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HOMILÍA DE SU SANTIDADPABLO VI
AL CUERPO DIPLOMÁTICO
DURANTE LA MISA DEL GALLO*

Capilla Sixtina
Viernes 24 de diciembre de 1965

 

Esta santa noche vuelve a proponer a nuestra mente la meditación siempre nueva, siempre sugestiva y, a decir verdad, inagotable, del misterio fundamental de todo el Cristianismo: ¡Dios se hizo hombre!

«Si alguno – dice Santo Tomás – considera con atención y piedad el misterio de la Encarnación, hallará una profundidad de sabiduría tal, que sobrepuja, todo conocimiento humano» (Contra Gentiles,4, 54).

En efecto, decir: Dios, es como decir la Grandeza, el poder, la santidad infinita. Decir: el hombre, es como decir la pequeñez, la debilidad, la miseria. Entre estos dos extremos, la distancia parece imposible de salvar, el foso parece imposible de colmar. Y he aquí que en Cristo estos dos conceptos son una sola cosa. La misma persona vive, a la vez, en la naturaleza divina y en la naturaleza humana de Cristo. El Padre de los Cielos puede decir: «Este es mi hijo bienamado» (Mt. 17, 5), como a su vez lo puede decir la Virgen María dirigiéndose al Infante del pesebre que acaba de dar a luz.

Misterio inefable de unión: lo que estaba dividido se reúne, lo que parecía incompatible se acerca, los extremos se funden en uno solo: dos naturalezas – la humana y la divina – en una sola persona, la del Hombre-Dios. He aquí toda la teología de la Encarnación, el fundamento y la síntesis de todo el cristianismo.

El prodigio inicial, realizado en Cristo, halla su continuación misteriosa en lo que aquí abajo, hasta el fin de los tiempos, es el «Cuerpo místico» de Cristo, la gran familia de todos los que creen en El. Porque todo hombre debe unirse a Dios: «Dios se hizo hombre – dice magníficamente San Agustín – para que el hombre se haga Dios». Tal es el designio divino, revelado en el misterio de Navidad. Y la historia de la Iglesia a través de los siglos, constituye la historia de la realización de tal designio.

En la Encarnación, Dios ha unido el hombre a sí con vínculos tan fuertes que se demuestran superiores a todos los demás, más fuertes que los de la carne y la sangre e incluso los que unen al hombre con lo que le es más valioso en el mundo: la vida. ¿No nos habla acaso todo, aquí en Roma, del valor de los mártires cristianos de los primeros siglos? Hombres, mujeres y también niños dan testimonio ante el verdugo de que separarse de Dios por una abjuración sería para ellos mayor desgracia que perder la vida. La sacrifican para permanecer unidos a Dios.

Cuando la espada del perseguidor romano cesó de herir, las grandes almas cristianas van a buscar a Dios en la soledad. Se abandona la familia, se renuncia a formar una, para unirse mejor a Dios. La corona de la virginidad es ambicionada con el mismo fervor con que se ambiciona la del martirio. La ofrenda cotidiana de sí mismo en la vida monástica tomó el lugar del sacrificio cruento realizado da una sola vez. Y en las mil formas de la vida consagrada, esta unión del hombre con Dios, amado sobre todas las cosas, seguirá manifestándose a través de los siglos hasta nuestros días. La Iglesia suscitará también legiones de santos en el mundo; junto a los mártires, las vírgenes, los doctores, los pontífices y los confesores, ella tendrá la inmensa familia de sus santas mujeres, madres de familia y viudas; en todas las épocas y en todos los países ella suscitará innumerables y fieles ejemplos en muchos hogares cristianos para testimoniar lo que el hombre es capaz de hacer para unirse a Dios, cuando comprende lo que Dios ha hecho para unirse al hombre.

Modelo sublime y principio de la unión del hombre con Dios, la Encarnación se reveló también un maravilloso factor de civilización. ¿Quién como los Apóstoles del Dios encarnado, ha contribuido tanto en el transcurso de los siglos a elevar a los pueblos y a revelarles, además de la grandeza de Dios, su propia dignidad?

