ALOCUCIÓN DEL PAPA PABLO VI
A LA NOBLEZA Y AL PATRICIADO ROMANO
Martes 14 de enero de 1963
Ilustres señores y queridos hijos:
Henos ante una audiencia plena de particular significado y gran interés.
La calidad y número de vuestras personas, ante todo, nos obliga a una observación especial; quisiéramos dirigir a cada uno unas palabras en particular. Saludamos cordial y paternalmente a cada una de las familias, que vemos aquí reunidas, a la juventud en especial, a los hijos de la nueva generación, a los niños tan queridos. Nos conmueve pensar que se trata de un encuentro augural; nos encontramos ante un hecho que es continuación de una tradición, que evoca una historia, que demuestra un propósito de continuidad y de fidelidad; que es para todos vosotros un honor y en Nos despierta muchos recuerdos y muchas ideas. Y los votos, que acabamos de escuchar en las palabras dignas y acertadas de vuestro eximio intérprete, son para Nos una ofrenda preciosa, tanto por la delicadeza de los sentimientos que nos manifiestan, como por el valor de las promesas que contienen.
Debemos, por tanto, expresar por nuestra parte vivo agradecimiento y devolver a cada uno de vosotros, a cada una de las nobles casas aquí representadas, al patriciado y a la nobleza romana, nuestros augurios, los que puede un Papa concebir tratándose de vosotros, más aún, un nuevo Papa, si es verdad que las primicias son más ricas en grandes intenciones y fervor cordial.
Quisiéramos deciros muchas cosas. Son muchos los pensamientos que despierta vuestra presencia. Sucedía lo mismo a nuestros venerados predecesores, al Papa Pío XII de venerada memoria en especial, los cuales en ocasión como esta os dirigieron magistrales discursos, que os invitaban a considerar a la luz de sus maravillosas enseñanzas, tanto vuestra condición como la de nuestro tiempo. Esperamos que el eco de aquellas palabras, semejante al viento que hincha una vela, al igual que no se ha apagado en nosotros, que, extraños a esta asamblea característica, recogíamos el reflejo de sus ondas, vibre todavía en vuestro ánimo para llenarlo de aquellos austeros y magnánimos consejos que alimentan la vocación que la Providencia os ha fijado, y rigen la función que espera de vosotros la sociedad contemporánea. Ciertamente los recordáis y este recuerdo es dueño y señor de vuestro espíritu, dispensándonos de haceros un nuevo discurso. La voz del príncipe Colonna, que acabamos de escuchar, nos lo confirma. Os estamos por ello muy agradecidos.
En especial por dos motivos que nos tocan de cerca. Porque no nos atrevemos, esta vez al menos, a constituirnos en maestros de vuestros pensamientos y de vuestras costumbres. Juzgamos respeto nuestra comprensible timidez, estima, nuestro justificado silencio. No os diremos nada de cuanto en parecidas ocasiones estabais habituados a escuchar; este año la paternal y grave exhortación habitual del Papa queda en silencio.
En segundo lugar vienen en socorro de nuestra dificultad de palabra las óptimas disposiciones de vuestro espíritu, que habéis venido a manifestarnos, como adivinando y previniendo nuestra dificultad. La dificultad es ésta (la plantea la Historia con inexorable evidencia): Nos, ya no somos el soberano temporal, en torno al cual en los siglos pasados se reunían las clases sociales a las que vosotros pertenecéis. Ya no somos para vosotros el de ayer. Quizá hasta ahora no lo hemos percibido de una forma clara debido a que la decadencia del poder temporal del Papa se ha dado en la forma que bien conocéis, y que ha conservado, durante casi setenta años de falta de reconocimiento de un estado de hecho, con la reivindicación del antiguo derecho, las formas externas y tradicionales de la soberanía perdida; vosotros disteis prueba de admirable fidelidad manteniéndoos unidos al Papa, durante aquel período turbulento y paradójico, privado de su secular soberanía civil, contentándoos con títulos y formas, también privados de sus efectivas funciones. Por ello se os debe una gran alabanza.
