartel se reviste de determinismo y fatalismo: se cree entonces erróneamente que nadie puede cambiar, convertirse y que las situaciones deberían más bien conducirse programáticamente hacia un irremediable deterioro.
Es entonces el momento de escuchar la invitación del Evangelio de este domingo: “Si no os convertís, todos pereceréis del mismo modo” (Lc 13, 3. 5). Sí, convertirse y cambiar de conducta, porque ―como hemos escuchado en el Salmo responsorial― Yahvé “hace obras de justicia y otorga el derecho a los oprimidos” (Sal 103, 6). Por eso el cristiano sabe que todos los pecadores pueden ser rescatados; que el rico despreocupado, injusto, complacido en la egoísta posesión de sus bienes puede y debe cambiar de actitud; que quien acude al terrorismo, puede y debe cambiar; que quien rumia rencores y odios, puede y debe librarse de esta esclavitud; que los conflictos tienen modos de superación; que donde impera el lenguaje de las armas en pugna, puede y debe reinar el amor, factor irreemplazable de paz.
6. Al hablar de conversión como camino hacia la paz, no abogo por una paz artificiosa que oculta los problemas e ignora los mecanismos desgastados que es preciso componer. Se trata de una paz en la verdad, en la justicia, en el reconocimiento integral de los derechos de la persona humana. Es una paz para todos, de todas las edades, condiciones, grupos, procedencias, opciones políticas. Nadie debe ser excluido del esfuerzo por la paz.
Todos y cada uno en América Central, en esta noble nación que ostenta orgullosa el nombre de El Salvador; todos y cada uno en Guatemala y Nicaragua, Honduras, Costa Rica, Panamá, Belice y Haití; todos y cada uno, gobernantes y gobernados, habitantes de la ciudad, pueblos o caseríos; todos y cada uno, empresarios y obreros, maestros y alumnos, todos tienen el deber de ser artesanos de la paz. Que haya paz entre vuestros pueblos. Que las fronteras no sean zonas le tensión, sino brazos abiertos de reconciliación.
7. Es urgente sepultar la violencia que tantas víctimas ha cobrado en ésta y en otras naciones. ¿Cómo? Con una verdadera conversión a Jesucristo. Con una reconciliación capaz de hermanar a cuantos hoy están separados por muros políticos, sociales, económicos e ideológicos. Con mecanismos e instrumentos de auténtica participación en lo económico y social, con el acceso a los bienes de la tierra para todos, con la posibilidad de la realización por el trabajo; en una palabra, con la aplicación de la doctrina social de la Iglesia. En este conjunto se inserta un valiente y generoso esfuerzo en favor de la justicia de la que jamás se puede prescindir.
Y esto en un clima de renuncia a la violencia. El sermón de la montaña es la carta magna del cristiano: “Bienaventurados los artesanos de la paz, porque serán llamados hijos de Dios” (Mt 5, 9). Eso debéis ser todos vosotros: Artesanos de la paz y reconciliación, pidiéndola a Dios y trabajando por ella. Sea un estímulo a ello el Ano Santo extraordinario de la Redención, que estamos para iniciar, y el próximo Sínodo de los Obispos.
8. Queridos hermanos y hermanas:
Contemplo en esta muchedumbre de fieles y en los de toda América Central unidos a nosotros, un inmenso caudal de energías para la reconciliación y la paz. Estáis, con todo derecho, sedientos de paz. Surge de vuestros pechos y gargantas un clamor de esperanza. ¡Queremos la paz!
Cristo que se ofrece por el mundo, y hacia cuyo misterio de reconciliación en la cruz debe conducirnos el tiempo de Cuaresma en que nos encontramos, es el Cordero de Dios que da la paz. Implorada con todas vuestras fuerzas a Cristo, Príncipe de la paz, para vuestra querida patria, para toda América Central, para toda América Latina, para el mundo. La paz viene de Cristo y es auténtico abrazo de hermanos en la reconciliación.
Que María, Reina de la paz y Madre común, estreche a todos sus hijos en un abrazo de concordia y esperanza. Amén.
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