La sociedad en la que penetra el fermento cristiano ve elevarse poco a poco su nivel moral y ampliarse su horizonte a las dimensiones del mundo pues la que parecía que sólo incumbía a las relaciones del hombre con Dios se revela el más poderoso factor de unión entre los hombres mismos. El poder de unión de la fe cristiana actúa en el seno de las familias y de los pueblos; derriba las barreras de castas, razas y naciones. La fe que une el hombre a Dios une también a los hombres entre si en un ideal común, en un esfuerzo común, en una esperanza común. ¡Qué motivo ilimitado de meditación! La fe en el Dios encarnado penetra, a lo largo de los siglos, las diversas culturas y las purifica, las enriquece, las transforma. Es la inteligencia humana que se ha superado a si misma, es la filosofía humana que recibió el complemento de las luces divinas como una luz más viva sobre su camino. ¿Y no es acaso también la fe la que inspiró a Miguel Ángel las obras de arte contenidas en esta Capilla, que suscitan la admiración de los hombres de generación en generación?

Pues este enriquecimiento de la cultura es al mismo tiempo un estupendo principio de unión: una civilización cristiana que madura en un país, significa el ingreso de este país en la gran familia donde una misma fe pone en comunión las inteligencias, los corazones y las voluntades. No se terminaría nunca de enumerar los maravillosos desarrollos que jalonan la historia de la civilización. ¿Y todo esto qué es sino, en definitiva, la consecuencia de la Encarnación?

De estos amplios frescos que pueden evocar la historia de la Iglesia, hay que volver al hombre que es su protagonista y su artífice. En el interior del hombre, en su alma, en su psicología, hay que captar las armonías de la fe y de la inteligencia.

La Encarnación puede parecer ante todo, a la inteligencia humana, un peso muy difícil de llevar. Santo Tomás lo dice sin rodeos: de todas las obras divinas es la que más sobrepasa a la razón humana: porque no se puede imaginar – dice Santo Tomás – nada más admirable (Contra Gentiles, 4, 27). ¿A quién, en efecto, sé le hubiera ocurrido que Dios un día se habría hecho hombre.

Pero esta sublime verdad no encandila al espíritu que la recibe con humildad; antes bien, lo ilumina con la luz nueva y superior. A esta luz el hombre comprende su destino, ve la razón de su existencia, la posibilidad de salir de la miseria, de alcanzar el objetivo de sus esfuerzos. También ve el valor de las creaturas, la ayuda y el obstáculo que éstas pueden constituir para él en su camino hacia Dios. Aquí también, y sobre todo aquí, el misterio de Navidad ejerce su acción unificadora. Y, escrutándolo más profundamente, el creyente no halla por cierto una explicación entre tantas del destino del hombre sino la explicación definitiva: ¡no hay más que un Cristo, no hay más que una salvación! Y tal salvación, lejos de estar reservada a una nación privilegiada, se ofrece a todos. El alma del creyente se siente entonces penetrada por un sentimiento de fraternidad universal; comprende en qué radica la verdadera unidad de destino de la humanidad, que está en el designio de Dios que nos manifestó la Encarnación; comprende el principio fundamental del hombre con Dios y de los hombres entre sí; Navidad se ha vuelto para esa alma lo que es: más que un misterio de unión, un misterio de unidad.

¿Y de dónde procede o dónde tiene su fuente ese misterio? Digámoslo con una palabra que explica todo: es el efecto del amor Este medio divino de unificar al hombre en sí mismo y de unificar al género humano alrededor del Dios hecho hombre, no es y no puede ser una determinación impuesta por la fuerza, a la cual fuera imposible substraerse. Así pues la fe es propuesta y no impuesta. Dios respeta demasiado a su creatura, a la que hizo libre, no esclava. Si la fe y la inteligencia son amigas, ¡cuánto más lo serán la fe y la libertad! ¿Qué valor tendría un amor si fuera una obligación y no una elección?

Así el Infante del pesebre nos revela la última palabra del misterio: Dios se ha encarnado porque amó al hombre y porque quiso salvarlo. Al amor se lo puede aceptar o rechazar. Pero si se lo acepta, produce en el corazón una paz y un gozo indescriptibles: Pax hominibus bonae voluntatis !Quiera Dios, hecho hombre, abrir en esta noche nuestras inteligencias y nuestros corazones para que «conociendo a Dios visiblemente, seamos atraídos por su intermedio hacia el amor de las cosas invisibles: «ut dum visibiliter Deum cognoscimus, per huno in invisibilium amorem rapiamur!» (Prefacio de Navidad). Amén.


*ORe (Buenos Aires), año XVI, n°691 p.11, 12.

 


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