Pero, decíamos, la Historia sigue su curso. El Papa, aunque tiene en la soberanía de su Estado de la Ciudad del Vaticano el escudo y el signo de su independencia de toda autoridad de este mundo, ni puede ni debe ya ejercer más que el poder de sus llaves espirituales. Ante vosotros, herederos y representantes de las antiguas familias y clases sociales dirigentes de la Roma papal y del Estado pontificio, nos encontramos ahora con las manos vacías; ni podemos concederos los oficios, beneficios, privilegios, ni galardones que puede dar un estado temporal, ni tampoco tenemos posibilidad de acoger vuestros servicios inherentes a una administración civil. Nos sentimos humanamente pobres ante vosotros; no obstante, nuestro agradecimiento por vuestra tradicional fidelidad y por vuestras generosas prestaciones, y a pesar de la estima y el afecto que siempre sentimos por vosotros, no podemos ya, como en otro tiempo, aprovechar vuestra colaboración profana. Decimos esto con algunas dudas; con turbación interior, teniendo miedo de no ser, o de no parecer suficientemente devotos de la tradición, y lo bastante agradecidos a vuestros méritos. Pero ciertamente no es así.
También hemos de añadir que hoy el papado, completamente absorbido por sus funciones espirituales, se ha propuesto una actividad apostólica, que podemos considerarla más amplia y nueva que en otros tiempos. Su misión religiosa toma formas y proporciones, que han de modificar sus estructuras prácticas, que las exigencias de otros tiempos habían sugerido como oportunas y necesarias. El deber, que incumbe a la Santa Sede, de atender al Gobierno de la Iglesia universal y entablar un diálogo apostólico con el mundo moderno, agitado hoy por rápidas y profundas transformaciones, la obliga a una visión realista de las cosas, que le impone, dolorosamente a veces, seleccionar y elegir entre sus instituciones y costumbres lo que es esencial y vital no para olvidar, sino para dar mayor vigor a sus empresas tradicionales.
El Concilio Ecuménico, como es sabido, plantea a la Iglesia este enorme problema de adaptación, que también la Santa Sede habrá de estudiar para sí. Y si esta previsión, del todo imprecisa e hipotética por ahora, embaraza un tanto nuestras palabras en este sencillo y cordial encuentro, las expresiones con que hoy nos abrís vuestro espíritu nos aseguran vuestra comprensión, nos garantizan que, cambiados los tiempos y modificada algo quizá la forma exterior de vuestras relaciones con la Santa Sede, seguirá siendo constante y filial vuestra adhesión a la Iglesia y al Papa. Nos sentimos llenos de gozo por ello y os aseguramos que por nuestra parte no sólo permanecerá inalterado el vínculo de nuestra benevolencia para con vosotros, sino que se perfeccionará, si nos prestáis vuestra nueva ayuda, vuestra nueva colaboración, vuestra nueva defensa, que hoy se llama testimonio cristiano en la sociedad, el apostolado católico en las muchas formas que la actividad cultural, caritativa, organizativa, social y religiosa de la Iglesia hoy ofrece a la buena voluntad de sus hijos. Saber que si nos seguís como a pastores de vuestras almas nos será más útil y apreciado que el sentiros cerca de Nos como vuestro Soberano temporal de otros tiempos.
Estamos ya experimentando la generosidad y la gentileza de este consuelo, al veros comprensivos y solidarios en los grandes momentos espirituales que caracterizan la vida de la Iglesia en su fascinante periodo actual. Conocemos vuestro interés por las grandes celebraciones religiosas y por los grandes acontecimientos eclesiásticos de estos últimos años, como el Año Santo y el Año Mariano, los contactos con el Cuerpo Diplomático acreditado ante la Santa Sede y los simposios culturales en el Círculo de Roma, etc. Ejemplo preclaro de vuestra filial compenetración con la vida de la Santa Sede nos lo habéis ofrecido durante nuestra reciente peregrinación a Tierra Santa, donde tuvimos el gozo de advertir que estábamos acompañados por algunos de vosotros, sin formar parte de nuestro séquito oficial, queriendo de propia iniciativa y por devoción, asociaros a Nos en aquellas horas de extraordinario significado religioso; os elogiamos sinceramente por ello.
Igualmente queremos elogiar y alentar el bien que estáis realizando en tantas obras benéficas y religiosas, que tienen en vuestra ejemplar adhesión y en vuestra asidua participación un impulso generoso y edificación consoladora. Nos complace también que todavía algunos de vuestros hijos e hijas consagren su vida al Señor y se pongan al servicio religioso de la Iglesia, más aún, quisiéramos que este ofrecimiento fuese más numeroso en el futuro, pues es muy significativo y precioso. Continuad este camino, pues si es verdad que nuestro ministerio, como decía ahora el príncipe Colonna, es necesario para la salvación del mundo donde la Providencia nos ha destinado a vivir y trabajar, es verdad también que todos debemos y podemos contribuir al incremento del reino de Dios en nuestra sociedad, y vosotros ciertamente, mucho más que los demás.
Que nuestra bendición apostólica os sirva de estímulo, de consuelo y de premio, portadora de la ayuda y de la recompensa del Señor.
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